Amar sin límites, follar sin límites. No te pierdas el último relato de la gran Valérie Tasso.
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La medida de lo ilimitado
Desdibujarte en mi memoria –Me dijiste, serio–. Eso quiero. Para siempre. Ahogarte dentro de un lienzo. Salpicarte de acuarelas para que ya no pueda ver tu maldito rostro. Para olvidarte. Hasta que ya no haya memoria ninguna, solo putos resquicios mentales de una masa deformada por toneladas de pintura seca y sucia. Deshumanizarte de una vez por todas.
Eso fue lo que me dijiste la última vez que follamos. Justo antes. Te encantaba ser como el viento fuerte del norte, aquel que no sabe que puede doler. Ese viento que enloquece. Y de repente, cambia de rumbo, para seguir transportando su crueldad a otros senderos. Sabías que me encantaban estas frases que duelen, que me excitaban más que nada en el mundo.
Nos habíamos acurrucado amoldados el uno al otro. Te levantaste al poco porque querías fumar y yo seguía tendida allí, indefensa. Cuando te volviste a meter en la cama, me besaste. Olías a tabaco frío y a Heineken caliente. Esos olores que siempre me gustaron de ti pero que seguramente nunca te confesé. Tu barba recia me impidió caer en un sueño profundo porque me irritaba la cara. Lancé un suave quejido y, como para tranquilizarme, me abrazaste fuerte y empezaste a acariciar mi espalda. Contabas mis vertebras. Podías haberlas quebrado sin dificultad, desarticular todo lo que de mí no soportabas. Sentía tus dedos apretar con fuerza mi columna vertebral, aplastar esa serpiente calcificada que solo tiene ademán de vida con el inspirar y expirar los instantes de aliento. Sabías que estaba vulnerable. Tuve un momento de pánico, como alguien a quien tiran al agua y no sabe nadar. Y la orilla, de repente, es solo una línea delgada, un trazo fino mientras te ahogas. Casi un lienzo en blanco.
Tu sonrisa se volvió malvada. Pero me rescataste.
Bajaste hasta mi coño y allí, te entraron ganas de morderme. Noté tu lengua, tu boca, tus dientes, el vibrato de tus gemidos. Esperabas la erupción, el terremoto, y luego, el vapor de fuego hecho agua, ese poético ornamento líquido que te vuelve tan guapo cuando sale a chorros. «La medida de lo ilimitado», lo llamabas.
El deseo no se había saciado del todo. Te acercaste a mi cara y me besaste con furia hasta hacerme daño. Tu sabor ya era volcánico. Yo tenía la garganta irritada de gemir y tú, los labios dolidos. Intenté incorporarme para respirar mejor y carraspear pero me lo impediste. No mostraste el menor sentimentalismo al empujarme para que me cayera nuevamente en la cama. Sabías que me había cansado de tanta ternura y romanticismo en el sexo. Y el papel te sentaba como un guante.
Me hiciste notar que eras dueño y señor de este cuerpo, el mío. Tu presa, tu trofeo, la pequeña ingenua de clase alta que siempre calza zapatos de marca. Querías, al follarme, crear esta tensión y sensación de peligro permanente, como si fuera un animalito acechado. Despojarme de todo lo femenino que pudiera aflorar en mí. Tenerme cerca de la muerte y la nobleza. Ser capaz, en definitiva, de dar mi vida para que me follaras.
Me diste la vuelta y te adentraste en este universo mío comprimido. Mi presente, mi futuro. Esa hostilidad mía. Estabas ávido y ansioso por remover este caos, este desorden, agujerar mi memoria de amores pasados con tu polla tiesa, y dejarme claro que, a partir de ahora, ya ningún hombre sería digno de amarme como habías sido capaz de hacerlo. Te anclabas a mi deseo de ser deshumanizada. Eras el transeúnte que me pisa cuando cruza la calle. El necio silencioso que solo piensa en él mismo. El que se deshace de la basura rápidamente y se limpia numerosas veces después las manos. El que no demuestra ninguna mínima señal de esperanza placentera.
Te sentiste libre y poderoso en mi culo. Terriblemente frío, eso sí, como te había suplicado de serlo. Mi ano era ahora un terreno de protesta y los ecos de su rigidez impidieron que te retiraras inmediatamente. Volver a cruzar el umbral al revés iba a ser doloroso. Para ambos. Así que esperaste.
No por mí sino por ti.
Eres el transeúnte disciplinado que mira a ambos lados antes de cruzar la calle y me deja atrás.
El necio silencioso que me tira a las vías del metro cuando llega el tren.
Aquel hombre que quiere desdibujarme para no volver a ver nunca más mi rostro que tantas facetas tiene y que me perturban.
Eres el que me ama. De verdad. Sin límites.