Relatos eróticos

La posibilidad de una isla* – Relato erótico

En un mundo en el que cada vez nos creemos más ajenos al tiempo y al espacio, ese mundo que los apresa, el que sus leyes ponen tierra de por medio y cronometran la existencia, es un mundo en el que apenas queda tiempo y espacio para amar. Quizá transgrediendo esas leyes, aislándonos de lo absurdo con otra ficción…

No sé si mi querida Valérie, la espléndida autora de este relato, estará de acuerdo, pero me voy a permitir esas líneas como prólogo del maravilloso relato que vas a leer más abajo.

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La posibilidad de una isla*

N. A.: *El título de este relato se ha tomado prestado de la magnífica obra homónima de Michel Houellebecq (Fecha de lanzamiento: 17/10/2005 – Editorial: Alfaguara).

Pensé en un primer momento que queríamos morirnos así, enamorados, con las manos entrelazadas, durante el apocalipsis. Pero, ahora, con la distancia, lo tengo clarísimo. Solo queremos amarnos un poco más, solo un poco más, tener todavía esta esperanza difusa hecha de felicidad, ternura y cariño. Crear solo para nosotros una isla eterna construida sobre las fuerzas del corazón o las leyes secretas del universo. O sobre las cenizas y los restos de una civilización que, de todas formas, está llamada a desaparecer. Algo mitológico entre ambos, cristalizando nuestras aspiraciones profundas o terrores sepultados en lo más hondo de nosotros dos. Y esperar que, un día, nuestros huesos fueran los protagonistas, descubiertos por unos arqueólogos transhumanistas asépticos y diestros.

Éramos muy conscientes del individualismo postmoderno que nos rodea. Dada la naturaleza humana y sus actuales condiciones de existencia, ¿había alguna manera de organizar nuestra vida para poder acceder, si no a la felicidad plena, al menos a una vida más longeva en la que pudiéramos sufrir menos? Me dijiste que eso era muy complicado, que no fuera tan ilusa. No quise aceptar la respuesta. Pero noté cierta melancolía no desprovista de algo de esperanza en tu mirada. O quizá quise verlo así.

Un día, volvíamos a casa en coche por la autopista. En la parte izquierda de la carretera, hay una tienda gigante de venta de muebles, perfectamente iluminada. Lleva así con sus neones rojos encendidos todos los días del año, incluso en tiempo de COVID. Curiosamente, nunca nadie se suele acercar a esta tienda y el aparcamiento está siempre vacío. Tampoco se suelen publicitar mucho. Una miserable pancarta, medio escondida entre arbustos, indica el camino a seguir ya que, para llegar hasta la tienda, el trayecto es bastante complicado. Te dije: «Ya he encontrado nuestra isla, amor». Durante unos instantes no entendiste nada, hasta que señalé con el dedo aquella tienda que siempre había estado allí, pero en la que jamás habíamos reparado. Te pusiste a reír, pero no porque juzgaras mi comentario descabellado, sino porque la idea te pareció cuanto menos original.

Y fuimos pasando delante de la tienda durante semanas, riéndonos a carcajadas cada vez que empezábamos a entrever a lo lejos los neones rojos. Un día te hice un comentario jocoso sobre los efectos de la luz roja en la piel, cómo quitaba años y cualquier tipo de defectos. Me comentaste que nuestra isla no necesitaba todas estas cosas. Con tal de ser cómoda y aislarnos del resto del mundo, era más que suficiente. Te acaricié la entrepierna indicándote que, seguramente, estaba llena de camas, de sofás y otros muebles que jamás podríamos pagarnos. Giraste a la derecha bruscamente y pusiste una mueca de niño travieso.

Vi el cartel destartalado de la tienda y observé esa sonrisita de gamberro. Aparcaste a lo loco como quien va a desvalijar un banco, saliste del coche y te seguí el juego. De todas formas, no había ni un solo vehículo delante de las vitrinas. Nos acercamos y empezamos a mirar en el interior, apretando nuestras narices contra el vidrio frío y tapándonos los lados de la cara para ver mejor. La noche era muy oscura y parecía que la luna se había tomado un descanso aquella noche. Nos tomó un tiempo dar la vuelta a toda la tienda, pero, llegados a uno de los laterales, encontramos una puerta que parecía una salida de socorro pero que también se abría desde fuera. Nos costó reprimir unas risas. Y luego se dibujó la seriedad sobre nuestros rostros. ¿Y si había un guardia de seguridad dentro?

Sin casi hablarnos, decidimos entrar. La posibilidad de encontrar nuestra isla bien valía correr ciertos riesgos. Ninguna alarma saltó, todo era puro silencio y camas, muchísimas camas. Y todo pasó muy deprisa. Empezamos a usarlas como trampolines que nos pudieran proyectar hacia no se sabe bien dónde. ¿Un planeta desconocido? No. No estábamos destinados a otro lugar. Sin esperármelo, me miraste con seriedad. Empezaste a quitarme la ropa, a besarme todo el cuerpo, te volviste famélico de repente. Yo luchaba a duras penas con tu cinturón. Hubo hasta un suave arañazo de las hebillas en mi piel. No me importó. Y nuestros suspiros como bufidos de gatos en celo se convirtieron en un aire casi sólido rodeando cada mueble de la tienda. Parecías tan herido de ternura, tan vulnerable mientras tu cráneo golpeaba el cabezal de nuestra cama elegida al azar. Mi coño estaba hinchado. Era todo ese amor viscoso por ti que se manifestaba. Ese misterio de lo verdadero, ese consumirnos a nosotros mismos como única necesidad a la que aspirábamos. El hechizo definitivo contra el que no podíamos luchar. Nuestra verdad. Tu polla, mi coño, nuestras urgencias deslizadas allí y allá entre el sudor de lo inevitable. Nos retorcíamos. Me abrazabas con una inusitada fuerza. Y todas tus caricias ya olían a deliciosos recuerdos que, un día, con algo de suerte, unos asépticos y diestros arqueólogos quizá llegarán a intuir.

No recuerdo si lloramos aquel día. Pero sí que estaba acurrucada en tus brazos a los que me estaba aferrando con toda la fuerza del mundo. Escruté un rato el techo prefabricado y, a cámara lenta, te acercaste a mi oído y me susurraste: «Ya la hemos encontrado…».

Para los francoparlantes, la autora recomienda este extracto del poema, La posibilidad de una isla, del libro homónimo, recitado en francés por el actor Benoît Magimel: