Cuando mirar es desear… Desearlo todo. No te pierdas otro excelente relato de Valérie Tasso, donde verbaliza voyerismo y fetichismo de manera magistral.
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Disolverse
Me encanta mirar a las mujeres andando por la calle. Nada se me escapa de ellas. Ni un solo detalle.
Desde un perfume cítrico que deja un halo, cuyos límites podría trazar con un rotulador sin que desbordara, después de que se cierre la puerta del edificio en el que unas entran, hasta un inesperado traspié por un tacón mal apoyado en el asfalto.
Es el sitio donde mejor se vive. Rodeado de mujeres cruzando las calles, aquellas que evitan las bicicletas que giran bruscamente o las que, en un descuido, rozan sus cinturas en capós de coches mal aparcados.
Aquellas que esperan bajo la lluvia no se sabe bien el qué, escondidas por un enorme paraguas.
Miro siempre de soslayo a las que se llevan algo a la boca con una delicadeza de comunión mientras desfilan por la acera.
Son ausencias que no duelen porque me encapricho de todas ellas. Incluso de las tristonas, las que lloran y dan golpes contra la pared de un callejón, mojadas esta vez porque las lágrimas las devoran. Se las tragan con las barbillas, temblorosas, secándoselas con la palma de la mano para que nadie las pueda ver así. O para que las puedan ver cuando notan mi presencia a la entrada del callejón. Y esconden rápidamente el rostro con un simple giro del cuello hacia otra dirección.
Tengo debilidad especial por un tipo. Bueno, no es del todo cierto. Tengo por tres.
Unas son las mujeres que llevan gafas. Me parecen tan sexis que me las imagino follando conmigo con las gafas puestas y apunto a sus ojos cuando estoy a punto de correrme y ensucio esas lentes un instante. Nada más…
Y besarlas justo después. Que me concedan un beso, una decepción blanda y húmeda, disimulando a duras penas el notar de una saliva que no les pertenece. Abundante. Como mi leche en sus gafas, deslizándose suavemente como un caracol.
Las segundas son por las que siento una inclinación fuerte son las mujeres que fuman. Cuando me cruzo con una de ellas por la calle, la sigo y me acerco cada vez más para intentar aspirar el humo que suele dejar a su paso y escuchar esa canción grave que entonan sus pulmones cada vez que da una calada. Y esa punta del pie con esta curva exagerada del empeine que se disloca ligeramente para aplastar la colilla manchada de pintalabios. Parece una herida. Su ADN tardará años en desaparecer. Pero yo he estado aquí. Y estos tendones tensos que insisten en aplastar y aplastar y aplastar. No, no necesito ver la cara de la mujer. Pero cómo me entusiasman los labios pintados de rojo.
Pero lo que más me emociona –debería decir, para ser más exacto, que me excita– son las mujeres coquetas que llevan medias de nailon con esa raya negra que parte del talón hasta los muslos, detrás de las piernas. Aquella que no se disipa y divide mi cerebro en dos. Es una invitación a subir mi mirada más arriba de las pantorrillas. Más arriba del hueco de la rodilla. Más allá de los muslos. Ahora sí el cerebro empieza a desvanecerse. Me siento como un microbio adhiriéndose a estas piernas y ordenándoles que se abran. Pinchar un trozo de la media para hacerle un agujero en el sitio estratégico y, con la nariz erguida, intentar percibir los olores de la carne frotándose contra el nailon cuando anda. Estoy casi convencido de que el sudor de sus piernas huele a algas.
Pero ralentizo y observo este cuerpo derecho, esas piernas elásticas, el veneno de los ligueros que me vuelven loco debajo de esa falda demasiado corta. El suelo de la acera está cada vez más cerca de mi cara. Tambaleo. Esa idea insoportable, gente alrededor. El no poder hacer agujeros en estas medias. Solo con el dedo meñique. Lo prometo. Solo con ese. Estropearle ligeramente la falda, subiéndola. Solo ligeramente. Ralentizo más. Tengo miedo a pasar delante de ella, girar la cabeza, escrutarla. Que no se atreva a acercarse a mí. Que no me coja en sus brazos. Tengo miedo a que su mirada me arrugue y que me evite como a las bicicletas que giran bruscamente. Me conformaría con un roce de su cintura contra mi americana. Como aquel en capós de los coches mal aparcados.