Cierta emoción extraña me invade al recordar cómo me sentí la primera vez que te vi. Y puede sonar un poco exagerado si digo que aquella noche cambió para siempre mi vida. Pero así fue.
Te dejé pasar saliendo del pequeño ascensor. Yo volvía y tú te ibas. Eran aproximadamente las diez de la noche. Te dije, «Si me permite», y te aguanté la pesada puerta de metal que se cierra sola. Nuestros dedos se tocaron un instante. Me miraste, sonreíste, retiraste la mano y me diste las gracias. Así, pude escuchar tu voz, que es como una profunda melodía azul. Durante una fracción de segundos, mientras aguantaba la puerta, temí que te pudieras enfadar. «Ya no tenemos que dejar pasar a las mujeres. Es anticuado, machista y violento». Eso me dije. Pero no. Me sonreíste y moviste ligeramente la cabeza. Tenías una mirada disponible. No sé por qué no te tuteé.
Tenías pintalabios en un diente y quise decírtelo apuntando un dedo a mis labios, abriendo yo, esta vez, la boca, haciendo tímidas señales de sordomudo. Pero no me atreví. Y me quedé quieto mientras tu frágil vestido rozaba mi pierna y tu pelo dejaba ese perfume a violeta en el rellano.
Saliste rápida, vaporosa, engullida por la ciudad. Aquella que nunca sentí familiar pero que tú sí lograste domar. La puerta de la calle se quedó abierta invitándome a seguirte. Si me hubiese sentido valiente de repente, habría salido corriendo detrás de ti. Te habría parado cogiéndote del brazo, me habría arrodillado en la acera sucia y te habría abierto las piernas… bajado las medias y lamido delante de todos. Eso habría hecho.
«Un caballero nunca hace estas cosas», me dije. Bueno, en un primer momento, opté por apartar por completo de mi cabeza aquellas fantasías de tener un romance contigo. Y pensé que lo lograría. Pero reconozco que el deseo es una cosa muy singular.
Ahora, amo de mi existencia todas aquellas horas en las que te escucho, detrás de la pared de papel de tu apartamento. Los desgarros mentales de los si le hubiese dicho me desvelan, así que te escucho ir y venir, todas las noches, cuando vuelves tarde. Casi puedo oír cómo respiras. Te imagino toqueteando esa goma elástica negra que siempre llevas para salir a la calle. Te sueltas el pelo y te despeinas rápidamente delante del pequeño espejo del baño. Pasas los dedos por tu cabello y te rascas suavemente. Levantas las cejas, las contraes. Abres y cierras la boca. Arrugas la frente. Estás un poco decepcionada por aquella cita a ciegas. Lo están diciendo tus ojos. De todas formas, ya sabías que iba a acabar así.
Te pones el kimono de seda que te regalaron para Reyes tus compañeras de la oficina. Te viene un poco grande y no consigues que no se deslice por un hombro. Da igual. Tu control rutinario de noche se alarga. Casi todo el rímel que te habías puesto se ha quedado en el baño del antro donde follaste con este chico que conociste por Tinder. Te prometió sexo duro y bueno, un torso liso y joven, y sacudidas sostenidas. Te penetró de pie, agachada contra el lavabo y te manoseó torpemente los pechos. Te corriste a duras penas, pero lo conseguiste.
Oigo tus pasos, abres y cierras los cajones. Alcanzas la cama. Te quitas el kimono y tu pubis negro aparece de golpe en mi imaginario. Un tupé suave y rebelde que te niegas a depilar. Esa pelusa que protege tu vulva de la mirada de tus malditas citas de app que acaban en baños con grafitis y puertas que no entornan. Empiezas a tocarte para quitarte esta tensión que te suele acompañar todas las noches y no sabes por qué. Es eso o recurrir a las benzodiacepinas que tanto te ha costado dejar. Tu coño está húmedo y casi lo puedo oler desde aquí. Sigo, los ojos cerrados, la danza silenciosa de tus dedos que retuerce tu cuerpo. Tu coño tiene el ruido del mar. Estas imágenes de ti me seducen y perturban. Aguanto mi respiración y araño el silencio con mi polla erguida. Tenso todo mi cuerpo hasta que tus gemidos calientes me queman el rostro. No suelo tardar mucho en acompañarte para que nuestras aguas turbulentas se mueran a la vez en las bajeras de nuestros colchones viejos.
Eres la revelación de una verdad esencial en la vida de un hombre como yo. Porque te volviste el centro de mi mundo, el mundo de un tipo sin sombras ni historia. Salvo la que escribes tú. Desde aquella noche, el umbral del ascensor es nuestro lugar de citas, el momento del encuentro, un refugio para vivir.
Si un día tuve dudas, ahora entiendo para qué sirve tener un corazón.