Relatos eróticos

ELI – Relato erótico

Deléitate con el último relato de Valérie Tasso en 2023. Una maravilla de historia, otra maravilla de composición de otro maravilloso relato.

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Relatos eróticos

ELI

Estoy enamorado del hombre que fui a sus ojos. Creo que cuando me conoció, ella tenía ganas de algo ligero, masticable y fácil de digerir, nada empalagoso, una suave crema batida, una suerte de fresita silvestre. Y no lo advertí. Fui un paseo de tarde en la campiña inglesa. Una simple bocanada de aire fresco.

Todavía tengo las llaves del piso en el que nos citábamos. Nunca me las reclamó y nunca supe por qué. Debo decir que tampoco se me pasó por la cabeza entregárselas. Veo, con el tiempo, que a ella tampoco.

Al abrir la puerta, e inmediatamente al pasar el umbral, no puedo evitar intentar captar algún rastro de su perfume. Pero lo único que alcanza mi nariz es el olor a partículas de polvo molestas y silencio. Por lo demás, no sé exactamente lo que he venido a hacer aquí hoy.

Siempre pensé que fue una mala idea enamorarme de Elizabeth. Ahora sí lo puedo afirmar. Era una mujer madura, mucho más que yo y cuando me dijo su edad, empecé a calcular los años que me llevaba. Suena a auténtica tontería pero para un hombre de veinte años como yo, en aquel entonces, sí que era una cosa seria salir con una mujer que había pasado de los cuarenta y cinco. Supongo que a Elizabeth le gustó esta notable diferencia de edad,  probablemente porque me hacía dócil a sus mandatos.

Eli, como cariñosamente la llamaba, era de estas mujeres de belleza sin tiempo, quizá algo anticuada para la mayoría de hombres vulgares, pero con una elegancia natural y totalmente alejada de la dictadura de las apariencias. Todo me gustaba de ella. Su pasión por las profesiones perdidas que me enumeraba cada vez que charlábamos. Sus preocupaciones por la estética de las cosas sólidas, eficientes y difícilmente reemplazables. Yo incluido. Hasta los beneficios inigualables para la salud de las hortalizas.

Eli era una atmósfera, una palabra con multitud de acepciones. Y me volví loco por ella. Cuando vi pasar por primera vez su culo, hizo un verano en pleno mes de diciembre. La humedad tórrida que provocó su estela en mis calzoncillos fue una buena prueba de ello.

Nuestros encuentros tenían lugar una vez a la semana en este piso de propiedad que jamás usaba. Y, en cada ocasión, me derramaba dentro de ella rápidamente, cumplía rápidamente porque quería volver rápidamente a penetrarla. Y resollaba como un búfalo. Pensaba que era la mejor manera de ser su amante. Hasta que me enseñó el bello arte de desgarrar con lentitud su cuerpo que parecía elástico.

A pesar de estar medio vacío, el piso encierra todavía nuestras presencias. Las paredes se me hacen familiares, como si hubiesen pasado unas horas desde nuestro último encuentro.

En mi pasear, errático, descubro en la cocina una copa de vino solitaria. Unas marcas casi imperceptibles de carmín rojo mate tiñen los bordes. No puedo evitar pasar un dedo por encima. Como solía hacer con mi polla, justo después de recibir la dulzura mojada de sus labios. En esas ocasiones, sí que capturaba con un solo dedo el carmín rojo que ya no parecía tan mate. Ella, mientras, se pasaba el dorso de la mano sobre su boca. Eli, la glotona. Así la llamaba yo y me miraba, divertida. Esa copa es hoy el cáliz de nuestra comunión. Lo más cerca que he llegado a estar nunca de ella.

En una mesita, descubro, atónito, un libro que Eli se debió olvidar. Devoraba la lectura. Se trata del primer libro de poesía de Cortázar, cuando todavía usaba su pseudónimo. «Presencia». Mi hallazgo no deja de ser irónico y, por un instante, hasta tengo la sensación de que va a aparecer de un momento a otro. Le encantaba dar sorpresas. Aparecer así, con su impermeable azul marino y nada debajo. Detesto la poesía. Mejor dicho, detesto no entender la poesía como ella lo hacía. Sus infinitos matices, su deambular por las palabras, el mostrar, ocultando, el enigma de esas voces. Me esforzaba, lo juro, leía y releía por poder decirle algo, por dialogar con ella a través de los poemas. Nada. Cuando alguna sandez salía de mi boca, ella la acogía con una sonrisa cariñosa. Si la copa era el objeto que me permitía entrar en relación con ella, esos malditos poemas muestran mi verdadera distancia para con ella. Sostengo el libro y sostengo su recuerdo con la misma atroz intensidad con la que sostengo que Eli nunca estuvo a mi alcance.

Es al girarme con intención de abandonar el piso cuando me golpeo con la esquina de ese viejo pianoforte que formaba parte de la herencia familiar. ¿Cuántas veces he tropezado con este maldito trasto? ¿Cien? ¿Miles? No podía dar un solo paso sin estamparme contra él. Pero nunca follamos encima. Eso lo recuerdo, como recuerdo, entre su risa franca, sus palabras: «No lo oyes respirar, por eso nunca lo ves». Y es ahora cuando lo veo, cuando lo entiendo: Eli era ese instrumento, ese infernal artilugio, semioculto y al acecho, para el que yo no estaba dotado, que no sabía hacer temblar, en el que no producía ninguna resonancia. Solo sabía aporrearlo después de que cientos, miles de manos expertas se hubieran posado antes sobre él para invocarle las más hondas emociones, los más bellos cantos que hubiera emitido nunca nada.

No me queda más que dejar las llaves, que enterrarlas en algún hospitalario sepulcro e intentar iniciar el duelo por ese yo mismo que fui y del que me había enamorado.

Que la tierra me sea leve.