El séptimo cielo: 40 segundos de sexo es el nuevo relato de la genial Valérie Tasso. Como siempre, una historia tan fantástica como real que, impregnada de elegancia, pondrá vuestra libido a prueba.
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El séptimo cielo: 40 segundos de sexo
Subir un piso y medio por segundo equivale a una velocidad de ascensión de 18 kilómetros por hora. Si bien, en horizontal esa velocidad no suele despeinar a mucha gente, en vertical te puede llevar los ovarios a la garganta. Lo sé porque subí al piso 56º de la Tour Montparnasse, en uno de los 25 ascensores que la atraviesan.
Normalmente, las personas cogen este tipo de ascensores, bien para desplazarse a sus oficinas, que están repartidas en distintas plantas de este edificio, bien, tras pagar una entrada, por aquello que llaman turismo; las vistas de París desde el restaurante del piso 56º o desde la azotea del 59º, a la que solo se llega por escaleras, son absolutamente maravillosas. Pero, aquel día, no cogí el ascensor por ninguno de esos dos motivos; lo cogí para disfrutar intensamente del sexo, durante los apenas cuarenta segundos, que le llevan a una del suelo al cielo.
Charles fue el escogido. Un chico alto, fornido, de pelo rubio, un tanto simplón, pero aventurero y, lo más importante, con algunas conexiones en la administración del Edificio. Su excesiva «premura» en asuntos concupiscentes era, en este caso (solo en este caso) un punto a su favor, pues el slow sex quedaba, por razones obvias, descartado.
–Me vas a comer el coño, Charles, eso y solo eso –le dije nada más cruzar una de las puertas de la torre. Él asintió con extraño gesto, entre algo expectante y algo decepcionado.
Mi inquietud y mi excitación aumentaron a medida que el luminoso del ascensor indicaba su descenso para venir a encontrarnos. Noté el incremento del pulso cardíaco, cierta sudoración en mis manos, unas incómodas ganas de salir pitando de allí y una ligera humedad en el interior de mis muslos… sensaciones que ya conocía y que no dejaban de augurar que me iba a meter en otro lío.
–Val, acuérdate de la cámara de seguridad… –me dijo Charles, que parecía estar más nervioso que yo.
–¡Sí, sí, ya sé!… ¡Y recuerda tú algo de lo poco que sabes sobre anatomía femenina! –le respondí, levantando la voz.
¿Qué se le va a hacer? Cuando estoy nerviosa, suelo ponerme bastante borde.
El ascensor se detuvo, emitió un pitido y abrió sus puertas, pensé que iba a escupir mi corazón por la boca. De mala gana, dejé salir al trío de ejecutivos que lo ocupaban, y que no pudieron contener echar la mirada tipo «macho alfa» en modo on, al pasar a mi lado.
Charles y yo entramos rápidamente en el ascensor y presionamos el cierre de puertas, antes de que nadie más pudiera acompañarnos. No estar solos, en una de aquella cabinas tan transitadas, era el primer riesgo que corríamos, pero la hora y el resto de recomendaciones de Charles, habían dado buen resultado, hasta el momento.
Las puertas se cerraron.
Mientras colocaba el fular que llevaba en el cuello sobre la cámara de seguridad del ascensor, Charles, tan torpe como de costumbre, levantaba mi falda e intentaba quitarme las bragas (lo sé, en aquellas circunstancias, ponerme bragas no fue una brillante idea). El ascensor aún no se había puesto en marcha, y podría haber ocurrido cualquier cosa; que los guardias bloquearan el ascensor al ver que la cámara no estaba operativa, que hubiera saltado una alarma o que la mitad de la gendarmería del distrito nos estuviera esperando en el piso 56º. Pero nada de eso sucedió, al contrario, parecía que Charles por fin me había encontrado el coño y sus lugares más jugosos.
Cuando el ascensor pegó el primer tirón, noté la lengua de Charles lamiéndome el clítoris y sus aledaños, como un perro al que nunca le hubieran dado de beber.
Como pude, recosté la espalda sobre la pared y entreabrí un poco más las piernas, con la intención de facilitarle la tarea a mi acompañante que, medio en cuclillas, medio de rodillas, hacía lo que buenamente podía.
Cerré los ojos, «menos de 30 segundos ya», recuerdo que pensé, antes de intentar concentrarme; el vértigo de la subida se combinaba perversamente en mi interior con las cada vez más estimulantes y frenéticas caricias de la lengua de Charles.
La expresión «ir para arriba» empezó a cobrar su más especial sentido. Fue justo después de pensar, durante una milésima de segundo, en detener el ascensor de su huida hacia el cielo y presionar el botón STOP. Pero sabía a ciencia cierta que, si hubiera hecho eso, me habría cortado el rollo, además de activar todos los mecanismos de emergencia del edificio (lo cual habría sido más grave de cortarme el rollo).
Noté un temblor en mis pies, imaginé ver los números de los pisos pasar en el luminoso y, por una sola vez en mi vida supliqué para que el ascensor saliera despedido hacia las estrellas, con tal de no tener que detenerme en ese instante.
Pero sucedió lo contrario; el ascensor inició bruscamente su desaceleración. Habíamos alcanzado el piso 56º con su panorámico restaurante, y la puerta iba a abrirse hacia una realidad que se me antojó extraordinariamente inoportuna.
Charles se puso en pie de un brinco, ocultando a duras penas mis bragas en el bolsillo de su pantalón, y yo, jadeante, enderecé mi espalda sobre la pared del ascensor, que abrió sus puertas. Una pareja inglesa de avanzada edad (era tan evidente lo uno como lo otro) se encontraba frente a nosotros. Nos miraron con aire sorprendido, tan sorprendido que no tuvieron tiempo para recriminarnos nada… Sin duda, algo en nosotros delataba lo que allí había sucedido.
Recogí con cierto aire desenfadado mi pañuelo de la cámara de seguridad y, al salir del ascensor, le pregunté a la señora con mi más refinado acento británico:
–¿Se come bien aquí? –y, sin esperar su respuesta, continué–, porque aquí, en el ascensor, no se come nada mal.