Relatos eróticos

Tú eres la única que me entiende… – Relato erótico

Disfruta con el humor ácido de Valérie Tasso en este relato erótico, sobre las confesiones y el kiki de un hombre maduro y su psicóloga.

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Relatos eróticos

Tú eres la única que me entiende… – Relato erótico

Tengo cuarenta y dos años y, como ve, físicamente, estoy genial. Económicamente, podría decirse que mi posición es algo más que acomodada; soy el dueño de una empresa familiar que heredé de mis padres y que, desde hace varias décadas, es líder en el sector. Tengo varias propiedades  inmobiliarias, dos aquí mismo, en la ciudad, una en la costa y otra en Roma… me gusta escaparme siempre que puedo a Italia, sí. También tengo otros caprichos, ya sabe, me gusta conducir y notar la velocidad, ser libre… Poseo varios bólidos, caros y tal, pero eso es lo de menos; hay uno en particular, un Lotus Esprit del 74, por el que siento especial devoción. Es mi niño mimado.

La terapeuta le observa fijamente desde el otro lado de la mesa, dando la sensación de captar todos los detalles que emergen más allá de sus palabras. Es como si su mirada le traspasara… Cada cierto tiempo, él no puede evitar agitar su muñeca, en un gesto con el que expone su lujoso reloj a la vista de su fiel interlocutora, casi por encima de la manga de la camisa. Quizá, un ademán que fallidamente oculta el malestar que le produce sentirse observado con tanta atención. Carraspea involuntariamente y continúa.

Verá, si puedo serle franco, nunca me ha faltado compañía en la cama. Las mujeres se sienten fuertemente atraídas por mí y de una manera casi inmediata. Luego, bueno, pues ya sabe, que si recogerlas con el deportivo, que si cenar en el local de moda, que si llevármelas al dúplex… Lo cierto es que podría decirse que tengo toda la compañía que deseo y, en ocasiones, más de la que me apetece.

La terapeuta permanece impasible. El paciente yergue la espalda y se inclina un poco hacia adelante en señal de dominio. No hay duda de que empieza a sentirse, más que cómodo, encantado con el tema de la conversación. Prosigue en tono menos dubitativo.

Además, dicen que soy un amante excelente. Debo confesarle que no estoy mal dotado, a mi «miembro» me refiero, y que nunca he tenido una de esas gilipolleces de gatillazos o de correrme antes de tiempo, ya sabe. También sé ser generoso con las mujeres y decirles toda esa sarta de tonterías que tanto les gustan… y mandar, sé mandar, porque no se vaya a creer que a las mujeres, pese a todas esas pamplinas que se dicen por ahí, no les gusta que les manden… quizá no sea tan guapo como el Grey ese… pero bueno, por resumir, yo a este le podría enseñar un par de cosillas.

La terapeuta mantiene fija la mirada sin manifestar expresión alguna. La hoja que tiene delante, para anotar cualquier punto relevante sobre su paciente, sigue en blanco. Él lo ha notado; se inclina un tanto hacia adelante y posa los dos codos sobre la mesa, para sincerarse con ella.

El problema… verá… mi problema es que, de verdad, ninguna de ellas me escucha. Parece que sí, que se interesan por mí, pero sé perfectamente que, en lo más hondo, en lo más profundo de esos corazones de piedra, no les intereso lo más mínimo. No me quieren. Cuando intento darle continuidad a una relación, me desprecian… Que si soy narcisista, que si solo soy un estúpido engreído… Ninguna me quiere. Ninguna… salvo usted. Puedo verlo en sus ojos húmedos y chispeantes.

La terapeuta sigue sin mover un músculo, mientras él continúa hablando.

Y sé, porque yo entiendo a las mujeres, que usted siente algo por mí… mucho más que una simple relación médico-paciente. Usted me escucha, se interesa por mí de verdad. Lo veo. Veo que me comprende, sabe que el problema no es mío, que es de todas esas estúpidas incapaces de valorarme en lo que hago… Y es por eso que voy a besarla.

La terapeuta se mantiene impertérrita sobre la silla, mientras el paciente se acerca y posa sus labios sobre los suyos. Desde esa corta distancia le sigue hablando.

Y ahora te voy a hacer gozar como nadie te ha hecho gozar, mala perra.

Mientras, la terapeuta permanece quieta, fosilizada, como si eso no fuera con ella. Imperturbable, no solo no le recrimina nada, sino que le observa, pendiente de cada gesto. Él se desabrocha el pantalón, saca su falo erecto, levanta su falda y, con un movimiento contundente, introduce su pene en el hueco de la entrepierna. Apenas tres embestidas más tarde, el paciente lanza un aullido exagerado y, sin retirarse, eyacula dentro. Todavía jadeante, se acerca al oído de la terapeuta, que permanece con la mirada fija.

Ya sabía, zorra, que tú tampoco podrías resistirte a mis encantos.

Dicho esto, vuelve a abrocharse los pantalones, ajusta el nudo de su corbata, lleva las manos sobre el cabello para peinarse hacia atrás, recoloca el ostentoso reloj sobre su muñeca y se acerca a la terapeuta. Le pasa la mano tras la espalda, localiza el tapón, tira de él, y, en pocos segundos, la muñeca se desinfla hasta que de ella solo queda una superficie de plástico arrugado, en la que pueden observarse unos profundos ojos que miran hacia el infinito. Después, dobla con cuidado la muñeca, procurando vaciar todo el aire que queda dentro, y la coloca sobre la mesa. Observa la escalera que desciende al piso de abajo del lujoso dúplex, e intentando retener el profundo vacío que le invade, dice con voz entrecortada:

Tú eres la única que me entiende.