Sin sentido del olfato, no se tendría gusto. Saber lo que a uno le gusta no suele ser muy complejo, pero discernir el porqué en muchas ocasiones es increíblemente complicado, sobre todo, si a uno le siguen pesando las violencias de su historia. Este es un relato que habla sobre la liberación de aquellas, de identificar el gusto, de comprender el placer sexual.
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Los olores de una metamorfosis
«Je suis maintenant le papillon que j’avais rêvé être… Libre et heureux. Libre, mais éphémère. Libre, en fin de compte».
«Ahora soy la mariposa que soñé ser… Libre y feliz. Libre pero efímera. Libre, al fin y al cabo».
Valérie Tasso
Me llamo P., pero mis amigos prefieren dirigirse a mí con el apodo de «Pierre le fou», porque conocen bien mi propensión a no conformarme en la vida en general, y en el sexo en particular.
Demasiado a menudo, sueño con el único chico al que amé, un chico que conocí en el polideportivo de mi pueblo. Un chico atlético, mayor de edad, de pelo despeinado y barba escasa, y lo suficientemente fuerte como para hacerme sentir vulnerable.
Desde que se fue, soy una larva soñolienta esperando pacientemente el turno de mi completa metamorfosis, debajo de uno de los puentes de París. Bajo la luz tenue de las farolas que albergan tantos insectos cegados se oye un alboroto constante e infernal. Al menos, el zumbido amortigua los gemidos de un ritual sexual no exento de controversia en el mundo gay. Hace meses que voy a estas orgías de medianoche al borde del Sena. Pero hasta ahora solo había estado mirando…
Un chico está tendido sobre la grava mientras tres hombres frotan sus pollas contra su rostro hasta impedirle respirar. Miro sin esconderme. Porque busco la violencia y el arrebato. Mientras los contemplo, me invade una angustia sorda. Pero prefiero sufrir así e imaginarme a mi amor perdido. Unos olores fuertes, violentos y contrastados invaden el ambiente ya de por sí sórdido. Me remiten a este amor de juventud que me llevaba a menudo a los baños del polideportivo. Vuelvo a percibir aquel olor punzante a piel tierna y sudor que emanaba de su cuerpo. Los baños apestaban a orina y desinfectante. Hoy en día, el olor a hombres y semen siempre evoca para mí la lejía mezclada con la orina esparcida en el suelo, los azulejos sucios y descascarados, el óxido, los pestillos rotos y los mensajes guarros a medio borrar que decoraban las puertas. El típico olor a baños de mala suerte. Al principio, solo le acogía en mi boca. Poco a poco, fuimos a más. Sin embargo, nunca quiso ofrecerme sus nalgas estrechas. Y me dejé hacer, complaciente. Me dolió, sí, pero luego, cuando empecé a correrme, fue un placer desgarrador e inesperado.
De la boca de estos tres hombres brota saliva espesa que se cae en las piedras. Las bestias siempre salen de noche… Veo claramente el azul profundo y sudado del rostro del chico tendido y sus labios morados, cubiertos de espuma blanca. Restos de babas de los invasores de su cara. Su cuerpo fornido parece ocultar pocas sorpresas. Goza con la boca totalmente abierta, un agujero negro, como su culo. Y su piel tiene un olor dulzón desde lejos y vagamente nauseabundo que me vuelve loco. Espero -un poco nervioso- pasar al otro lado, a aquel lugar que conocen bien los inocentes, este sitio del que nunca se vuelve. Tendido en la grava. Como él. La polla dura.
¿Cómo describir estas sensaciones a quienes no las han conocido? Al principio, cuando entra, puede resultar arduo, sobre todo si está un poco seco y se hace sin contemplaciones. Pero una vez dentro… La espalda se arquea y esta impresión de que un flujo ardiendo de lava volcánica llene la pelvis, suba lentamente por la médula para secuestrar la cabeza y borrar todo atisbo de recuerdos es lo mejor que he conocido nunca.
Siempre me han gustado los chicos. La primera vez, recuerdo que de repente el gruñido soberano de su voz tuvo en mí un efecto curioso. Algo pasó, algo irremediable; el amor, inevitable, agridulce hasta la muerte no me dejó pensar en otra cosa. Sigue siendo así ahora. Pero no sucedió de forma inmediata. Luego, un placer ilimitado llenó el principio de mi vida adulta. Y ese fue el final de todo lo feo. Todo en nosotros se volvió retorcido y pervertido. Todo en nosotros se volvió hermosamente sucio y sublime.
Un día, mis padres nos sorprendieron. Hubo escenas interminables, gritos, llantos. A mi madre se le escapó una bofetada. No lloré. No quise darle esta satisfacción. Y luego, decidieron enviarme a un internado muy estricto donde me obligaban a pasar horas, todos los días, arrodillado sobre los gélidos adoquines de la pequeña capilla. Mi penitencia no se acababa aquí. Por las noches, unos chicos mayores que yo venían a molestarme. Se sentaban en el borde de mi cama. Siempre a la misma hora. Me manoseaban hasta que les diera patadas, quejándome y gritando. Me negaba a someterme. Sin embargo, eso mismo acrecentó mis ganas por los cuerpos viriles, la belleza de los músculos marcados y la sordidez de los encuentros olorosos. Con desconocidos.
Confieso que había tratado de amar a las chicas. Oh sí, lo había intentado muchas veces. Pero en vano. Y eso que me había aplicado seriamente en ello. Cuantas veces me he imaginado agarrar sus pechos pequeños y blancos con mis dientes, frotando mi polla contra sus coños… Mordisquear esos pezones provocadores. Pero jamás pude hacerlo. Nunca conseguí empalmarme pensando en coños. Y además, siempre tuve mis dudas sobre el gusto de las chicas por el sexo anal y su poca comprensión del placer intelectual que representa.
Es mi turno. Los tres desconocidos me levantan la camiseta, desabrochan mis pantalones. Uno acaricia con un dedo los pelos que rodean mi pezón derecho y se pone a lamerlo. Los otros dos me escupen en la polla y la engullen por turnos. Siento que no voy a poder durar mucho tiempo. Uno levanta mi cabeza y me aprieta con fuerza las mejillas como quien riñe a un niño pequeño. Me pide que babee para él. Me dispongo a hacer burbujas con la saliva que se vuelve cada vez más abundante en mi boca. Rápidamente, dos de ellos me dan la vuelta. Me apoyan contra una pared del puente, tan fría como los adoquines de aquella pequeña capilla del internado del que un día me escapé. El veneno no tarda nada en entrar en mí, mientras dos me sujetan la cadera. Huele a algo amargo esta vez, a saliva nicotinizada y a suelo alquitranado. Un suelo desde el que despegar.
Volando alrededor de las farolas, como todos los demás. Indiferenciado. Por fin.