Relato erótico

Fr-an-ck – Relato erótico

Disfruta este excelente relato de Valérie, donde la imborrable memoria del sexo liberado desencadena una obsesión impenitente.

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Relato erótico

Fr-an-ck

Ahora que me siento con fuerzas, dejadme contaros lo que sucedió. Todavía oigo los latidos de mi corazón ensordecerme… Un día, escribiré un libro sobre mí. Quizá os interese.

El título del libro sería corto: Franck. Como este relato. No se me ocurrió nada mejor porque este nombre, todo lo contiene. Un amor que, ingenua de mí, se hizo omnipresente. Incluso cuando nos separamos, después de llevar un año juntos. Sobre todo cuando nos separamos. Su ausencia fue la mayor manera de tenerle cerca. De invadir mi cama, de noche; mis paseos por los parques de árboles frondosos, por la tarde; las lágrimas que brotaban incluso cuando no estaba triste, algunas mañanas.

Franck y yo nos conocimos en el primer año de la universidad. Y llenó inmediatamente mis noches, mis tardes y mis mañanas. Tampoco nos preguntamos nada. Fue tal el flechazo que no concebimos en ningún momento hablar de si lo estábamos haciendo bien o no. Recuerdo llegar a clase, todavía dormida y con el olor y la textura de su semen en mi coño y en mi culo. Un secreto bien guardado. A veces, ni íbamos a la facultad. Preferíamos la escuela de la vida, entre su perfume suave en mi cuello, mi sudor que le empapaba y su peso entero encima de mí. Un peso que, a veces, sigo percibiendo cuando me despierto por las noches. Le encantaba aplastarme. Se sentaba encima de mi cara y era como un peso muerto, mientras le lamía. Adoraba esta mezcla erótica de ahogamiento.

Cuando no estaba conmigo, yo jugaba a hacer matemáticas con su nombre. Agrupaba las letras en paquetes de dos… de tres. FR-AN-CK. FRA-NCK. Su nombre y las letras formaban un seis. Nombre par. Simetría perfecta. Era fácil. Por él, empecé a tener TOC. No conseguía parar esta obsesión de crear fórmulas pares con las letras. Y empecé a hacer lo mismo con todas las palabras que leía.

Un día, después de muchos años de no saber nada de él, de recordar sus caricias pero de borrar poco a poco su rostro en mi memoria, le volví a encontrar. En una app para ligar. Si bien al principio me daba vergüenza recurrir a una herramienta así para echar un polvo, luego bendije todo lo virtual. Obviamente, no se «anunciaba» con su nombre auténtico. No me importó. Yo también había mentido sobre unas cuantas cosas en mi perfil. Y vi la posibilidad de tener una segunda oportunidad. Había cambiado, eso sí. Ahora llevaba una barba de tres días arregladísima y unas gafas de pasta que le daban un aire más formal que nunca. Mi deseo se despertó enseguida al imaginarme a Franck chupándome con esta barba rasposa. Anhelé de inmediato saber cómo iba a gestionar el placer con las molestias de la irritación. Y luego, cómo le iba a succionar la barbilla, que se había vuelto grisácea, para llenarme yo de mis propios fluidos. Con él, nunca había habido tabú.

Franck había elegido para su perfil un nombre común: Antonio. Para pasar desapercibido. Yo no había cambiado el mío pero sí me había inventado una serie de intereses a los que jamás me había acercado. Cuestión de llamar la atención.

Se da la vuelta, llevándose una mano a la nuca en un gesto que leo como signo de nerviosismo. Tiene las mejillas un tanto hundidas y sus ojos brillan a pesar del cansancio que consigo percibir en su rostro. Se acerca a mí a paso lento. Luego, me diría que me había reconocido enseguida por haberle indicado cómo iba a ir vestida pero también porque se había sentido atraído enseguida por el rojo que me subía por las mejillas. Que estos tonos ya no coloreaban los rostros en estos tiempos. Que la vida había cambiado a las personas y que, al verme, sintió también una ternura indescriptible.

Cuando estuvo cerca, noté cómo su olor y su sudor estaban todavía dentro de mí. Jamás me habían abandonado.

Nos quedamos inmóviles, como dos mantis religiosas, observándose, sin saber quién se comerá a quién. Alrededor de nosotros todo va demasiado rápido, demasiada gente, demasiados codos que nos empujan, demasiados ruidos y griterío que me impiden sentir el latido de mi corazón, que suele subir hasta las sienes. Dejo de ver su rostro que se ha nublado a mis ojos. Solo quedan los dibujos de su camiseta que se vuelven muy nítidos. Creo que siento su alma.

El café que nos tomamos en aquel bar es demasiado amargo. Lo aparto y él me pregunta si me pasa algo. Sigo sin mirarle a los ojos, solo redibujo los contornos de su camiseta. Cambio el sentido del estampado. Le pongo otros colores. Una y otra vez. Como solía hacer con su nombre. Me tiende la mano y cuando entrelazo mis dedos entre los suyos, los aprieta con fuerza. Me quema. Todo me quema, su palma, su sonrisa cuando estira un brazo en el aire para desperezarse. «¿Te hago daño?», me pregunta de repente. «Sí… No… Bueno, no importa», le contesto. Y lo pienso de verdad. No importa.

Te reencuentro, Franck, en esta primera noche madrileña, al cabo de tantísimos años. ¿Te seguiré gustando? Un día me dijiste que me amarías para siempre. Aun siendo una viejita decrépita. Que harías el amor a mis pliegues flácidos. Me sonríes y me observas. Dices que no parezco de mi edad. Pero eso tampoco importa. No hablamos mucho. Supongo que estamos más interesados en reconocernos. Tantos años. No rememoramos el pasado. ¿Para qué? La gente común suele hacerlo. No soporta el silencio. Pero nosotros no somos personas del montón. Ni siquiera pronunciamos nuestros nombres.

Te sientas encima de mí, en esta cama de colchón duro. Pesas más que antaño. Al menos, esa es la sensación que tengo. Abrazas mi pelo largo y lo recoges en una coleta. La agarras bien. Mientras tiras un poco de ella, te ríes, me sueltas un «El mundo está completamente loco» y, acto seguido, acercando tu mirada a la mía, «Y tú también estás un poco loca, por eso me gustas». Todo alrededor adquiere un color blanco. Como si nuestras cabezas estuvieran en una nube baja. Me abrazas y me abrasas cuando tu polla entra suave en mí. Luego, la sacas. No ha sido nada, un momento, y te vuelves a sentar en mi estómago. Sabes que tengo que respirar más profundamente para aguantar tu peso. Tu cuerpo sube y baja ligeramente cada vez que inspiro y espiro. Siento tu culo huesudo pincharme. Dos chinchetas perversas. Aparece en mi recuerdo aquella pizarra de corcho en la que colgábamos cosas. Postales, fotos. Cada mes, las chinchetas cambiaban de color.

Grito porque acabas de entrar en mí, nuevamente, pero esta vez con más fuerza. Y te quedas así, inmóvil. Tu polla no se mueve. Quieres que mi coño se amolde a ella. El tiempo que haga falta. Mis piernas empiezan a temblar y, con tus manos, las agarras fuerte y las paras en seco. Nunca he conseguido domesticar tus arrebatos en el sexo. Tú, sí.

Sales nuevamente. Tu boca solo dibuja una sonrisa en el lado derecho. Como un Joker partido por la mitad. Lo que hubiese dado todos estos años por volver a ver este lado malicioso. Solo con imaginármelo, humedezco más y tu polla sale de mí sin querer. Brilla. Me coges en brazos y me llevas al sofá. Te enciendes un cigarro y el humo centellea debajo de la lámpara de pie. Te inclinas sobre mí y tu olor, tu aliento a tabaco negro, me embriagan. Me susurras palabras dulces. Me hipnotizas como una serpiente. Parece que me vas a engullir en cualquier momento, como a un ratón cualquiera. Y te vuelves a sentar encima de mí, la polla erguida entre mis pechos. Repites «¿Peso mucho?». «No», contesto, contundente.

Si supieras lo que me pesa en realidad. Todo me pesa abajo, palpita, mi coño pesa una tonelada. ¿No lo notas?

Las palabras dulces dejan paso al vocabulario guarro que estaba esperando. Me das la vuelta sin cariño y me embistes en el culo. No te freno. Al contrario, te invito a seguir así. Te corres rápido.

Como siempre, has pensado en ti. Quizá, más tarde, cuando te despiertes, buscarás que me corra en tu boca. Quizá.

Pero estoy feliz y me pongo a bailar sola encima de la moqueta. Mientras, te has dormido como un bebé. La manta subida hasta cubrirte el rostro.

Hace años que ya no fumo, pero esta noche me apetece. Fumar, bailando descalza encima de la moqueta porque necesito ahora que algo me llene el cuerpo y me queme.

Busco en tu chaqueta el paquete de tabaco negro.

***

No me sentí mal cuando empecé a hurgar en los bolsillos de tu americana pero sí me sentí morir cuando descubrí tu DNI.

Antonio era efectivamente tu verdadero nombre.

Antonio tiene siete letras esta vez. Impares. Empiezo a hacer paquetes de dos con las letras. Luego de tres. Los de cuatro tampoco funcionan. Ninguna simetría. Nada.

Esa noche, me bastó tu nombre para pulverizar la armonía.

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