Relatos eróticos

El hombre de Göteborg – Relato erótico

Vuelve nuestra amada Mimmi Kass al blog. Y regresa con este excelente relato de sexo con maduros, que destila tanta naturalidad como elegancia. El hombre de Göteborg es uno de esos relatos que se escriben por amor al valor de los encuentros fugaces, pequeñas historias que, contadas con su maestría, sin grandilocuencias ni pretensiones, se leen como el agua y dejan el sabor de los mejores vinos. No te lo pierdas.

Sigue leyendo…

Relatos eróticos

El hombre de Göteborg

Siempre que estoy de viaje compro libros. Esta vez, tengo cuatro horas de conexión en el Charles de Gaulle, así que espero encontrar un buen título cuando me dirijo al Relay. El aeropuerto parisino es un caos ecléctico de voces en distintas lenguas, caras exóticas e historias por escribir. Me pregunto qué se esconde tras algunas de ellas. Una familia con sus pertenencias amarradas en hatillos hechos con tela y cuerdas, expresiones vacías y mejillas huecas que indican que han pasado hambre. Un grupo de mujeres jóvenes, que parecen estar celebrando algo divertido entre carcajadas y gritos. Un hombre. Solo. Atractivo. También camina hacia la librería del aeropuerto.

Sin saber por qué, lo sigo. Estoy aburrida, tengo muchas horas de espera. Lleva un maletín de cuero de color tabaco y un abrigo azul oscuro en la mano. Es alto. Los pantalones de tela de gabardina penden de sus caderas y están algo arrugados, así que seguro que acaba de llegar de algún viaje largo. Se mueve sin ninguna prisa entre los mostradores de las revistas, probablemente también le esperan unas cuantas horas de conexión.

—Vous besoin de quelque chose?

La mujer que se ocupa de la tienda se acerca a él con una sonrisa obsequiosa y, cuando él eleva la cabeza del periódico, se hace seductora. Es muy joven, casi una chiquilla, pero el instinto está ahí. Qué raro, él niega y agradece su atención en francés, pero tiene entre las manos el Die Zeit. ¿Será suizo, alemán, austriaco…? Mis labios se mueven de manera inconsciente para preguntárselo y resolver el pequeño enigma, pero me detengo a tiempo.

Suelta el periódico y se mueve hacia la zona donde se exponen las novelas. Tiene un caminar elegante, contenido. Un hombre que sabe lo que quiere, y que no es consciente de su propio carisma. Fantaseo con su espalda bajo el jersey azul marino y la camisa blanca. Es una pena, no puedo verle la nuca porque lleva una bufanda gris en torno al cuello. El pelo es rubio ceniza, salpicado con algunas canas. Calculo que tendrá unos cuarenta. Me acerco un poco más, porque tiene un libro en la mano y le ha interesado lo suficiente como para darle la vuelta y leer la contraportada. Quiero saber qué va a leer… Vaya. Ese libro es una mierda. ¿Se lo digo? Es una buena manera de empezar una conversación. Me muerdo los labios, indecisa. No, no. Mejor no. No hablo alemán, mi francés es nulo y mi inglés está bastante oxidado. En vez de eso, quiero resolver otra incógnita. ¿Cómo olerá?

Me acerco aún más, con la excusa de coger un libro un poco más allá de donde él está, el último de Jo Nesbo. Ya lo he leído, es bueno, pero ¿a quién le importa? Estiro mi cuerpo musitando una disculpa, creo que en inglés, para alcanzar el libro e inspiro con disimulo. Dios mío. Se me hace la boca agua. Cierro los ojos para saborear la mezcla de perfume almizclado, el punto picante de un cuerpo que ha pasado unas cuantas horas en un avión, y la calidez de la piel de un hombre maduro. Noto la tensión crecer entre mis muslos. Me deja pasar, todo un caballero, y esta vez le miro a la cara para agradecer su cortesía cuando ya he alcanzado el libro. Unos ojos celestes y claros se clavan en los míos con interés y cierta sorpresa. Su reacción, extraña para mí porque quizá solo esperaba indiferencia, me envalentona.

—Ese libro es una mierda. Te recomiendo este —Quito de sus manos el libro infame y deposito en ellas el de Nesbo—. Tu espera se hará más rápida, ya lo verás.

Él se queda mirándome, con el ceño fruncido y una sonrisa interrogante. Hago el amago de marcharme, pero él por fin reacciona.

—Y tú, ¿qué vas a leer, pequeña crítica literaria?

Perdono su tono condescendiente. Entiendo que me vea como una niña. Llevo una camiseta de tirantes negra de los Rolling Stones que deja entrever mi sujetador, unos vaqueros deshilachados y unas Converse más que gastadas, después de seis semanas de viaje por Europa. Tiene suerte. Antes de coger el vuelo desde Praga, he podido darme una ducha en el hostal.

Abro mi mochila y le enseño el libro que estoy leyendo ahora mismo, Almost perfect people, de Michael Booth. De pronto, él suelta una carcajada estentórea y todo mi cuerpo vibra con el timbre grave de su voz.

—No te creas todo lo que dice sobre los suecos. Ni somos tan fríos ni tan maleducados ni tan estirados como nos pintan —me advierte, con los ecos de su risa aún resonando en sus palabras. Así que es sueco. Me lo follaría ahí mismo, sobre el mostrador de best-sellers del Relay. Así, al menos ocurriría en él algo de verdad interesante—. Y voy a demostrarlo. Te invito a un café.

Mi sonrisa puede rivalizar con el sol. Y, además, me hace caso y se lleva el libro de Jo Nesbo y un paquete de chicles de menta.

Nos sentamos en el Starbucks. Pide un expreso. Yo un capuchino con doble de nata. Tengo hambre. Él sonríe cuando ve la enorme copa frente a mi cara de felicidad. Él sorbe con calma su expreso y lo deja a un lado.

—¿Cómo te llamas? Yo soy Anders.

—Hola, Anders —Extiendo la mano, no voy a tener otra oportunidad de tocarlo. Él duda una décima de segundo, y me la estrecha con suavidad. Tiene una mano masculina y bien cuidada—. Soy María. ¿Eres sueco?

—Soy de Göteborg, sí. Tú, ¿española?

—Sí. De Madrid.

—¿A qué te dedicas, pequeña crítica literaria?

Vaya. La primera vez tuvo su gracia, ahora es un poco decepcionante que caiga de nuevo en el chiste.

—Ahora, solo a viajar —Él espera que diga algo más y continúo a regañadientes—. Estudio Ingeniería Industrial. ¿Y tú? —Me mira con curiosidad.

—Qué coincidencia. Trabajo en una ingeniería: Halliburton.

—¡Vaya! —Estoy impresionada. Una de las gordas en un nivel mundial—. Consigue que me acepten para una pasantía…

Él vuelve a reír con ganas, y niega con la cabeza. Entablamos una conversación de tanteo, de estas que sirven para marcar el terreno de juego entre lo impersonal y lo agradable, evitando preguntas demasiado íntimas, hasta que lo suelto, sin venir a cuento. La verdad es que me moría de ganas.

—¿Estás casado?

—No.

Lo dice con la boca pequeña. No lleva anillo, pero estoy casi segura de que miente. Creo que lo he asustado con mi audacia. Por un momento, el silencio se hace denso, se han acabado las preguntas rutinarias y el juego se detiene. Una pena.

—El libro que has cogido antes era el tercero de una trilogía —aclaro ante su rostro interrogante—. Si lo comprabas, no te ibas a enterar de nada. Además, no tienes pinta de leer fantasía juvenil —concluyo con una media sonrisa. Apuro el capuchino, no tiene sentido prologar una situación incómoda. La química se ha esfumado por completo, si es que la había. A veces mi mente fantasiosa me juega malas pasadas—. Gracias por el café.

Me acomodo la mochila en el hombro e inicio un caminar rápido hacia el extremo de la terminal, donde casi no hay gente. No es que huya, pero prefiero poner un poco de tierra de por medio. Ha sido una situación bastante rara. Creo que se ha arrepentido de invitarme al café nada más haber pronunciado las palabras.

—Eh. ¡María!

Me vuelvo, algo molesta. Ha venido tras de mí y me agarra del brazo con firmeza. En la mano lleva un libro. Exhibe una mirada herida y su rostro está crispado. Desplaza el peso sobre uno y otro pie, y se pasa la mano por el pelo. ¿Qué está pasando? No es amenazador, pero algo peligroso se cierne sobre nosotros. Una corriente de expectación y ansiedad. Una tensión palpable que solo puede disiparse de una manera. Lanzo una mirada involuntaria hacia los cuartos de baño, y después a él. Sigue la dirección de mis ojos y los suyos, celestes y fieros, se inflaman con una agresividad que me hace soltar un jadeo.

Ni una sola palabra. En un movimiento brusco, me arrastra hacia el interior de un baño y me estrecha contra la puerta. Su maletín, el abrigo, el libro, mi mochila y mi cazadora se desparraman en el suelo, que huele a productos químicos y orina. Me da igual. Quiero tocarle la nuca, me deshago de su elegante bufanda para hundir mis dedos en su cuello. Uno de sus muslos separa mis piernas y su boca hambrienta va a dejar mis pobres labios despellejados. Sabe a café. La camiseta de los Rolling ya está enrollada sobre mis pechos, y el sujetador tironeado, que los hace saltar fuera de las copas. Mis manos sacan los faldones de su camisa y buscan con avidez la hebilla de sus pantalones. Se estrecha contra mí, y dificulta mi tarea, pero consigo aferrar su erección bajo la tela elástica del bóxer. Mi sexo se contrae al sentirla palpitar en la mano. Él permanece inmóvil durante unos segundos, y exhala con fuerza.

—Vamos —lo reto. Me agacho un momento para revolver en mi mochila y saco un condón. Lo coge y emite una sonrisa tierna que parece fuera de lugar en la intensidad del momento.

Y no me hace esperar.

Desbrocha mis vaqueros y me baja las bragas hasta las rodillas con un movimiento tan brusco que me envaro con cierta preocupación, pero el beso húmedo que deja justo sobre mi monte de Venus la borra de un plumazo. Me da la vuelta y vuelve a separar mis piernas sin ceremonia, esta vez con uno de sus pies. Me sostiene de la cadera y yo me arqueo, arrancando de su garganta algo que parece un juramento. Su mano busca el interior de mis muslos y se desliza hasta encontrar mi sexo. Estoy empapada. No hace falta que me trabaje, llevo excitada desde que tomé la decisión de seguirlo al Relay. Me abre y tantea mi interior con el borde de sus dedos, y no puedo evitar un gemido.

Poso las palmas de mis manos contra la puerta. Está fría. No ofrece ningún asidero, pero es lo único que me permite mantener el equilibrio, cuando él toca con su pene justo donde antes estaban sus dedos. Con un movimiento impecable, inexorable, se hunde en mí y ahora lo que suelto es un pequeño grito. La mano que trabajaba mis pechos me amordaza y mi excitación se dispara. Sentir su aliento ardiente y cortante en mi cuello no hace más que calentarme todavía más. Su aroma, ahora tan cerca, tiene un efecto intoxicante, y los gruñidos de su garganta acrecientan mi deseo hasta el punto del dolor. Su otra mano se desplaza desde mi cadera a mi sexo. Me acaricia con firmeza y me lleva hasta el punto de no retorno. Protesto contra la palma de su mano, cierro los ojos con fuerza, pero es inevitable. Me voy a correr. Las embestidas son certeras y secas. Su cuerpo, encorvado sobre el mío, impide cualquier maniobra de evasión. No me defiendo y el delgado hilo de voluntad que aún me pertenecía se corta, y me dejo caer. El jadea y me sigue, muy de cerca, mientras la inercia nos empuja a ambos contra la puerta durante unos pocos segundos más.

Y abro los ojos.

Dios mío. El espejo me devuelve una imagen sórdida. Mi rostro solo se entrevé entre los mechones de mi pelo desordenado. Anders apoya el suyo contra mi cuello, mientras las respiraciones recuperan su ritmo normal. Agradezco que sus brazos me envuelvan y que me sostenga durante un momento, tras abandonar el interior de mi cuerpo. Tiene un tacto dominante, pero a la vez afectuoso y cálido, y suelto un suspiro de satisfacción…

–Hey –dice entre el resuello–, ¿sabes qué es lo mejor de todo?

–No lo sé –respondo jadeante y divertida–,  pero intuyo que no va a ser lo que acaba de ocurrir.

—Salí tras de ti porque te dejaste el libro sobre la mesa.

—Vaya, la que se ha montado por un par de libros. Gracias.

Me da la vuelta con suavidad y retira el pelo de mi cara. Yo estiro las arrugas de su jersey y arreglo el cuello de su camisa, completamente desbocado. Intercambiamos un beso húmedo y breve.

—¿Otro café?

Aprecio el esfuerzo, sé que lo dice obligado, pero niego con una sonrisa.

—No. Debo irme. Mi vuelo debe estar por embarcar.

Él asiente sin decir nada, parece aliviado. Nos colocamos la ropa lo mejor que podemos y recuperamos nuestras pertenencias del suelo, mientras recomponemos las defensas y construimos una fachada de normalidad. Abre la puerta y yo intento seguirlo, pero él me detiene con un gesto.

—Espera. Deja que pasen unos minutos —dice con una sonrisa traviesa. Parece un niño pequeño. Y tiene razón, mejor que no nos vean salir juntos. No me importa lo más mínimo, pero prefiero no meterme en problemas—. Adiós, pequeña crítica literaria.

Me guiña un ojo y se marcha. Qué cabrón…Lo ha hecho a propósito para hacerme rabiar, y no me doy cuenta hasta que ya se ha  ido.

Aprovecho para hacer pis y me lavo la cara y las manos. Cuando salgo del baño, ha desaparecido entre el resto de pasajeros.

Suelto un largo suspiro; voy a enfrentar las dos horitas de vuelo hasta Madrid de lo más relajada.