No te pierdas esta historia BDSM de Rafa de la Rosa.
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Luces y sombras
Las sombras y las luces jugaban en la habitación. Dibujaban sobre tu cuerpo formas que recorrían el puente recto de tu nariz, el ángulo perfecto de tu barbilla. Cuando te acercaste, las luces juguetearon en tu pecho, en tu abdomen marcado, en el cuero que recubría tus caderas y se extendía hacia las piernas, dejando libre tu erección palpitante.
La fusta se clavó de nuevo en mis nalgas, mientras abría los ojos, cargados de excitación.
—Por favor —imploré, y tú entendiste mis palabras pues agitaste la mano tan rápido que no vi el cuero restallar en el aire, solo el latigazo sobre mí.
Curvé la espalda, alejándome tanto como me permitían las esposas, que me mantenían colgado con las manos sobre la cabeza.
—Por favor —repetí.
—Cállate.
Tu voz era otro latigazo que me agitaba por dentro.
—Por f…
—He dicho que te calles —insististe, pegando tu cuerpo al mío. Cogiste mi mandíbula para cubrirme la boca con tus grandes manos. Vi mi mirada asustada, implorante, reflejada en las luces y las sombras que anidaban en tus ojos. Clavaste tu codo en la parte baja de mi espalda, curvándola, mientras mantenías mi boca tapada.
Un nuevo golpe de la fusta, más bajo, rozando mis testículos… Un dolor eléctrico y gratificante recorrió mi cuerpo. Aspiré el olor penetrante de tu sudor y contuve un gemido contra tu palma cuando volviste a azotarme.
Con la mano fija en mi mandíbula, me giraste. Obligado a mirar el reflejo oscuro de ti, de nosotros, vi el calor monocromático, sentí la fiebre del negro de nuestros cuerpos sobre la pared. Mis piernas temblaron. La estabilidad era un difícil equilibrio, apenas mantenido por las esposas que me sostenían en el aire, con el pecho perlado de sudor y la espalda curvada. Siempre expuesto hacia ti.
Introdujiste dos dedos por la comisura de mis labios, abriendo mi boca. Y, al tiempo que clavabas la mirada en mi nuca, también lo hacía tu erección en mi interior. Sin preparativos, sin dudarlo un instante, con firmeza.
De mi garganta escapó un grito acallado por tus dedos.
—¿Has hablado?
Yo negué con la cabeza, consciente del glande palpitante enterrado entre mis piernas.
—Eso me había parecido —añadiste, con la voz ronca.
Seguiste introduciéndote en mí, centímetro a centímetro, con los labios apretados. Las luces y las sombras de la habitación confabularon para dejarme ver el instante mismo en el que pegabas por completo tu abdomen a mis nalgas, y lo que faltaba en mí, de un tirón se amalgamaba. Una tortura visual, un paraíso doloroso. El cuero de tu ropa pegado a la piel sensible de mi cuerpo.
Tu mano derecha agarró con fuerza mi nalga, dejando sombras blancas allí donde tus dedos profanaban la luz oscura de mi piel. Sentí cómo te clavabas con garras que me asían… Que me poseían, que me sometían. Y yo me entregué en cada embestida, en cada azote sobre la piel enrojecida, en cada dedo que introducías… hasta casi mi garganta.
Me agarré a la barra sobre la que pendían las esposas, apretando con fuerza para liberar a través de mis dedos el gemido que no podía, que no me permitías, gritar con la garganta. El borde de la fusta, lacerante y amenazador, recorrió mis vértebras una a una, desde la nuca hasta el lugar por el que te introducías en mí, y restalló con fuerza.
El gemido estalló contra el interior de mis labios cerrados. Esperé la recriminación por tu parte, pero el castigo llegó en las palabras del cuero, el lenguaje del latigazo, cada uno más fuerte que el anterior. Gemí de nuevo sin poder evitarlo y tu cuerpo entero se enfrentó a mí. Pude distinguir la sombra de la fusta en la pared una última vez, mientras aumentabas el ritmo frenético de tus caderas y marcabas tu mano en mi piel.