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Espejismos (II)
Él le hablaba de visiones desérticas al mismo tiempo que los espejos los reflejaban con presuntuosas ondas doradas. Merit gimió regocijándose por el contacto de las varoniles palmas que apretaban lo sensible de sus pechos; las morenas y callosas manos de dedos ajados constituían el contrapunto con la suavidad y albura de su propia piel. Meciéndose en la voz de este, que azuzaba su deseo y le latía vivaz en el clítoris, impelió las caderas hacia atrás, buscando con la pomposidad de las nalgas la esperada erección. Sin embargo, como Rashidi no vestía la shenti[1], se topó con el faldón lameral, fijo por un ancho cinto metálico ornamentado por figuras de halcones que la privaba de la solidez de la verga erigida, granítica, sobre el par de colmados testículos.
La respiración de Tabilah danzaba suspendida de un hilo ante la posibilidad de ser descubierta; en diversas ocasiones como esta había permanecido en la estancia, pero siempre con la mirada fija en el suelo y los oídos pitando a causa del coro de gemidos y jadeos. Y en ese instante, a escondidas y con los ojos sin vedar, tragó saliva y notó el sudor floreciéndole en las sienes, bajo la peluca, y una punzante necesidad que la reclamaba a la sombra de los apretujados muslos.
–La arena serpentea hasta cálidas mesetas que, sin previo aviso… –Rashidi interrumpió la glosa con un silencio. Silencio que palió con la musicalidad tocada por sus manos al deshacer el dorado cinto en torno a la fémina. Desenvolvió el primer pliegue de la falda y reveló el vientre tenuemente curvo, equilibrado en cuanto a la cuna de las caderas, y despegó la prenda de la piel, mucho más alba que la suya. El pubis de Merit, exento de vello, apuntaba triangular al sexo, cuyo provocador aroma le titiló en la napia y le dilató las fosas nasales. Ayudándose de un brazo, rodeó a la mujer por debajo de los orondos senos y acarició con las puntas de los dedos las costillas; con la otra mano le surcó el vientre y el pubis hasta recalar en el abismo a la vulva. –Se tornan escondidos y profundos hoyos en los que, si caes, el ambiente es húmedo y resbaladizo, igual que el del lecho del Nilo –glosó. Apeó la mano y recolectó en las yemas un largo y cristalino caño de flujo.
Tabilah contempló la cruda desnudez de Merit mancillada por las raspaduras en las rodillas, raspaduras que ella misma había untado con reconstituyente. A los lados de su destemplado y juvenil cuerpo, apretó los puños e hincó en uno la solitaria cuenta sin engastar. Los nudillos se le blanquearon, las palmas le picaban y podría asegurar que le escocían de puro anhelo. Se dentelló el interior de un carrillo y, desdeñando el estallido sanguinolento, exhaló al ver cómo los guijarros de su señora alcanzaban el cénit de la dureza y separaba los torneados muslos, ofreciéndose.
–El peor de los espejismos es el de un oasis –aseveró Rashidi, rehuyendo el beso que Merit le reservaba en la boca. Fondeó con la mano entre los labios vaginales, con el dedo medio acarició la sensible raja y en ella penetró, sintiendo el tono de la musculatura que lo recibía envuelta de una almibarada pátina. –Tanto verdor en un raudal infinito de arena, el frescor de su sombra… –asintió. Sacó el dedo del convulso sexo de Merit, condujo la mano cerca de su rostro, exhibiendo la humedad que lo calaba y, de paso, impregnaba también al dedo índice; el flujo se escurrió por la circunferencia del anillo de conmemoración a su estatus de general. Aguardó a que ella gimiera, ansiosa, y comentó antes de llevarse los dedos a la boca y saborearla: –Y sus aguas para paliar la sed…
El nivel de excitación al que Merit estaba sometida rozaba la aguzada línea del dolor. Custodia del beso que él no había querido aceptar, se zafó de la sujeción del fuerte brazo y lo encaró.
–No cuestiones las visiones que te conceden los dioses –reprendió. Era hostigada por estos con asiduidad. Retrocedió, pisando la falda, e ignorando la caída de cualquier cosa que se encontrase encima del tocador, se sentó. Conocedora de lo que enloquecía a Rashidi y sirviéndose de la cierta limitación que a él le entrañaba la armadura, abrió las piernas y expuso su sexo desabrigado y rutilante de deseo. Guio la diestra a su encuentro y desfloró los pliegues; de la hendidura brotó un delgado chorro que se descolgó al suelo. Cuando Rashidi avanzó para poner fin a la distancia entre ambos, ella lo detuvo interponiendo un pie que apuntaba al vedado nacimiento de la erección. De no ser por el atavío que este vestía, a fe ciega que ya lo tendría morando dentro de sí, repercutiendo impetuoso, disputando en fogosidad al toro Apis.
Y en cuanto a espejismos, Tabilah se inquietó cuando Merit cambió de lugar y la obligó a adelantarse en la columna para mirar a través del reflejo del espejo que quedaba en el lateral opuesto al que ella se hallaba…
–No las cuestiono… –rebatió Rashidi, recogiendo el piececito en los cuencos de las manos para izarlo al compás que aventajaba la posición. La negrura de sus iris llameó cuando Merit recolectó los jugos y los aprovechó para lubrificarse un dedo que no demoró en introducirse en la calada vagina. Lo cierto era que estaba tan mojada, tan excitada, que el clímax era cosa de apenas un suspiro. –Y no lo hago porque… –No terminó la frase y le besó el empeine, sujetándola por el fino tobillo.
La única cuenta que a Tabilah le había faltado engarzar se le escapó y cayó al suelo. El miu, alertado por el cantarín soniquete, se desperezó y descendió del taburete para ir en su busca.
Rashidi levantó la cabeza para seguir al felino; un ligero hundimiento se le marcó en las comisuras de la boca en una especie de sonrisa. En todo momento supo de la presencia de Tabilah y la consintió por gozo, uno como el que le producía que Merit se coloreara areolas y pezones o que se dedicara placer. ¿Por qué iba a sentir celos de que alguien más que él desease a su esposa? A fin de cuentas, desear no implicaba poseer.
Tabilah, en vano, procuró ahuyentar al minino. Apartó la vista de este, que jugueteaba con el abalorio, y tornó la mirada hasta toparse de golpe con los ojos de Rashidi. El lienzo atezado de su piel palideció y escuchó el bombeo de su pobre corazón, que le palpitaba en los oídos y no atrapado en el pecho. Reaccionó huyendo a trompicones, con el sexo flameándole en medio de los muslos.
–¿Por qué? –urgió Merit aunando fuerzas con un segundo dedo inserto en lo hondo de la vagina. Ruiditos sofocados restallaron entre las dobleces y salpicaduras límpidas brincaron asperjándole el pubis y las laminillas del faldón de Rashidi. –¿Por qué? –insistió al perder el par de faros luminosos que él tenía por ojos y ajena a la fuga de Tabilah.
–Porque, gracias a ellas, siempre vuelvo a ti –alegó Rashidi. Los espejismos, aquellas ensoñaciones desérticas, lo alentaban a retornar al hogar sin importar cuán lejos se encontrase de este. Prendió a Merit por las piernas a la altura de las magulladas rodillas y se las acarició. Se situó entre estas con el espacio suficiente para que ella continuara masturbándose. –Aún sediento, pero vuelvo, vuelvo a ti… –susurró, apuntalando los menudos pies tras la cadera. Se inclinó hacia su cuerpo, compartiendo aliento, y ahuecó la mano diestra al amparo de uno de los orondos pechos; pinzó el enhiesto pezón y con la zurda le asió el semblante, aproximando sus labios, mas no juntándolos.
Merit rotó los dedos, presionando, aporreando la sensible zona que le desbocaba el placer. Los pintados párpados le aletearon por encima de la mirada, emborronados, y paladeó el orgasmo, llorándolo escandalosa. Se estremeció, picada por el escorpión del clímax, y consagró las palabras de Rashidi salpicándolas de flujo… Con su deseo hecho líquido podría elevar el nivel de las fértiles marismas del delta.
Rashidi atestiguó la riada que manaba de la espasmódica vagina acometida por los dedos, y se dispensó el beso reservado en los labios de Merit deglutiendo parte del vocerío. Cerró los ojos, jadeando su placer/dolor al estar reprimido por la armadura, y se mantuvo adherido a la boca de esta, sosteniéndole el trémulo cuerpo.
Los efluvios especiados del orgasmo flotaron en el aire, y tanto el tintineo de las cuentas de la cabellera de Merit como el del abalorio con el que jugaba el miu se ensordecieron por las vehementes respiraciones proferidas por la pareja…
–Y no dejes de hacerlo, no dejes de regresar a mí –rogó ella, enronquecida, rompiendo el nexo de sus labios y sabiendo que no poseía poder para aplacar los aullidos de los chacales ni tampoco para salvaguardar a Rashidi de la amenaza hitita. Merit desenterró los dedos de su sexo y los coló en la masculina boca, dándole de beber, amamantándolo de su misma esencia sin augurar que, días más tarde y por medio de la fiesta a la que se presentarían con retraso, se lo arrebatarían de nuevo para enviarlo directo a Qadesh[2].
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La autora del relato quiere constatar lo siguiente: no se trata de una obra con sólida base histórica, pues ha tomado licencias que coinciden o no con la realidad temporal que, por ahora, conocemos de la época mencionada.