No te pierdas esta fabulosa historia erótica de Andrea Acosta, ambientada en el Antiguo Egipto y acompañada por el Himno de Isis.
Espejismos (I)
Pi-Ramsés, capital de Egipto. Marzo de 1274 a. C.
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Había recuperado la voz, crepusculares horas antes rasgada y raída por la reiterada declamación del Himno de Isis[1], llevado a cabo en laboriosas genuflexiones sobre suelo consagrado. El preparado que había ingerido a base de leche de vaca, miel y canela y cúrcuma en polvo le endulzó el habla y desvaneció la ronquera, a la par que surtía efecto en la acidez de las lágrimas derramadas. Aún atribulada por el sueño acosador que persistía en atemorizarla a lo largo de las últimas y solitarias noches, mal arrullada por los fantasiosos aullidos de los chacales (claro presagio de muerte), controló el pulso e, igual que un experimentado cantero, tomó el aplicador de bello marfil a modo de cincel y untó el extremo de ocre rojo recogido en el adornado envase. Iba a terminar de ocultar el temor tras la laboriosa máscara de maquillaje para mostrar pues la acostumbrada e inmaculada imagen que la caracterizaba y popularizaba, cuando le pareció escuchar su nombre oscilando entre hilos de incienso.
«Merit…», prorrumpió el susurro ambiguo en cuanto a tono, y serpenteó por la rica estancia como una invocación.
La nombrada arrió el espejo de mano que sostenía con la zurda y, sin soltar la brocha enrojecida, izó las curvas pestañas. Sombras negras y verdosas de malaquita le nadaron en los párpados.
–¿Lo habéis oído? –preguntó Merit al reducido séquito que se hallaba en la alcoba y mirando esta vez a través del gran espejo encima del tocador ante el que estaba sentada. A ambos flancos se erguían dos espejos más, de pie, que emitían una gualda refracción de sí misma.
–¿El qué, señora? –interpeló la joven Tabilah, entretenida en engarzar los dos últimos y diminutos abalorios alrededor del cabello natural, intercalado con extensiones aseguradas a la raíz por medio de una pasta a base de cera. El peinado que Merit lucía, y al que ella le estaba dando los últimos retoques, enmarcaba el armónico semblante, avivaba la forma prolongada de los ojos gracias al flequillo recto y se acaudalaba a media espalda, dejando despejada la zona delantera del cuerpo. Sobre esta, descansaba un pesado collar usej[2] que, lejos de abarcar el cuello, caía en una cascada de múltiples perlas de lapislázuli y cubría el monte de los pechos para, seguidamente, derramarse en cascada en un derroche de nada contenida sensualidad. A decir verdad, habría quien consideraría la necesidad de ponerse una esclavina en los hombros, pero su señora Merit podía permitirse el lujo de prescindir de ella sin un atisbo de vulgaridad. La falda que esta portaba combinaba rica muselina y liviano lino, abrazaba la cintura y arribaba a los tobillos, lamiendo la piel perfumada con lirio. Dicho olor, «venerable Sekhmet», le cosquilleó las fosas nasales, embriagándola.
–Yo no he escuchado nada –objetó, consciente de las tribulaciones que hostigaban a su patrona en aquellos tiempos convulsos. Elevó la vista para observarla en el reflejo y, en cierta medida, compadeció al faraón porque Merit no hubiese pasado a formar parte de su aclamado vergel, Per Jeneret[3]. Si bien, esa era otra historia.
Las aguas del estanque decorativo emplazado en mitad del aposento, cuya boca conectaba con el techo y, de este, con el cielo del atardecer, se agitaron apremiando a que los lotos blancos y azules nadaran en la superficie. Cortinajes y telas sucumbieron al movimiento ondulante… Los hipnóticos ojos del miu[4] echado encima de uno de los taburetes se entreabrieron y, a continuación, por el pasillo retumbaron unos enérgicos pasos.
–Ha regresado –murmuró Merit al reconocer el inconfundible sonido. Las molestias en las magulladuras que le roían las rótulas se deslieron como un pequeño puñado de sal en un gran balde de agua. Renegó del espejo y de los dedos inertes de su otra mano; cayó el aplicador, manchando de tintura el tocador, uno que nadie trasteaba, del mismo modo que si fuera el de un mago, repleto de místicos artificios. –Está aquí –Cabeceó y permaneció en el asiento, descalza de sandalias. Con los labios pálidos, vio en el reflejo el rubor propio de la calentura de la sangre que le encendía las mejillas, y sus pezones se afilaron bajo la pesadez del collar. Un zumbido le vibró en la matriz, igual que el que emitía una abeja, y le llenó el sexo de meloso deseo.
Las puertas se abrieron para ceder paso a un hombre, a un solo hombre, que traía consigo el olor a arena del desierto, a metal y a la salobridad de la piel bronceada.
–Merit –pronunció Rashidi, desmarcándose de cualquier otro susurro etéreo o ambiguo, entonando el femenino nombre con voz grave y espesada por una sed que iba más allá de la de la cerveza o la del vino. El aura que proyectaba destilaba vigor y, aunque todavía podía sentir los traqueteos del carro vibrándole en la coraza y la armadura lamelar, compuesta de bronce y piel de cocodrilo, se desplazó con celeridad. De la testa usualmente rasurada, ahora con la sombra del incipiente vello asomando, le regaban goterones de agua aromatizada con pétalos de mirto; algunos de estos le resbalaban por las esquinas de la robusta mandíbula y por el puente de la firme nariz, encuadrada por unas expresivas cejas sobre unos ojos que, durante el camino, habían desleído el protector kohl.
–Fuera –ordenó, dirigiéndose al escueto cortejo, hecho harto extraño, puesto que alguien solía permanecer siempre en la estancia.
Tabilah, turbada por la súbita aparición, se quedó con una cuenta. La distancia que debía recorrer desde el acceso a la residencia, y de esta a la alejada alcoba en la que se encontraban, le concedió a Rashidi el tiempo necesario para refrescarse en la entrada y no ser detectado hasta la mitad del pasillo y sin, al parecer, relación alguna con la litera demandada con los consiguientes porteadores, cuyo cometido iba a ser transportar a Merit a la opulenta fiesta en el palacio real. Aquella era una maniobra política más con el fin de tratar de desgastar la fama del rico clero de Amón en beneficio del faraón Ramsés II. Por descontado, y en su rol de servidumbre, Tabilah acató el mandato o lo hizo a medias. Como todo ser de dos patas, se alejó entre las columnas, no obstante, en lugar de marchar recto y abandonar la habitación, se refugió a la sombra de un pilar y los cortinajes que pendían de él. Contuvo el aliento y parpadeó, afinando la vista en la escena que le presentaba la pareja.
–Llega un momento en el que la arena se te cuela hasta en el más recóndito pliegue y… –comenzó a decir Rashidi, desprovisto de armas y casco, empero propalando poder y ruda masculinidad. Ubicándose a un lado de Merit, alargó un nervudo brazo cercado por el brazalete y estiró el dedo medio y el índice, este último circundado por un elaborado anillo de oro y cornalina, montado por la representación de los mismos caballos que lo habían traído hasta el hogar. Asió el delicado rostro por el mentón y lo volvió hacia sí. –Trata de soterrar el raciocinio –añadió, pasando el dedo anular por la abultada hechura de los añorados labios.
–Esa es una manera tuya de admitir por otros derroteros que lo que de verdad no toleras es… –Merit con lentitud se levantó de la silla de ébano, así como un áspid lo haría emergiendo de un cesto al ritmo de la música. Entornó los ojos y prosiguió hablando. –… pasar demasiado tiempo alejado de nuestra cama –La noche egipcia era inmisericorde, incluso más que la espada de bronce que suponía una extensión de la zurda de Rashidi. Desterró los miedos al batir las pestañas y, ladeada, besó el dedo para responder a la caricia; enseguida lo tomó en la boca para succionarlo.
–Sí, y con ello también te hago saber de la dura contienda que me supone diferenciar la realidad de los espejismos –reconoció Rashidi con una sonrisa. Enarcó ambas cejas, retiró el dedo de entre los jugosos labios y, con la yema, los abrillantó de saliva. –En especial, cuando todo lo que me rodea es solo arena… –dijo, acompañando las palabras con la rapidez de las manos que abrían el cierre del collar usej. Expolió los senos de Merit de la riqueza empedrada, que apartó sobre la silla, y enarboló las manos a los pechos de areolas y pezones eróticamente ensombrecidos por el uso de la henna. –Montones de arena, repartida en elevados montículos… –resolló, friccionando la punta de la nariz en el excelso arco labial de Merit.
Ya puedes leer la segunda parte aquí: Espejismos (II) – Relato erótico