Entregada por un colaborador anónimo, este cuento erótico ambientado en la posguerra es la historia de Tannhäuser, un joven alemán que es iniciado en una peculiar sumisión y expuesto en sendas orgías tras haber abandonado su hogar.
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La Puerta de Tannhäuser (parte 1)
–Es un secreto – le dijo entre un suspiro, casi gemido, y giró levemente la cabeza para intentar verlo.
Solo podía discernir un poco de su muslo izquierdo. Cerró los ojos y dejó caer con suavidad el cuello, que resistía con pequeños tremores.
–Es un secreto –repitió, y volvió a intentarlo, pero esta vez giró el cuello con los ojos cerrados.
Tannhäuser hundía la cabeza entre sus glúteos. La lengua recorría al bies su vulva. En ocasiones, la adhería como un camaleón y presionaba su sexo para abrir los labios. Eva se lamentaba para pedirle movimiento. Ahora, giraba y estiraba la lengua para alcanzar su clítoris, moviéndola como las alas de un colibrí. La nariz, untada en su flujo, a veces, se entreveraba en la puerta de su vagina.
–Te veo –susurró Eva, con los ojos cerrados, al compás de un gemido agudo y seco.
Sus rodillas, alineadas con los codos, su espalda arqueada que dejaba caer el vientre como si su ombligo fuera un péndulo estático, una manilla de una brújula que señala el punto de descanso al que no se quiere llegar. Su postura pedía ladrar… Y ladró con sensualidad, mientras se deshacía en un orgasmo líquido.
Tannhäuser seguía abriendo sus muslos desde atrás y absorbía todo el flujo que se derramaba, casi haciendo vacío contra los labios, ahora relajados, en la entrada de la vagina.
–Esa es tu puerta, Tannhäuser. Debes seguir tu camino –le dijo Eva, exhausta.
Durante 100 días, Tannhäuser había descansado placenteramente en una pequeña habitación de la mansión de la familia de Eva, a las afueras de Eisenach, en el que hoy es el pequeño estado libre alemán de Turingia. Se le proveía comida, pero no le dejaban salir hasta la caída del sol. A lo largo de 100 noches, había lamido el sexo de Eva durante horas, desde atrás, en posición de perrito, delante de su otra familia; un grupo de amigos, la mayoría, conocidos por tener rango dentro del ejército soviético.
Cada noche, todos se agrupaban en el salón, desnudos, con los uniformes, gorras y botas tiradas por el suelo, en cualquier parte del caserón. Unos observaban, otros lamían con devoción el sexo de sus esposas, otras mamaban febrilmente las vergas de sus maridos. Los había que solo bebían vodka entre largas caladas a esos cigarrillos rusos a los que el sabor de un Ducados sería miel en la garganta; las había que se derramaban media botella de vodka por sus cuerpos desnudos para sentirse bebidas por otros hombres y mujeres… Sentir para sentirse vivos. Tannhäuser, siempre con los ojos vendados durante las ceremonias, había agudizado el oído hasta tal punto, que podía sincronizar los gemidos de Eva con cualquiera de las asistentes.
***
Nacido en Haguenau, un pueblo de la Alsacia, en el año 1935, se trasladó con su familia a Hannover cuando tenía 11 años de edad. Uno de los primeros recuerdos que llevará siempre consigo será la devastación asociada a la alegría de su padre. La ciudad de Hannover parecía un queso emmental tras los bombardeos de la II Guerra Mundial. La sonrisa de su padre, capataz de obra, se alargó durante los 11 años posteriores, en los que se convirtió en uno de los hombres más adinerados de la Baja Sajonia.
Tannhäuser estudió en los mejores colegios protestantes de posguerra, donde jamás tuvo la oportunidad de conocer a chica alguna. Todo lo que sabía de las mujeres era lo que había aprendido de los sacerdotes luteranos…
En el día de su vigésimo cumpleaños, su padre le pidió que se vistiera con su mejor traje.
–Hoy descubrirás por qué la fe lo es todo –le dijo.
Salieron de casa, tras despedirse de su madre, que le dio un beso en la frente. Un beso en la frente. Nunca lo había hecho. Ella no era cariñosa. De vez en cuando, le había dado un sutil ósculo en la mejilla, pero la seña normal de ternura se reducía a frotar su cabeza con suavidad. Lo más normal, hasta los 15 años, habían sido sendos bofetones y castigos severos y humillantes. Como aquel en que le hizo comerse su propio vómito…
Se preguntó por un rato por qué su madre le había dado aquel beso, pero enseguida la frase «Hoy descubrirás por qué la fe lo es todo» ocupó sus pensamientos.
–¿A dónde vamos, padre? –preguntó, con cierto desasosiego.
–Vamos a casa de Adagny.
La inquietud de Tannhäuser se acrecentaba. ¿Por qué iban a casa del pastor que le había bautizado? ¿Le esperaba algún tipo de castigo o reprimenda? Él no había hecho nada malo…
Hacia 1955, la nueva República Federal de Alemania ya daba señales de un sólido desarrollo económico. Pero la posguerra había sido muy dura y muchas mujeres, muchas de ellas viudas, se habían quedado con el único recurso económico de la prostitución. Una prostitución conocida entre vecinos, pero silente, escondida tras los muros de casas que, bien se parecían a las del resto, bien podían haber tenido una gigante letra escarlata en sus fachadas. Y una de esas casas era prácticamente contigua a la del pastor Adagny…
Padre e hijo llegaron a casa del pastor, que les esperaba con cierto nerviosismo en la entrada. Al verlos, se apresuró a cortarles el camino con un saludo fingidamente normal.
–Buenos días, queridos parroquianos –espetó el pastor, en su infinito tono sermocional y acompañó su brazo apuntando en dirección a la casa de al lado–. Nuestra estimada anfitriona nos espera.
No anduvo tres pasos cuando se paró y advirtió a Tannhäuser:
–No pongas tu fe en quienes te ensalzan, sino cree a los que te humillan.
Su padre sonrió levemente y, luego de deslizar la palma de la mano sobre la espalda de su hijo, les dijo que continuaran. No parecía el momento para un sermón, si bien el resto del día sería toda una enseñanza trascendental.
Llamaron a la puerta con una precisa y discreta serie de aldabonazos: tac, tac… tac, tac, tac… Tac. Casi de inmediato al último golpe, se oyó movimiento dentro de la casa. Unos pasos sobre peldaños de madera vieja incrementaban la sensación de que sería un hombre aguerrido quien abriría esa puerta.
En efecto, ya entornada, se distinguía la faz de un hombre de más de dos metros de altura. El cual, al ver al pastor Adagny, ipso facto, abrió de par en par.
–Por fa…vor, pasen, señ… orres –dijo, con evidente falta de locuacidad pero con total bonanza aquel gigante.
–Ay, Klaus, qué buen servicio prestas –dijo el cura, entrando por el portal como si fuera su propia casa–. ¿Qué sería de la señorita Adalgisa sin ti?
–La se-ño-ra les esp…era arr… –intentó indicar Klaus a duras penas. Tenía un evidente problema en el habla, cuanto menos.
–No te preocupes Klaus, sabemos que está arriba –sentenció Adagny, mientras agarraba de un brazo al chico para lanzarlo hacia las escaleras.
Un vértigo repentino se apoderó de Tannhäuser. Pensó rápidamente cómo excusarse para salir de allí, pero el padre se apresuró a subirlas primero, de modo que el joven quedase escoltado por el pastor. Tenía que subir esas escaleras, no había escapatoria.
Ya arriba, un pasillo lúgubre se alargaba hacia una puerta entornada de la que salía un destello de luz roja oscura. El rojo esconde los defectos, dicen. A mitad de camino, la luz roja se abalanzó en su camino. El chico alzó la cabeza, pero la espalda y los brazos alzados del padre saludando a la anfitriona bloqueaban su visión.
–Querida Adalgisa, ¿cómo se encuentra hoy? –preguntó el padre, al tiempo que la abrazaba desde la distancia, sin fingir siquiera el intento de un beso.
–Muy bien, Señor M., les esperaba preparada desde hacía rato, tal y como nuestro estimado pastor me pidió. Esta vez, ¿van a ser ustedes so…? –de repente, la mujer se quedó congelada. El padre ya la había rodeado para entrar a la habitación y Tannhäuser se encontraba frente a ella.
–Buenos días, señora –dijo Tannhäuser, entrecortado por su habitual timidez–. Soy el hijo del Señor M. –aclaró y ofreció un educado apretón de manos.
Adalgisa, una aguerrida germana en sus 40, rubia, con pechos voluptuosos que amenazaban hacer explotar la blusa bávara que vestía, soltó una profunda carcajada. Cogió su mano y la llevó bajo su falda directamente al calor de una vulva que no vestía ropa interior.
–¡Si bien el pecado en la carne ni está borrado ni ha perecido, Dios no quiere imputárnoslo ni tenerlo en cuenta! –gritó el pastor al entrar a la habitación, dando un portazo.
El sonido de la puerta era una despedida. Tannhäuser lo presintió. Ya nunca más sentiría el menor atisbo de inocencia.
(Continuará).