Relatos eróticos

La intimidad de papel – Relato erótico

Querida compañera del silencio:

Hace ya tiempo que quería escribirle. Hoy, cedo a la tentación a la vez que a la ya desaparecida tradición de lo epistolar. Espero que sabrá perdonarme la audacia y la desvergüenza de esta declaración. Dejé esta nota doblada en dos en el libro que, creo, está estudiando, para asegurarme de que la encuentre. Sé que no me ha visto hacerlo. Me aseguré de ello cuando me acerqué a su mesa. Estaba absorta en la búsqueda de más manuscritos, allí, en los estantes.

Ya me estoy imaginando su expresión mientras me está leyendo. No tema, no la estoy espiando ahora mismo. Ya no estoy en la biblioteca. He huido como los ladrones, pero no por miedo en este caso, más bien por preservarnos.

Probablemente ya ha regresado a su mesa con muchos más libros pesados entre sus manos. Veo su mueca adorable, sus cejas fruncidas y ese labio que muerde  cuando está intrigada. Me la imagino partícipe de esta intimidad nueva entre nosotros, esta intimidad de papel, del verbo.

Me acuerdo de las primeras veces que la vi, hará unos cuantos meses atrás, creo. Cuando todavía era una desconocida para mí, cuando no sabía absolutamente nada de usted.

Primero, fue su pelo lo que me llamó la atención. Tiene un color tan peculiar, tan poco habitual que ni siquiera la iluminación verdosa de los neones de la biblioteca logró ocultar su brillo. Y, lo confieso, la primera pregunta que me hice sobre usted es si su color pelirrojo es natural. Me hace sonreír cuando lo pienso. ¡Cuántas preguntas me persiguen ahora! ¿Cómo se llama? ¿Tiene a alguien en su vida? ¿A qué sabe su boca cuando la besan? Me gustaría saberlo todo de usted, el aroma de su piel, las caricias que prefiere, el sabor de su cuerpo cuando la lengua dibuja sus contornos.

Pero ya me estoy yendo… No me conoce y soy consciente de que ninguna legitimación me autoriza a escribirle todo el deseo que me inspira. Sin embargo, lo haré. Y espero ver el rubor extenderse por sus mejillas, haciéndola aún más bella. Ya sabe que la estoy observando desde hace mucho tiempo.

Un día, nuestros ojos se cruzaron. Pero bajó muy rápidamente la mirada ante mi inquietante insistencia. Unos minutos después, volvió a mirarme cuando pensaba que yo ya había dejado de hacerlo. Se había sonrojado ligeramente y su falsa timidez solo la hacía más deseable. Hubo una segunda vez y entonces supe que estaba ofrecida a mi mirada y que podía explorarla por completo. Mis ojos se deslizaron sobre usted, fue una larga caricia, a lo largo de la curva de sus pechos, el hueco de su espalda, la redondez de sus nalgas, sus muslos, sus pantorrillas, incluso sus pies, que se movían rítmicamente debajo de la mesa.

Ese día, vestía vaqueros y bambas. No llevaba maquillaje, mechones de cabello se escapaban de un moño desordenado. Se movió un poco en su silla, tan incómoda como la mía. Intentó no mirarme más y fingir sumergirse en este poemario que nunca le abandona, Las Flores del Mal, de Baudelaire. Pero el poeta sabía, y yo también, que me deseaba.

Desde entonces, iba a la biblioteca con mayor frecuencia para encontrarla allí. No estaba nunca los fines de semana ni los lunes. Pero los demás días, siempre se encontraba en el mismo lugar, en la cuarta mesa, al fondo. Llegaba a la apertura, siempre puntual. Iba a pedir los libros que había reservado y, luego, se paseaba por los estantes y regresaba con algunos poetas y unos cuantos críticos literarios. Baudelaire tenía su preferencia, pero a veces se le unían otros.

Seguramente tenía clase los lunes; los demás días, estudiaba e investigaba. Era diligente en el trabajo, seria, siempre inclinada sobre sus libros o su portátil. Sus dedos sin anillos –lo había comprobado- corrían sobre el teclado, golpeando las teclas con demasiada fuerza. A veces, se detenía en busca de inspiración. Otras, disimuladamente, miraba a su vecino, el que la miraba demasiado, a su izquierda. Mi propia investigación no avanzaba mucho. Su presencia cerca de mí me fascinaba demasiado como para que mi trabajo no se resintiera. Eso sí, nuestra relación progresó bastante después del primer intercambio de miradas. No nos hablamos. No la invité a tomar un café. Nunca me saludó aunque siempre se encargó de comprobar que estaba ahí, a su lado. Quise prolongar estos primeros momentos, cuando el otro es todavía un misterio, una incógnita. Cuando desconocemos nuestros nombres respectivos.

Sabía que se sentía atraída por mí. La forma en que se vestía había cambiado. Ya llevaba a menudo falda corta. Ahora podía ver la delgadez de sus tobillos, la curva de sus pantorrillas. La falda llegaba escandalosamente a mitad de los muslos. Y me imaginé el resto.

En resumen, solo estaba pensando en usted. Sabía que lo sabía y empezó a jugar. Se manifestó como un repentino ataque de torpeza: como las grandes damas de antaño que perdían sus pañuelos, siempre se le caía un bolígrafo. Y acababa debajo de mi silla. Me levantaba, lo recogía y me daba las gracias, lacónica, sin abrir la boca. Estaba a su servicio, como el amante cortés que espera la buena voluntad de su dama.

Un día, mientras pasaba por detrás de mí, se le cayó un libro. Vestía una blusa esmeralda que resaltaba el rojo de su pelo y una falda negra corta. No tuve tiempo de agacharme para recogerlo. Ya lo había hecho y sus nalgas, al alcance de mis manos, parecían desafiarme. Me parece que hizo que el momento durara más de lo necesario: la tela de la falda se había estirado sobre sus curvas. Vi la parte superior de sus muslos, la marca de sus bragas y no sé lo que me tentaba más, si besar este trasero o pegarlo, para castigarla y amarla, querida provocadora. ¡Cómo la deseaba! Se levantó, libro en mano, y volvió a su silla. No me dijo nada pero sus ojos brillaban, sus mejillas estaban rojas y la vi sonreír, de repente, a la pantalla de su ordenador.

Desde entonces, lo confieso, sus nalgas han encendido mis sueños. Entre nosotros, es como jugar al gato y al ratón y no sé si es el gato, la presa o ambos a la vez. Sus provocaciones, mis miradas sinceras, las semanas que pasan, tan pocas palabras, tantos gestos. Creo que puede durar mucho tiempo.

Por eso me he parado aquí y he decidido escribirle. Me gustaría que nuestra biblioteca fuera un laberinto, para poder buscarla, entre las estanterías y los libros. Me imagino el momento en que la veo. No es consciente de mi presencia. Me da la espalda. Su mirada recorre los estantes. Estamos escondidos, solos, protegidos por los autores clásicos. Me acerco en silencio, hasta que finalmente puedo deslizar mis dedos por su cabello. No se da la vuelta; está esperando que le revele lo que es. Mi boca se pierde en el rojo de sus rizos, siento las ganas de morderla y amarla. Mis manos vagan, caricias, represalias, nuestras bocas tienen hambre. Quiero sus pechos, su culo, sus muslos. Le desabrocho el sujetador, le levanto la falda. Descubrirlo todo, volver al origen, al desnudo perdido. Su pecho traza un círculo en mi mano. Y mis dedos descienden, siguiendo los surcos de su piel, hasta encontrar la fuente, donde su aliento se corta, donde me hundo. La quiero toda, abierta, abundante. La penetro, nuestras manos se apoyan en las estanterías, los libros se derrumban.

Eso es con lo que suelo soñarla. Y ahora, le pido una tregua a nuestros juegos silenciosos. Tregua de fantasías, de miradas ardientes y abrazos soñados. Sé que no soy Baudelaire ni tampoco Victor Hugo. Pero, si no tiene ningún compromiso, y si lo leído hasta ahora no le ha disgustado, me encantaría invitarla a cenar la semana que viene. Y, tal vez, si las conversaciones se cruzan tan bien como nuestras miradas, nos abrazaremos y la poesía recuperará sus derechos.