Era la noche de Halloween. La ciudad silbaba, las luces parpadeaban y las calles rebosaban de siluetas extrañas. A pesar de todo, cierta solemnidad, algo inusual reinaba.
A Betty siempre le había gustado esta celebración, pero esta noche, estaba buscando algo diferente. Fantaseaba con algo prohibido desde hacía meses. ¿El qué? No se atrevía ni a imaginarlo.
Se había dirigido rápidamente a la dirección indicada. Una invitación misteriosa, recibida unos días antes, la había conducido hasta la puerta de una gran casa, muy a las afueras de la ciudad. Las indicaciones para acudir habían sido muy claras: una máscara negra debía cubrir su rostro entero y «solo estaba autorizaba» a llevar un vestido lencero negro de tirantes finos. Algo sobrio, pero, a la vez, discretamente sexi, suficientemente apretado como para resaltar sus delicadas curvas. Por lo demás, debía acudir sola, por supuesto, y no hacer muchas preguntas.
La atmosfera de la casa la había sorprendido. Estaba cargada y el ambiente bañado por una luz tenue. Betty había penetrado en una habitación grande, repleta de velas rojas que proyectaban curiosas sombras sobre las paredes. Había otros invitados, al parecer, y todos llevaban máscaras. Con los rostros así escondidos, las miradas se hacían profundas, se intercambiaban sin cesar y las sonrisas parecían dibujarse enigmáticas. Una mezcla de misterio y deseo flotaba alrededor de cada invitado.
Betty empezó a sentirse nerviosa, aunque le atraía de manera irresistible esta curiosa energía. Una especie de excitación nueva la invadía, como si cada mirada puesta sobre ella desvelara un trocito de sus propias fantasías. Tanto tiempo soterradas. Tanto tiempo desatendidas. De repente, una mano se posó suavemente sobre su hombro. Era la de un hombre enmascarado, alto, imponente, que vestía un elegante traje negro. No podía ver su rostro, pero sí sus grandes ojos que brillaban con intensidad. Betty se sintió intimidada de repente. Sin mediar palabra, este le tendió la mano. Y si bien Betty dudó un instante, decidió seguirle. El desconocido la llevó hasta una puerta discreta que abrió con llave. Y la hizo pasar a una nueva estancia en medio de la cual se alzaba una gran cama cubierta de sábanas de seda negra. Hizo que Betty se sentara encima de la colcha bordada y, con una voz profunda y tranquilizadora, le susurró:
–Esta noche, no controlarás nada. Te dejarás llevar por cada sensación, cada deseo. Me perteneces.
Betty se estremeció. Este juego, esta sumisión… Nunca había cedido a ella. Pero esta noche, todo le parecía posible. La máscara la protegía, podía ser alguien diferente, por una vez, una versión más libre, más audaz de ella misma.
El desconocido se acercó lentamente, sus dedos rozaban su piel ardiente, a través de las delicadas aperturas de su vestido. Cada uno de sus gestos era medido, preciso, haciendo crecer en ella una tensión deliciosa. Él bajó los tirantes delicadamente y Betty cerró los ojos. Quería que su cuerpo respondiera a las caricias de este hombre tan misterioso. Por fin, sus fantasías cobraban vida. Se sentía vulnerable a la vez que poderosa, prisionera de un baile sensual en el que los roles se desdibujan, dejando sitio al descubrimiento… su propio anhelo.
Las palabras que le susurró encendieron sus sentidos. Le describía escenas en las que ella estaba atada al placer, guiada por sus más profundos deseos, ahora libres de cualquier juicio.
Cada caricia, cada movimiento era una invitación al abandono. Las manos del extraño exploraban sus tetas, sus caderas, sus muslos. Betty se sentía transportada a un universo en el que todo era posible, en el que los límites ya no tenían razón de ser. Un universo que desconocía pero que siempre había estado aquí.
La recostó mientras sus manos se deslizaban hacia su coño. Estaba muy húmeda. Y caliente. Suspiró con fuerza cuando él le comió las tetas con gula.
Los minutos, las horas pasaron llenos de sensaciones. Betty se descubría bajo otro prisma, exploraba partes de sí misma que jamás se había atrevido a conocer. Era, a su vez, actriz y espectadora de esa noche, sometida a este desconocido, pero libre en cada emoción.
La penetró lentamente al amanecer. Y Betty aguantó la respiración unos instantes cuando él estuvo a punto de correrse. No quería perderse sus gemidos roncos.
Su orgasmo fue largo e intenso. La máscara la ahogaba un poco, pero el placer que sintió fue algo nuevo para ella. Los ojos del desconocido, que no se apartaron en toda la noche de su rostro, se pusieron a brillar como dos pequeñas estrellas mientras la agarraba del cuello. Quería que su placer se quedara suspendido en su garganta. Hasta que el sol se levantara. Hasta que la casa se quedara en silencio.
A la hora de despedirse, Betty recordó que él le susurró:
–Esta noche fue tuya. Haz que mañana lo sea otra vez.
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