Relatos gay

Inmortalità (II) – Relato gay

Disfruta el desenlace de esta excitante y bella historia, que se desarrolla en la Florencia del siglo XV.

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Relatos gay

Inmortalità (II)

Michele se relamió y ronroneó mientras a Piero le faltaba aullar. Acatando la petición de este, giró y se inclinó en la mesa, buscándose sitio al estirarse. Alejó los pies y aupó el trasero, redondeado como un veraniego melocotón.

—No seas gentil —rogó, escuchando la disconformidad de las ropas del maestro. Lástima que su postura no le concediera la posibilidad de admirar la férrea estructura de los brazos de Piero por debajo de la camisa al retirarse el chaquetón. Las horas acumuladas a lo largo de los años cincelando piedra, en combinación con la pintura, habían hecho mella en su cuerpo, definiendo músculos y muescando cicatrices.

—Concédenos una pizca de temple —pidió Piero, más caliente que el horno de la orfebrería allá en la bocacalle. Se despojó de la ropa de caderas hacia abajo, se remangó la larga camisa y pasó los castigados reversos de las manos por los flancos de Michele hasta arribarle a los cachetes—. Unas migajas… —insistió, separándole las pompas para exponer el estrecho y sonrosado ano.

—No —protestó Michele, creador de la extensión del puente Vecchio que partía desde su lloroso glande al suelo. Las ansias le soplaban en el torrente sanguíneo, plagado de navíos prendidos como ascuas. Dudando entre si le excitaba más notar la cercanía de la engrosada polla de Piero, dura cual mazo, o vérsela, gimoteó—. Te quiero ahora mismo dentro de mí. —Bronco, implacable, posesivo, así lo ansiaba, al contrario de paciente y amoroso, como este habituaba a ser en tales momentos.

Piero vaciló; Michele estaba ceñido al igual que la cabeza de la aguja de un alfiler, y él, duro como para clavarlo en la pared. Alargó un brazo y, a tientas, escudriñó entre los diversos botellines de aceites y untos, golpeando sin querer un contenedor de tiza roja, cuyo polvillo se esparció por la mesa, se alzó y quedó suspendido en el aire—. Michele… —entonó por segunda vez el nombre de este en lo que iba de noche cuando él meneó las posaderas, tentándolo. Aprisa, destapó el botellín con los dientes, escupió el corcho y decantó el recipiente para liberar aceite de lavanda en su verga y esparcir otro tanto en la entrada del muchacho. Se empuñó la aguzada polla, peligrosa, tildada de Pazzi[1] y, desterrando la ampolla, se empujó contra el anillado surco.

Michele venció la testa hacia delante, reclinando la frente en la madera, y atrancó los párpados. Su cerradura prestó resistencia, angosta para tanta llave.

—Sigue… —imploró con Piero avanzando, impeliéndose en sus adentros.  Embebido del contradictorio doloroso placer, jadeó y hendió las uñas en el mueble, astillándolo y manchándose de enrojecido polvo—. Hasta lo más profundo de mí —dijo, mentando impío y entre dientes al Todopoderoso cuando Piero se hundió en lo abisal de su culo.

La gualda tiara cayó al suelo, tarareando al brincar…

Si alguien irrumpiera en el taller, la acusación que había pesado sobre él, tachándolo de florenzer,[2] estaría más que sustentada, ya no evidencias, sino en hechos y, para más inri, consumados. Piero arremetió en el apretado recoveco, compeliéndolo a ceder a su paso. Rezongó, cuadrando las mandíbulas al alojar la mitad de la polla en el canal. Se agarró a las aristas de la cintura del chico y pujó, pujó…, soterrándose hasta las mismísimas bolas. Aturdido, ahorcado por la constricción, remontó las manos a los hombros de Michele, y de ellos a su semblante; se lo volvió a un lado a la vez que él apegaba el torso a la erizada espalda de este.

Lágrimas pasionarias brotaron de los ojos de Michele y le pendieron a continuación de las pestañas. El frenesí le tarascaba el vientre, babeándole por la verga.

—Lléname —demandó, con el alma amenazando con salirse de la jaula que suponía su cuerpo, afín a un pájaro cantor—. Y… y ahora, móntame —exhaló, empalado. El maestro se hallaba tan dentro de él que lo sentía próximo al músculo bombeante anclado en el pecho. Enarboló la cabeza y entornó los párpados, viendo borrosas las imágenes de prueba de los vivos frescos pintados en las paredes y anubarrados por el sinuoso humo de las velas.

—Aguarda, amor —murmuró Piero respirando el hálito de Michele. Le besó el acentuado arco de los labios, un rasgo único e inusual que el chico tenía y que hacía inolvidable la forma de su boca. Aguantándole la cara por el mentón, lo besó, bifurcando la otra mano por el cuerpecillo de este para recuperar la polla. La acarició, llenándose los dedos de rocío—. Necesitas hacerte a mí —susurró masturbándolo, varado en sus adentros.

—Nací hecho para ti —gimió Michele, aferrándose con una mano a la mesa y con su hermana en un muslo de Piero, danzando a la par con las caderas de delante hacia atrás, enloqueciéndole la sensible próstata entretanto el maestro lo complacía, afanándole fluidos libidinosos.

Piero, espoleado por la declaración de Michele y su bendito trasero que lo estrujaba, instauró los primeros embates. Cortos, espaciados y mudando a largos y contundentes, competidores del vigor de un caballo encabritado (y tan a la moda en cuanto al movimiento artístico).  El calor del muchacho le cocía el lácteo contenido de las pelotas. Desgastado, se amparó en el hueco del cuello de Piero sin frenar la ferocidad de la monta.

El aroma a lavanda, transpiración y sexo enarboló en el ambiente musicalizado por el clap-clap del choque de testículos, el del chorreo de la presimiente y el coro de incontenidos gemidos…

Michele explosionó de dentro hacia afuera, escandaloso como un arcabuz. Caños de semen piruetearon entre la mano de Piero, la mesa, el suelo y hasta parte de las patas del caballete.

—Cólmame de ti —suplicó, enfebrecido (literalmente) y nevando leche en una cellisca bautizada de orgasmo.

Piero perseveró, embistiéndolo aun cuando el joven había sucumbido al clímax; lo sostuvo contra sí, martilleando en su recto una y otra vez, asestándole tales vergazos que el hermoso cuerpo de este se sacudió y la polla le coleó, azuzada por la dominante mano. Regueros de sudor lamieron la baja espalda de Piero  y le mojaron la barba. —Que me perdone Dios por saberte mi epifanía —resolló, instantes previos a correrse, perdiéndose en el placer. Abrazó a Michele, recostándolo en la mesa sin salir de su interior y, todavía tiroteando nívea semilla, se percató de que la temperatura del chico no era normal. Con los labios se la tomó en la sien y frunció el perlado ceño—. Estás ardiendo… —comentó en un resuello.

—Ardo por ti —musitó Michele, extasiado pese a la fiebre. Lo único que deseaba, lo único que en verdad quería era persistir ahí, con él morándole dentro, tan enfrascado en la pasión que era ajeno a cualquier mal, a cualquier dolor…

***

Palacio Medici-Riccardi, pasada la medianoche del 24 de diciembre de 1482

Sobre la pieza en el caballete colgaba lánguida una tela opaca. La luz lunera, de un argento mortecino, se colaba por la cristalera de la gran sala, escalfada por el rugiente hogar.

—Aquí estás —habló Lorenzo, haciendo acto de presencia ataviado con las ropas propias de haber acudido a la misa vespertina de la Vigilia de Navidad. Dadas las horas y fechas, no atendería a nadie que no fuese a un no anunciado Piero di Vernazza. Ubicándose a medio metro del caballete cruzó los brazos tras de sí, reparando en la cantidad de cabellos canos que habían desteñido la negrura de los correligionarios en la cabeza del maese, y en su, por entonces, desaliñada barba; y también del extravío del vigor físico que este siempre había desprendido.

—Su Excelencia —saludó Piero; tiró de la tela y reveló lo oculto. Él no era hombre de protocolos, se había personado sin aviso y con el cometido de entregar lo prometido. Un perpetuo invierno se había establecido en él al serle arrebatada la primavera; comía por necesidad, respiraba y dormía por la misma, restándole tan solo la existencia que dedicaba al arte. Recogió el paño en el regazo y esperó a la reacción de aquel al que apodaban El Magnífico…

Helios vivía en la plancha de madera de álamo en un despliegue de fulgor que hacía contener el aliento o, por el contrario, lagrimear de dicha al rubricar el culmen de la perfección en cuanto a los cánones de belleza clásica y los mitos homoeróticos grecolatinos. Las hebras entrevenadas en la tiara brindaban la sensación de poder ser tocadas, y gozada la suavidad de los claros cabellos; las esquinas de la boca mostraban una sonrisa sempiterna junto a un punto de luz justo en el arco de los labios. Los corceles tirando del carro galopaban directos a la eternidad…

Lorenzo desplomó los brazos y se aproximó a la pieza en un pertinaz parpadeo. Sobrecogido y enmudecido por la misma, se quedó ante ella, contemplándola.

—¿Y bien, Su Excelencia? —carraspeó Piero a no más tardar. El monto económico de las joyas que Lorenzo portaba no valdrían todas las lágrimas vertidas por sus ojos, cuantiosas como para hilvanar collares y desgastar diamantes. A expensas del transcurrir del tiempo, rememoraba con exactitud la sangre expectorada con la tos que manchaba la boca de Michele, los malditos crepúsculos enfebrecidos y los calvarios que le roían las juntas de los huesos y, por descontado, el sonido del último aliento, idéntico al aleteo de un ave levantando el vuelo. Y desde que este comenzó a enfriarse en el acunar de sus brazos, vacuo de ánima y preso de una tisis que a él no le había contagiado, supo que precisaba atesorarlo por medio de la pintura.

—Después de todo, Maestro di Vernazza… —se pronunció Lorenzo, encarándolo. Arrobado por el cuadro y con el corazón encogido como amante y poeta que penaba lo suyo, y bien lo sabía Lucrezia Donati, no alcanzaba a entender cuál era el dolor que sentía Piero; sin embargo, estaba convencido de que el mismo había sido conductor de semejante proeza pictórica—. Lo habéis hecho inmortal.

[1] La familia Pazzi conspiró para asesinar a Lorenzo y Juliano de Médici el domingo 26 de abril de 1478, y durante la misa solemne en la basílica catedral metropolitana de Santa Maria del Fiore, Juliano de Médici falleció tras ser apuñalado en repetidas ocasiones, y Lorenzo logró escapar con heridas serias.
[2] (AL) Florentino: término que por entonces se empleaba en Alemania para indicar a un sodomita.