Los relatos de Valérie exploran la condición humana, y Te pintaré los pies con las puntas de mis dedos no iba a ser menos.
Sigue leyendo… si estás preparad@ para descubrir nuevos placeres que pueden cambiar la forma en la que entiendes la vida (¡y el sexo!).
Te pintaré los pies con las puntas de mis dedos
Epílogo 1
Cuando me desperté, una sensación de plenitud me había invadido. Como si mis problemas se hubiesen desvanecido, como si hubiese dormido plácidamente más de ocho horas, sin tormento, sin pesadillas. Me incorporé ligeramente, con cierto miedo a que la paz que reinaba dentro de mí se volatizara y vi el enorme salón lleno de butacas de diseño, de cuero blanco, mullidas, acogedoras. También aprecié el piano blanco de cola en medio del salón, con partiduras caídas en el suelo, como una lluvia de alas sedosas.
Me acordé de la música de la noche anterior, en bucle, algo clásico y agradable, las velas de jazmín y flor de azahar esparcidas por todos los rincones, el cosquilleo que me había producido al principio y que, rápidamente, se había convertido, para mi sorpresa, en un placer inmenso. Me levanté, poniendo mis pies desnudos sobre el mármol frío y me acordé de la sensación… Busqué, saltando como un niña sobre las alfombras persas, para no tocar el suelo, mis medias de nailon que estaban tiradas en una de esas butacas, al lado de mis zapatos, y empecé a enrollarlas con delicadeza entre mis dedos, para ponérmelas. Observé, de repente, que algo sobresalía de uno de mis zapatos. Me agaché y cogí el papelito que estaba doblado con esmero. Lo abrí y descubrí una frase escrita con mi lápiz negro de ojos. Una frase que, ahora sí lo tenía claro, me había susurrado él a lo largo de la noche.
Sonreí.
Así empezó todo…
La noche anterior, había quedado con unos amigos de la oficina, pero, esta vez, acudí sin demasiadas ganas al bar de siempre. Intuía que íbamos a hablar de trabajo. Fuera de la empresa, habíamos pactado no mencionar al jefe ni la cantidad de estrés que sufríamos todos y que, en resumidas cuentas, quedábamos para pasárnoslo bien. Nada más. Pero esa noche iba a ser diferente porque a Raúl le habían ascendido. Ya veía el panorama: brindis por Raúl que iba a empezar el lunes en su nuevo despacho de alto ejecutivo, brindis por el jefe que había propuesto su nombre a Dirección, brindis por nosotros… No me hacía ninguna gracia acudir. Pero me gustaba Raúl y me alegraba mucho por él.
Llegué pasadas las diez de la noche, enfundada en un vestido de tubo negro, con cuello cisne y unos stilettos rojos altísimos. En el callejón que llevaba al bar, sabía que mi look llamaba la atención, pero no me molestaron los silbidos de los hombres que se dieron la vuelta para ver cómo mi culo se contoneaba bajo el vestido ceñido. Cuando abrí la puerta del local, ya estaban todos. Vi un brillo especial en los ojos de Raúl que, aunque me mirara discretamente, sin perder la compostura, no podía ocultar que estaba deslumbrado. Vino a mi encuentro y, dándome un beso en la mejilla, me susurró:
–Estás esplendida esta noche. Bueno, siempre estás espléndida, pero hoy, estás especialmente increíble.
Le devolví el beso a modo de agradecimiento y saludé al grupito que ya había pedido unas cuantas botellas de champagne.
–¡Wauuuu! Veo que no vais de farol esta noche –exclamé al observar varias botellas de Dom Pérignon Gran Reserva en la mesa.
–Paga Raúl –dijo Eli, riéndose, mientras acercaba su flauta a la boca–. Al fin y al cabo, a partir de ahora, va a ganar más pasta que todos nosotros…
Eli se bebió el champagne de un trago y, con una servilleta de papel, limpió el carmín rojo que había manchado el borde de su flauta. Todos nos pusimos a reír. Si no recuerdo mal, fue el momento más divertido que compartimos todos juntos esa noche. Eli con su servilleta de papel deshilachada, Eli retocándose los labios con un espejito de bolsillo, Eli bebiendo directamente de la botella…
Pasaron las horas y las botellas, los canapés deliciosos y las miradas encendidas de Raúl hacia mí. Horas y horas hablando de trabajo, como me temía, pero con algún respiro cuando Raúl se dirigía exclusivamente a mí. Parecían pequeñas treguas que combatían el aburrimiento. No tenía demasiadas ganas de participar en la conversación y solo pensaba en irme a casa ya y quitarme rápidamente esos malditos stilettos que me aprisionaban los pies. Incluso estuve a punto de quitármelos bajo la mesa, pero temí no poder volver a ponérmelos después. Así que me aguanté. Hasta que no pude más y mi rostro empezó a crisparse en una extraña mueca que, al parecer, solo notó Raúl…
–¿Te encuentras bien, Laura? –me preguntó cuando vio que me levantaba, decidida a irme a dormir.
–Sí, sí, no te preocupes. Creo que ya es hora de que me vaya. Mañana tengo una reunión importante y no son horas para mí –mentí.
Una vez de pie, me puse a andar a duras penas, intentando disimular. Pero fue en vano. Comencé a dar pequeños tumbos de derecha a izquierda y supongo que todos pensaron que estaba borracha. Pero no era eso. Me costaba horrores andar sobre esos tacones infinitos, que parecían un alambre punzante. Raúl se levantó en cuanto me vio titubear y, con la galantería que siempre le ha caracterizado, anunció que me iba a acompañar a casa. Me negué; al fin y al cabo, era su fiesta. No me hizo caso y se despidió de todos.
–No estoy borracha, Raúl –le dije cuando estuvimos fuera.
–Lo sé, Laura. No has bebido ni un tercio de lo que nos hemos metido el resto en el cuerpo.
Me paré en seco y lo miré, poniendo cara de no entender a dónde quería llegar.
–Sé que te duelen los pies, Laura. Estos zapatos que llevas son maravillosos y muy sexis, pero tú siempre llevas bailarinas…Así que, por lógica… ya sabes…–dijo, agachándose para quitarme con delicadeza los stilletos.
Perspicaz, Raúl, muy perspicaz… Siempre lo había intuido…
Acabé, no sé muy bien cómo, en su casa; mis zapatos en los bolsillos de su americana Hugo Boss y andando de puntillas, con un agujero enorme en mi media derecha de nailon. Éramos ridículos los dos. Pero éramos naturales. Me senté en una butaca increíblemente cómoda, se quitó la chaqueta y puso un CD de Schubert. Las primeras notas empezaron a surgir y él se instaló a mis pies como quien quiere hacer una confidencia.
Schubert, Trio op. 100 – Andante con moto
El chelo resonaba en el salón y su mano cogía con fuerza, al compás del instrumento, mis pies mortificados. Dejé caer hacia atrás mi cabeza y cerré los ojos. Era un virtuoso de los masajes, no me cabía duda. Pasados unos minutos, noté algo de humedad en mis pies… Bajé la vista y encontré a Raúl lamiéndome, por encima de las medias, los dedos de pies, de uno a otro con gula y ansia. Al principio, la sensación que me produjo fue de un fuerte cosquilleo y, de manera automática, intenté apartarme de sus fuertes y venosas manos. Era superior a mí.
Al ver mi reacción, los cogió con más firmeza, traspasando con sus ojos mi mirada, hablándome sin palabras, con aire comprensivo pero decidido. Déjate llevar, parecía susurrarme. Y le hice caso.
A las pequeñas molestias del principio les siguieron sensaciones extrañas, nunca antes experimentadas, regadas de su saliva, cada vez más abundante. El nailon se pegaba a mi piel como la miel en los dedos. Era una mezcla de cosquilleo y placer. Nunca hubiese imaginado que esta parte del cuerpo pudiera llegar a ser tan sensual.
Raúl empezó a jugar con el agujero de mi media y, cuando sentí un dedo tocar directamente mi piel, empecé a curvar más la espalda. Raúl decidió, tras un suspiro de gozo, que ya estaba lista para quitarme las medias y, con un gesto estudiado, levantó mi vestido, agarró la parte alta de mis medias y las deslizó sin prisa a lo largo de mis piernas.
Jugueteaba con ellas, las pinchaba y las llevaba hacia él, para luego soltarlas y dejarlas que recuperaran su forma natural, como si de una goma elástica se tratara. Al final, las medias acabaron en el suelo y fue cuando, con la punta de la lengua, empezó a lamer cada uno de los espacios entre los dedos. Su lengua era sibilina, nada predecible y más de una vez tuve que pedirle que parara. Estaba al borde del orgasmo…
Para mi sorpresa, se levantó y empezó a rebuscar en mi bolso el neceser de maquillaje. Yo estaba paralizada, no preguntaba nada, solo quería que no acabara nunca. Quería ser su muñeca, su objeto de deseo, de piel humana o de nailon; la que goza solo para él… con los pies mortificados por unos zapatos demasiado estrechos y altos. No importaba nada más.
Cuando se sentó nuevamente a mis pies, llevaba algo en la mano. No conseguí entrever lo que era. Su pulgar ejerció, esta vez, una presión más fuerte en el empeine derecho, mientras, sin aliento, acarició por encima del vestido mis pezones, que querían hacerse sitio entre el hilo… Pero volvió a mis pies, su fetiche, su adoración, su todo.
Me dio repentinamente la vuelta. Me dejé hacer, no había ningún tipo de resistencia en mí. Me sentía desarticulada… y me gustaba.
Sin esperármelo, sentí un líquido caliente y espeso inundar las finas ranuras de las plantas de mis pies. En aquel preciso momento algo cambió en mí. Mi sexo se puso a palpitar más rápido que mi corazón y llegué, yo también, al orgasmo.
Me quedé quieta, sin girar la cabeza, las rodillas apoyadas en la butaca de cuero, disfrutando del momento y la música. El semen seguía el trayecto de los dedos de mis pies y goteaba en el suelo. No me di cuenta de que Raúl se había levantado. Cuando volvió, me agarró los pies y los envolvió en una toalla para secarlos. Luego, se acercó a mi oído y me susurró:
–La próxima vez, te pintaré los pies con las puntas de mis dedos.
Epílogo 2
Esa frase la escribió más tarde mientras yo dormía. Esa frase es la que estuve leyendo al despertarme en aquel papelito doblado con tanto esmero, entre el mármol frío, las alfombras persas y el olor a flores.
Me puse las medias, los stilletos rojos y me fui a trabajar. Así. Sí. Así.