Con todo lo que llevamos en este siglo XXI, uno ya no sabe si calificar esta historia como distópica o futurista. En cualquier caso, no te pierdas el excelente relato de Valérie, El «impulso», donde describe un mundo en el que los supervivientes de las distintas pandemias viven subsumidos en la «racionalidad» de una inteligencia artificial que, lejos de mejorar las condiciones de vida, determina una existencia aislada de otros humanos, despojada casi de cualquier vestigio de humanidad. ¿O quizá es esto un cuento realista?
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El «impulso»
Las sucesivas pandemias que asolaron a lo largo de la década de los veinte la humanidad nos obligaron a los supervivientes a eso… En un principio, cuando todavía existían núcleos familiares y burbujas de convivencia, el aislamiento se veía como algo exótico, molesto, que intentábamos sortear como podíamos. Todavía no sabíamos cuál sería nuestro destino. Cuando se empezaron a crear las células de única habitabilidad, cuando la inseminación exenta fue la única posible para reproducirnos o los niños fueron apartados de una madre que nunca tuvieron para ser educados por la IA y luego ser asignados a un perso; cuando los Generadores Virtuales de Ambiente (VGA) fueron el gadget tecnológico más vendido, cuando la red fue intervenida y cuando empezó a desaparecer el acceso a la literatura, filosofía, teatro, cine, música y a todo lo que nos pudiera generar sensaciones fue cuando empezamos a tomar verdadera conciencia de la situación.
Cualquier contacto con otro ser humano era un riesgo potencial para todos nosotros. Nos obligaron al aislamiento. Y llegaron las revueltas, que fueron fácilmente aplacadas, y emergieron de todos lados profetas, mesías, visionarios a los que la razón instrumental les tapó, lógicamente, la boca. Después, simplemente nos acostumbramos.
Mi genéticamente hermano mayor, la última persona humana con la que tuve contacto presencial hace muchos años, solía explicarlo de modo sencillo; ¿Por qué se cae una ardilla de un árbol?, me decía. Porque se ha dormido, respondía. ¿Por qué se caen dos?, volvía a preguntar. Porque la segunda estaba cogida a la primera, volvía a responderse. ¿Por qué se caen tres?, preguntaba finalmente. Porque la tercera ya cree que las ardillas hacen eso, concluía pícaramente. Es el gregarismo el que nos acostumbra a todo.
Yo todavía nací de un cuerpo humano, pero fui apartada del todavía existente núcleo familiar –mi madre biológica y mi hermano mayor– y directamente asignada a un perso a los ocho años. Con él convivo desde entonces en una célula que me asignaron en el sector 3C del área 25 Este de la planicie Godun de la urbe Chroma. Los persos, personas no humanas, se parecen extraordinariamente a nosotros; tienen dudas, cometen errores, en ocasiones tocan con torpeza, no siempre son explícitos, pero siempre son positivos y sonríen. No son, contrariamente a lo que vaticinaban, mejores que nosotros, aunque sí tienen una particularidad; siempre nos sobreviven. Tampoco ellos mantienen ninguna relación con otro perso, el protocolo de interacción que tienen asignado se lo impide. Solo comunican con la voz de la Compañía. Igual que nosotros.
Sentí el primer «impulso» cuando tenía unos quince años. Lo llamé así porque no sabía muy bien a qué responde. Es… ¿cómo lo explicaría? Como una necesidad de estallar por dentro, de ser abducida más allá, de perder de vista mi cuerpo mientras lo tengo enormemente presente. El «impulso» va siempre acompañado de sensaciones neuropsiquicofisiológicas; por ejemplo, los extremos de mis pectorales, esos de tejido más blando, se endurecen. En la «fisura gamma», la parte esa donde se juntan mis piernas, se produce un extraño saliveo como si quisiera, por absurdo que parezca, querer comerme algo por ahí. Me siento irritable, malhumorada, incapaz de pensar en nada más que en el «impulso», lo quiero todo y nada en concreto, extrañas e irreconocibles imágenes circulan por mi mente sin que las pueda retener, la cara se me enrojece.
Es una especie de enfermedad, «el remanente» lo llamamos, me informó el perso cuando se lo dije aquella primera vez. Y procedió a sanarme. Me tumbó boca arriba y me hizo cerrar los ojos. Noté cómo me levantaba la cabeza y sentí una especie de pinchazo en la nuca muy intenso pero gratificante, un poco como el que sientes al rascarte cuando algo te pica mucho. Y entonces sucedió. Mi cuerpo se abrió y yo desaparecí, pero podía verme desde algún sitio, bueno, en realidad no me veía a mí misma, sino que veía imágenes inconexas, cosas que yo nunca antes había visto dentro de la célula de única habitabilidad, que no sabía lo que significan ni qué sentido tenían aunque estaba segura que tenían alguno y, de repente, como de la nada, yo no era nada más que un infinito placer, inabarcable, una especie de caos perfectamente reglado que me trascendía en una pura e indiscutible satisfacción, que estaba mucho más allá de mí aunque me daba una identidad.
Yo era ese puro gozo. Apenas duró unos segundos en los que me supe desaparecida, ilimitada, indefinida, muerta pero contenedora de todas las existencias del mundo, de todo lo mejor que nunca hubiera existido ni estuviera por existir. Cuando abrí los ojos, el perso estaba con su sonrisa de siempre. Me anunció que no me preocupara, que «el remanente», como él lo llama, se manifestaría cada vez menos. Y yo no pude más que sentir, en ese preciso momento, una enorme tristeza.
Yo aún sé que un día moriré. Parece que los neos, los nacidos exentos, ya no lo saben, por eso ni se despiden ni escriben ni sienten el «impulso». Tal y como pronosticó el perso, los ataques fueron espaciándose cada vez más en el tiempo hasta casi haber desaparecido en estos momentos. Yo sé que un día moriré y lo que lamento por encima de todo es no morir por el «impulso», por ese extraño «remanente» que me llevó a la muerte cuando me sentí más viva que nunca.