Relatos eróticos

Feliz cumpleaños, pequeña mía – Relato erótico

Si te gustan las buenas escenas de dominación/sumisión, no puedes perderte este relato de Andrea Acosta.

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Feliz cumpleaños, pequeña mía

Tarragona. 26 de abril de 2021

Cada una de las llamitas de las velas que representaban, a su vez, cada una de las primaveras vividas, brillaban dispuestas sobre la tarta de cumpleaños en aquel comedor a media luz.

–Ve a la mesa –instó el Señor, extendiendo el brazo zurdo en su dirección, mientras, disimulado, giraba en el interior de la mano derecha un pequeño mando, como el tramposo que se esconde un as bajo la manga.

Alba, vestida de cruda y pálida desnudez, viró la testa, lo miró y contuvo la respiración al verse reflejada en los insondables ojos verdes de él. Ni el pulido metal de las pinzas mordiéndole los pezones, el del collar en torno a su fino cuello o el pequeño aunque pesado butt plug, que dilataba lo angosto de su recto, resplandecían con tal vigor como lo hacían los iris de este. En silencio, inició el camino a la mesa.

El Señor permaneció ahí, de pie y quieto, observando el bamboleo de la larga trenza de la sumisa marcando las horas en un erótico tic-tac. Las comestibles nalgas, lamidas por el rubor infligido por un fino látigo, bailaron gelatinosas a cada paso que la fémina daba, flotando sobre los disparatados stilettos. Él, con la americana abierta, introdujo ambas manos en los respectivos bolsillos del pantalón, abombando un tanto la tela que, así y todo, no fue capaz de disimular la creciente erección.

El iluminado pastel cumpleañero aguardaba emanando un rico aroma a amaretto, alardeando de su muy buena elaboración en base al clásico tiramisú.

–Bien, ducci[1] —asintió el Señor cuando Alba arribó a la mesa y se detuvo al lado de la silla ajustada debajo de esta. La luz de las velas iluminó el bonito rostro de labios coloreados de carmín, y él marchó a su encuentro. –Siéntate –ordenó, retirando la silla y ofreciéndole el asiento.

–Mi Señor… –musitó Alba con un veleidoso hilillo de voz al reparar en la forastera silla de madera austera, exenta de embellecedores, y en cuyo asiento se erigía un ciclópeo vibrador (mal llamado) realístico. Era negro, refulgente y pendenciero, y estaba sujeto a la madera gracias a una potente ventosa. Con los cristalinos acuosos y enrojecida hasta las puntitas de las orejas, buscó algo de calma en los océanos que él tenía por ojos. No obstante, en ellos solo encontró tormenta. Un escalofrío le recorrió el espinazo, le contrajo el invadido recto y le provocó un profundo pálpito en lo abisal del coño, que, en respuesta, lloró un límpido chorro de flujo.

–Vamos, vamos –canturreó el Señor con obvia sorna. Disimulado, alejó el mando y lo dejó junto al encendedor de las velas y la cuchara de postre. Chascó la lengua y, tomando a la sumisa por los hombros, la situó ante la silla para que únicamente tuviera que agazaparse y sentarse. –Separa los muslos –mandó, ladeándose y empleando el reverso de una de sus grandes y atezadas manos para acariciar el nacimiento de las rotundas tetas. Descendió por la curva natural de la más próxima, esquivando el pinzado guijarro. –Más –exigió, no contento con la sutil distancia que esta estableció entre las trémulas carnes.

Alba cedió; cedió acatando el mandato y no sin gimotear. Contrajo el abdomen, temiendo descompensarse sobre la cresta de los tacones y, entonces, distendió la fuerza en las rótulas, abrió las piernas y quedó expuesta.

–¿Tan pronto lloriqueas? –preguntó el Señor sin esperar respuesta. Si hubiese querido el silencio ahogado, estrangulado por una ball-gag, Alba ya luciría una de la que se descolgarían filamentos de baba, los cuales, por cierto, combinarían a la perfección con la tonalidad ruborizada de su rostro. Sin embargo, no deseaba su estruendoso silencio. Bifurcó la diestra por el femenino costillar, y de este bajó nadando por la suave curva del hirviente vientre de ella. Un perfilado triángulo velloso apuntaba al sexo; cabe decir que, desde su altura, la inclinación de su testa y la posición de la sumisa, él veía con nitidez la agitada arista del clítoris y lo abultado de los henchidos labios vaginales. –Siempre armando escándalo –dijo, eximiéndose de cualquier cargo que lo implicara en los alborotos de ella y siendo obviamente culpable de todos y cada uno de ellos.

–Es muy grande, mi Señor –gimoteó Alba en alusión al vibrador. –¿Y si no me cabe? –musitó con un candor impropio a su actual imagen, desnuda, dentelleada por pinzas y con el recto taponado por el aguzado botón.

Quizás, en un arranque desmedido, el Señor rio. La blancura helada de sus dientes cabalgó sobre la rosácea sierra de las encías y finas líneas de expresión le horadaron las esquinas de los verdosos ojos.

–¿Muy grande? –vocalizó a trompicones, sacudiendo la cabeza regada de un corto cabello negro, ligeramente ondulado. –Oh, perra, qué mala memoria tienes –soltó, frotando la barba contra el moflete de esta. Rescató la diestra de las marismas del vientre de Alba y decidió bucear entre sus húmedos pliegues. Tanteó la estrecha raja y empujó al interior solo media yema del dedo índice.

Alba, tras la risa de este, tiritó de puro gozo. Su (buen) Señor le daba una de cal y otra de arena, y sabía, cómo nadie, echarle sal a la herida y, a continuación, lamerla para aliviar el escozor. Vivía enamorada de un Judas que no se vendería por treinta piezas de plata, pero por el que ella sí despacharía a su propia alma. Entrecerró los párpados; el eye liner que se los perfilaba amenazaba con sublevarse y desleírse, así como su coño, invadido por el dedo al que, raudo, se le añadió otro hasta enterrarse ambos en sus adentros.

–Hemos metido cosas –el Señor guardó un segundo de silencio para incidir en lo dicho, antes de proseguir–: mucho más grandes en tu glotón coño –Y a fe suya que esa era la verdad. Efectuando un controlado giro de muñeca, rotó el dedo índice y el anular, y escuchó el fragoroso sonido del excitado sexo. La mojada melodía se intensificó al interponer algo de espacio entre los dedos ensanchando la vagina, que reaccionó liberando un copioso caño de flujo.

Ella se dentelló el labio inferior y a punto estuvo de ajarse la maquillada piel. Un gato le arañaba las entrañas y el corazón le latía a ritmo de ronroneo. Que su Señor se jactara de aquella forma en tanto hurgaba dentro de sí, disputando espacio en lo estrecho de su coño, le avivaba el deseo y lo tornaba asfixiante.

–Deja de protestar y… –De nuevo, convocó el silencio. El Señor impelió los dedos dentro y fuera del cremoso sexo, disfrutando de la lujuriosa musicalidad. Se reclinó, meciéndose en la inestable respiración de la sumisa, y prosiguió, al menos durante unos minutos, follándosela con los dedos. De bote pronto, extrajo el par de expertos del dilatado recoveco. Puentes de flujo los conectaban, irrigándole a él los nudillos. Zafio, condujo dicha mano al semblante de Alba y, agarrándola por la mandíbula, dentelleó: –Siéntate.

Que la tildaran de funambulista, pero sostenerse en lo afilado de los tacones con los dedos de él percutiéndola y no perder el equilibrio era toda una proeza. Alba tarareó su gozo al notar la enloquecedora hinchazón en los cautivos pezones, y apretó el bajo vientre controlando la creciente sensación orgásmica, cuando… su Señor descorchó los dedos y le vació el coño. Aturdida, tiritó, obedeciendo. Flexionó las piernas y bajó, bajó…

El colosal vibrador cató las femeninas carnes que lo abrazaron y lo constriñeron milímetro a milímetro.

Alba montó la férrea verga. Respiró forzada por la nariz, con la boca entreabierta, sentándose por completo en la silla; pobre de cojín o tapizado. Mareada a causa del formidable empalamiento, emplazó en la mesa las manitas de largos dedos y uñas esmaltadas. Su cuerpo de piel arrebolada, en especial la de las pompas, era ahora un receptor de excelso placer… La diestra de su Señor la había acompañado hasta ahí, tenaz en su rostro y viscosa de sus propios jugos.

–No era tan difícil –afirmó él, despegando los dedos de la bonita cara, y volvió la cabeza para mirar el postre. –Vaya, fíjate en la cera, está empezando a caer en la tarta… –parafraseó como si tal cosa. Recobró el pequeño mando y apretó un primer botón. –Vas a tener que darte prisa en apagarlas –cabeceó, volviendo la vista hacia la mujer mientras apretaba un segundo botón, el que originó la magia.

Valiéndose de su nombre, el vibrador zumbó en el interior del coño de Alba a velocidad media, sin dárselas de fórmula 1, pero con suficiente empuje como para batir claras a punto de nieve…

Alba, callándose el deseo de tenerlo atiborrándole la cavidad bucal con la polla, llamando a su campanilla y afilándole los dientes, frunció los labios presta a soplar. De hecho, una brizna de aire surgió de ellos, mas se frenó al ser picoteada por el zumbido del falo que la llenaba. Las pupilas se le agrandaron y barboteó, incoherente.

–Un momento –advirtió el Señor, alargando la sonrisa e interrumpiendo la vibración. Señalando el pastel, le dijo—: Se me olvidaba, tonto de mí. Debes apagarlas una a una.

–Mi… mi… mi Señor –tartamudeó Alba sabiéndose incapaz de destronar las dudas que imperaban en su sobreexcitado cerebro. ¿Cómo iba a llevar a cabo tal hazaña? Parpadeó, inquieta, alternando la mirada entre él y la tarta.

Ducci, vocaliza –reprendió el Señor en un alarde de socarronería. Izó la zurda y con ella le pellizcó el mentón—. De lo contrario, no entiendo lo que quieres decirme –mintió, puesto que en ningún instante le había costado comprenderla. Reflejado en las niñas de los ojos de Alba, paseó el dedo anular por sus labios, ultrajándole el carmín más arriba de la pequeña cicatriz que a esta le había dejado la perforación de un antiguo piercing.

–Son treinta y una velas, mi Señor –adujo Alba, aferrándose a un clavo ardiente. Infiel a su recalcitrante ateísmo, oró al ser asaltada por la vibración. Él, si se transformara en un trago, sería un potente Negroni; y ella, oh, ella se lo empinaría. Se forzó a no entornar los párpados, a mantener la mirada despierta, y falló. Cerró los ojos repletos de lucecitas que le titilaban por el placer que asediaba cada una de sus (jodidas) células.

–Claro, una por año cumplido –respondió, divertido, jugueteando con la velocidad de la oscilación del vibrador, al que escuchaba trabajar en lo hondo del sexo de la sumisa. –Empieza por la primera —indicó el Señor, ladeándole la cabeza en dirección a la tarta–, porque si apagas más de una a la vez, volveré a encenderlas…

Y Alba sopló muy suave y la llama de la vela más cercana solo osciló, pitorreándose…  El sudor que le sazonaba la piel se le escurrió por las sienes y floreció en el arco de Cupido. Bufó, una, dos y treces veces, hasta que logró apagar la primera llamita.

El Señor la contempló, refocilándose en la exquisita visión temblorosa que ella encarnaba. Los rotundos y lechosos pechos de Alba se sacudían, coronados por enrojecidas cerezas, y el oleaje de su vientre arribaba a los torneados muslos como una incipiente marea. –Bravo –la felicitó al matar la luz de la vela. Apartó el mando sobre la mesa y aplaudió tan afanosa gesta. –Solo te quedan otras treinta.

Juraría ante quien fuera que lo intentaba, lo hacía con toda su alma, sin embargo… Alba aprovechó que su Señor suspendió la vibración, sopló y apagó tres velas en lugar de una sola.

–Ttt… –chistó él, liberando la abundante cabellera de esta para acariciar las largas hebras negras que al sol destellaban tonalidades cobrizas. Secundándose en la diestra, agarró el encendedor e hizo arder las mechas de todas las velas que ella había apagado. –Sopla –conminó, jalándole del pelo a la altura de la nuca. Y, tras rescatar el mando, encauzó el vibrador al máximo de potencia.

Alba gimoteó, chapoteando en la silla; los jugos producidos por el deseo fluían de sí, acrecentando la anhelada mortificación. Se guardó las uñas en los huecos de las palmas al cerrar los puños y exhaló, acogotada. El coño se le contraía alrededor del renegrido falo, su ano palpitaba, ávido de ser acometido, y sus pezones expedían persistentes ráfagas galvánicas que le chispeaban a lo largo y ancho de los globos.

–Ni se te ocurra correrte –dictó el Señor entre dientes. El olor la delataba, estaba al borde del clímax y él no se lo iba a consentir. Si, por el contrario, Alba sucumbía y lo desobedecía, no la castigaría sometiéndola a la castidad, emplearía otros métodos mucho más certeros. –Concéntrate y apaga las velas –persistió, enrollando buena parte de la femenina pelambrera en su diestra y ejerciendo presión.

Alba, deshaciéndose en un aguacero de lágrimas y un telón de babas, jadeó soplando, bufando desgastada… Maldita fuera, toda ella era un temporal, un monzón impúdico. Los deditos de los pies se le enroscaban en los zapatos y a duras penas era dueña de su cuerpo, estremecido por los espasmos. Necesitaba alcanzar el orgasmo, precisaba desvanecerse acunada por la petite mort

–Eres una chica obediente, ¿verdad? –cuestionó el Señor, prendiéndola con ahínco por el pelo y forzando su testa para que le hiciera frente. Alba estaba poniendo todo de su parte para cumplir con el mandato, una tarea utópica y, con todo, lo procuraba con tal de complacerlo. Se embebió de su aliento y la contempló dolorida de deseo, llorosa, hiposa, enrojecida cuál grana y con todo el maquillaje cuarteado. La deseaba de ese modo, desesperada, famélica de él.

–Sssí… –Alba no era capaz de articular nada más allá, la sinhueso le pirueteaba contra el paladar y el vedado clímax dolía, carcomiéndola. Cegada, resolló meneando las caderas, surfeando el oleaje vibratorio. Un ligero hormigueo era la respuesta de su organismo al tirón, seguido por un prolongado gemido.

–Te permito apagarlas todas de golpe –ofreció él, dirigiéndole la cabeza de regresó a la mesa, encarrilada al iluminado pastel. Descarado, redujo la velocidad del vibrador, ofrendándole una pizca de tregua. Se reclinó junto a la fémina y sopló…

Alba boqueó, afín a un pez fuera del agua, y atestiguó la oscuridad que le sombreaba el semblante al fenecer la luz. Sus entretelas temblaron ante la disminución del traqueteo y su boca estalló en un reclamo suplicante.

–Perfecto, ducci –felicitó el Señor, pese a que fue él mismo quien apagó las velas. –¿Quieres correrte? –le preguntó, conociendo la obvia respuesta. Apresuró la velocidad del vibrador y lo relegó a la mesa. Ubicó la mano diestra al cobijo de los espasmódicos muslos y friccionó las yemas de los dedos en el triángulo velloso, asperjado de flujo. –Pídemelo como la buena chica que eres y te permitiré correrte –urgió con voz enronquecida y serpenteando la diestra hasta tentarle el enhiesto clítoris.

–Pppp… –Nada, no modulaba. Alba enderezó la testa, escudriñando a través de la neblina que le tenía entelada la visión. Orientada por el masculino hálito, aferró las manos a la americana de él y, sacando un aire gastado de sus incendiados pulmones,  imploró un  «Por favor, Señor», pues ya no podía más.

–Córrete –concedió él, rotando los dedos en el perlado clítoris y sus contornos, espoleándola directa al orgasmo. El Señor, con la otra mano, alejó del semblante de Alba los largos mechones que se le pegoteaban a la piel rutilante de sudor. –Córrete –repitió.

Alba se revolvió en la silla, su cerebro colapsó y claudico ante el bullicioso squirt. Un largo y ensordecedor «pitttt» le gritó en los oídos y ella lloró, deshaciéndose, bamboleada por la marejada orgásmica. Sus manos, en un acto instintivo, se ensortijaron a las ropas del Señor, arañándolas, arrugándolas y ultrajándoselas de saliva y salobres lágrimas.

El humo fantasmal de las caducas treinta y una velas fluctuó un tanto más en el ambiente, cabriolando con su aroma, combinando las notas carbónicas con la sinfonía almizcleña del perfume del Señor y la avainillada de Alba…

–Feliz cumpleaños, pequeña mía –dijo él, besando los convulsos labios de la sumisa e imbuyéndose de ella, presa todavía del devastador orgasmo.

[1] (SIC) Dulce.

Ya puedes disfrutar con la secuela aquí: Tarta de cereza – Relato erótico