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La llorona – Relato erótico

No te pierdas este exquisito relato BDSM del Día de Muertos, acompañado por la mítica canción mexicana, La llorona.

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La llorona

 Meatpacking District, Nueva York. 2 de noviembre de 2019

El espeso y oloroso humo proveniente del Culebra, de Partagás, manó de las masculinas fosas nasales y se enroscó en el aire a través del pasadizo, danzando entre las titilantes llamas de las velas dispuestas en el altar de muertos[1]​.

Alebrije[2], hecho de carne desnuda y de sangre caliente, retiró el habano de su boca y sopló una plomada nube. La tinta le embebía la piel, relatando una historia de corazones espinados, de serpientes emplumadas y de coloreadas catrinas[3]; nadie, pues, podía negar que el arte formaba parte de su ser, que asimismo había influido en el apodo con el que el mundo lo conocía. Pestañeó para desempolvarse las pestañas de ceniza y depositó el tabaco en uno de los platos de ofrenda. Volvió la testa, en cuyos flancos el cabello había sido rasurado y contrastaba con el que restaba, largo y recogido en una cola que le arribaba a media espalda, custodiada por la tatuada imagen de la Santa Muerte[4].

«Shhh», chistarían las almas temerosas ante el chisporroteo de las llamas que semejaban susurros extendiéndose a lo largo del pasillo. Cuantiosas velas se hallaban en el camino que iba del pasadizo a la estancia, equipada con trabajados muebles. La luz artificial no tenía cabida y, por ello, la cera de las velas lagrimeaba sobre los metálicos platos, aislándolas del piso. Vaya, las llamas emitían tan cálida, tan viva luz que, de ser posible, alumbrarían la renegrida oscuridad al otro lado de las vacías cuencas de una calavera.

«Día de Muertos» [5], se escuchó decir a lo largo y ancho de la Gran Manzana; aquel era el eco de una población mexicana que había ido creciendo y arraigando. Si bien, en esos mismos instantes y en ese mismo apartamento, la delgada línea que separaba el mundo de los vivos y el de los difuntos se desvanecía.

Emma, descalza y vestida de azul celeste, jadeó tendida en el suelo, en medio de la habitación. La sal de sus lágrimas sazonaría un trago de tequila blanco y la acidez derivada de la soledad sustituiría al limón. «Desesperada», así se definiría y se lo cantaría un mariachi[6]. Sus pequeños pero afilados pezones aguijoneaban la tela, y la cristalina pegajosidad de su reciente orgasmo le asperjaba los muslos y mancillaba el suelo consagrado por los pétalos de cempasúchil[7], caídos de la corona que todavía le sobrevivía encima de la rubia cabeza. Por el contrario, el culotte, en un acto de desesperación, optó por el suicidio ahorcándose alrededor de uno de los tobillos, desamparando al hermano.

Alebrije avanzó al encuentro de la fémina pisando los anaranjados pétalos, que desprendieron una fragorosa fragancia que marinó con la propia del orgasmo que Emma había derramado impunemente en su piso. A fe cierta, a él le bastaba con olerla para rastrear la estela destilada por su deseo, dulce como el piloncillo[8]. En pie, la contempló: la Riviera Maya declamaba en las rotundas curvas de la sumisa y los tonos azules verdosos de sus aguas le nadaban en los ojos. El hambre por ella le tarascó el vientre e instó el endurecimiento de su polla, montada sobre los colmados testículos.

—Amo… —murmulló Emma en un soplo de aliento. Las mejillas le lucían enrojecidas, como la puntita de la nariz. El relente de sudor le humedecía la frente y le emborronaba la discreta barra de labios. «Pies, ¿para qué los quiero, si tengo alas para volar?», pensó, tornando suyas las palabras de Frida al girar, apoyándose en las rodillas, e izar la rucia cabeza para verlo a Él, desnudo y parado frente a sí. No, desde luego no lo tenía divinizado cual dios de obsidiana por lo banal de lo físico, esculpido a base del trabajo que desempeñaba a la hora de crear esculturas metálicas, sino por lo que la hacía sentir, por esa ferocidad emocional que la convertía en suya.

—¿Cuántas veces podías correrte? —le preguntó como quien no quiere la cosa. Alebrije estiró la zurda y tomó a Emma por el mentón. Se reclinó, apretando las muelas; la erección no le brindaba mucha libertad de movimiento. Le acarició la barbilla, rozando con la punta del dedo el borde bermellón del labio inferior, y la impelió directa a su boca. La besó, irrumpiendo a golpe de lengua, asaltando la húmeda cavidad y ahumándola con el sabor a habano.

Emma entornó los ojos: besaba igual que un poeta, y su sabor potente, tiznado y picoso lo era tanto como para enchilarla[9]. Gimió bajo el yugo de la masculina boca y su coño palpitó necesitado, goteando su miseria por los carnosos pliegues. Lo cierto era que, obnubilada por su boca, no escuchó la pregunta, por lo tanto, cuando el segó el contacto y la dejó con los labios desabrigados, abrió los ojos, mirándolo desconcertada.

—¿Cuántas veces podías correrte? —insistió Alebrije, mostrándole los marfileños dientes —Respóndeme —exigió a continuación, hincando los dedos en los mofletes de Emma, marcando su silueta en la piel. —¿Cuántas veces? —Oh, no, la contienda no se reflejaba solo en la mueca o en la entonación, también lo hacía, y, si era posible, más intimidante, en la dureza afilada de su verga.

—Ninguna… —susurró Emma en un hilillo de voz, y descoronada de las flores en lo alto de la cabeza, deglutió. Cualquier letrado estaría dispuesto a defenderla al conocer su caso: obligada a aguardar al Amo, a pesar del deseo que aullaba en el violento mar a la deriva de sus muslos. No había sido capaz de resistirse, de contener su impúdico impulso. Y si bien se le negaba dicha defensa, y había sido condenada antes incluso de ser juzgada, Emma claudicaría; por él lo haría, entonando un Vive le France![10] previo a que la hoja de la guillotina silbara.

—Por lo tanto… —comenzó a decir Alebrije al mismo tiempo que la sostenía por un antebrazo sin liberarle el semblante. Torció la cabeza a un lado y chascó la lengua, profundizando en el apretón de los dedos en los mofletes de ella—. Has hecho lo que te ha venido en gana —terminó gruñendo. La ferocidad le relampagueó en las oscuras pupilas y, en un visto y no visto, desgarró el vestido celeste de Emma.

—Lo siento, Amo —prorrumpió ella, picoteada por la medio mentira proferida y sacudida por la ropa que la abandonaba. Por cierto, medio mentira porque en parte no se arrepentía de haberlo desobedecido; una porción de sí ansiaba la saña de él derritiéndole el tuétano de los huesos, desgastándole la pulpa de los adentros.

—Perra embustera —tarascó Alebrije. Avispado, se las apañó para ensañarse con el vestido sin que Emma se le escapara y, por supuesto, tampoco perdiera el equilibrio. La hizo dar una cabriola y la posicionó de espaldas a él, sosteniéndola con el antebrazo derecho por encima de los hombros, ajustándola a su torso. Los piercings de sus pezones horadarían los femeninos omoplatos dada la cercanía—. Por lo menos, dígnate a esforzarte algo más si quieres sonar convincente —espetó; separó las piernas y obligó a la mujer a echar el culo hacia atrás, en una postura nada cómoda para ella y que a él le posibilitaba interponer la mano libre entre sus cuerpos. Elevó la susodicha y descargó la primera palmada, estrellando los cinco dedos en una pompa y, a no más tardar, en la otra.

«Chaasss-chaaasss», resonó en la estancia. Las nalgas de Emma bailaron al compás de la zurra que encendió un fogonazo rojo como la grana en toda la redondez de su prieto culo, en el que se creó un patrón rubicundo que emulaba el papel picado[11] .

Emma recordó la mítica estrofa de «también de dolor se canta» mientras se hallaba bajo la implacable tunda y la lloriqueaba. La exquisita penitencia le robó estabilidad y vista, emborrándosela.

—Lo siento, lo siento, lo siento, Amo —sollozó de corrido con la vocecita rota y desgarrada a lo Chavela Vargas.

—Empiezas a sonar convincente, pero no es suficiente —tarascó Alebrije, frenando a la zurda a escasos milímetros de una de las encendidas pompas. Cuidando de que Emma no diera ningún traspié al aflojar la sujeción de su brazo, la giró y le levantó la pierna en cuyo tobillo giraba el culotte. Desenredó la prenda y, con ella en la palma, devolvió a la fémina al suelo, de rodillas justo a sus pies. —Tengo que creerte —asintió pasando el culotte por la despeinada cabeza de Emma; tiró de la tela por un extremo y el otro y la ajustó a sus manos.

—Créeme por favor, Amo —farfulló Emma. El aroma de su mismo sexo impregnado en la ropa interior alrededor de su cuello le llenó las fosas nasales y los pinchazos en las azotadas nalgas fueron in crescendo. —Lo siento —exhaló, apóstata. Por las esquinas de sus ojos marcharon nuevos lagrimones, quizás anticipándose a lo que estaba por venir.

—Hazme creyente —conminó Alebrije, y empleando los extremos del culotte como riendas guio a la mujer a la altura de su revenada y palpitante verga. La piel se le erizó y los pezones se le aceraron poniendo a prueba el metal de los aretes.

Emma sacó la sinhueso y saboreó la anchura del pesado glande; empujó la lengua contra la fina uretra y obtuvo de ella unas perlas de presemen. Gimió, agarrotada por el encaje azulón de la ropa interior que la urgía a abrir la boca. Acogió centímetro a centímetro de la compacta polla, llenándose de ella hasta la campanilla. Respiró por la nariz y cerró los ojos, cebándose.

—Carajo —condenó Alebrije. La puntita de la nariz de Emma repicó en su rasurado pubis y las contracciones de su cavidad bucal le revolvieron el lácteo contenido de las pelotas. Dio un respingo hacia delante, soterrándose en la garganta de ella; desembrolló la mano diestra de la ropa interior manteniendo la zurda y pinzó con dos dedos la nariz de la sumisa.

El gusto varonil y terroso de su Amo le cameló las papilas gustativas induciendo a la salivación, y de las comisuras de sus labios brotaron filamentos babosos. Emma pestañeó sorprendida cuando él le pinzó la nariz y, por descontado, la falta de aire no tardó en manifestarse. Retorció las manitas, conduciéndolas a los tintados muslos, y tamborileó con los dedos.

Alebrije se regodeó con los espasmos y las convulsiones de la boca de Emma; el suave roce de dientes y la natural resistencia acuciada por la privación de oxígeno fueron la chispa que anunció su propio desgaste. Le despinzó la nariz, la prendió por el nacimiento del cabello, ahí, cerca de la frente, y jaló hacia atrás de este y del culotte, vaciando de golpe la boca de Emma.

«¡Plooop!», atronó al romperse el cierre al vacío de la boca de Emma y la verga de Alebrije. Puentes de babas y presemen colgaron entre ellos, negándose a separarse.

Emma tosió acogotada y agarrada a las piernas de Alebrije igual que un marinero aferrado al poste del barco que se hunde. De su sexo rezumaba flujo y sus estimulados pezones pulirían cristal. Sedienta de él, no de agua u otro brebaje, de él, de su jodida esencia, lo miró prendida en llamas, despeinada, llorosa, agónica y con un collar hecho de su impúdica ropa interior en lugar de lapislázuli.

—Sigo sin creerte —resolló Alebrije, doliente. Devolviéndole la mirada se empuñó la polla, segando parte de los cortinajes compuestos entonces de translúcidos fluidos. —Y por culpa de tu buen hacer, voy a seguir sin hacerlo —reprochó, retórico, adelantándose al gimoteo de Emma. «El que no sabe de amores, Llorona, no sabe lo que es martirio», canturreó para sus adentros. —Ahora, te vas a quedar justo así, quieta —ordenó envolviéndose la verga en el calor de la palma. —Yo me terminaré —dijo, consciente de lo mucho que aquello mortificaría a Emma, mas su desobediencia precisaba una justa sanción. A fin de cuentas, igual que el fierro que moldeaba insuflando vida a una estatua, la sumisión de ella precisaba lo mismo: paciencia, corrección a su debido tiempo y calor.

—No, por favor, Amo —balbuceó Emma, azorada. La zurda de él, grande y ajada, se trabajó la polla, jactándose de su lengua y de su sed. Lo observó, ella contempló la angostura de la piel tensándose y replegándose a lo largo y ancho de la verga, admiró el latir de las henchidas venas y el baile de las pelotas en el delicado saco escrotal. Inconsciente, se dentelleó el labio inferior, inquietándose en las rótulas. —Me portaré bien… —imploró, sabiéndose infructuosa. Atisbó la salida del primigenio caño de semen y se arrimó con la lengua fuera, un improvisado paraguas para la lechosa lluvia.

—¡Esto te pasa por desorejada[12]! —reprendió Alebrije, exprimiéndose. Su voz se enronqueció, tal cual si hubiera bebido aguardiente, y gimió, sajado por el doloroso y placentero filo del orgasmo. Echó la testa hacia atrás y la cabellera le acarició media espalda. La simiente bombardeó en torno a sus dedos, explotando como una piñata y compeliendo al xoloitzcuintle[13] tatuado en su vientre a ladrar.

«Mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa», tarareó la vocecita en su cabeza con el sentimiento de que de las espinas que recubrían los corazones tintados en la dermis de Alebrije brotaban flores conforme se desleía en su misma boca, asperjándole asimismo el rostro. Emma degustó el semen unido a sus lágrimas.

El blancuzco chaparreo cesó, poco a poco, recreándose hasta secarse.

—«Ay, de mí, Llorona[14]» —canturreó Alebrije al recobrar el hálito. Viró la cabeza y la miró con los alvéolos incendiados y el alma volviendo a hacerse sitio en el centro del pecho. Replegó la zurda de su menguante polla, la trasladó a la nevada cara de Emma y, con el dedo índice, cosechó la frescura de la última lágrima.

[1] Elemento indispensable en el conjunto de tradiciones mexicanas del Día de Muertos, consiste en un altar  en honor de los difuntos de la familia en el que se ofrecen alimentos, velas, flores y otros objetos relacionados con los fallecidos.
[2] Artesanía originaria de México hecha a base de papel maché, barro o madera, y pintada de colores vivos que representa un animal imaginario.
[3] Uno de los íconos más representativos de la cultura mexicana, creado por el caricaturista José Guadalupe Posada.
[4] Conocida también como «Santísima Muerte», entre otros títulos. Es una figura de culto de origen mexicano que personifica la muerte.
[5] Famosa celebración tradicional mexicana que tiene lugar entre los días 1 y 2 de noviembre.
[6] Mariachi se refiere tanto a un género de la música de México como al músico dedicado a este género.
[7] También conocida como «Flor de muerto», cuyo empleo en la popular festividad dicen que radica en la leyenda de Xóchitl y Huitzilin.
[8] Endulzante artesanal preparado a partir del jugo no destilado de la caña de azúcar.
[9] En este contexto: irritarse la boca debido al picante.
[10] (FR) ¡Viva Francia!
[11] Papel ornamental de origen mexicano empleado en festividades y que consiste en realizar agujeros que forman figuras las cuales se aprecian al estar el papel extendido.
[12] (MEX) Desorejado. Tonto, irresponsable y desobediente. 
[13] Raza canina casi sin pelo de origen mexicano
[14] Mítica canción popular mexicana.