Relatos eróticos

Diarios en cajitas de metal – Relato erótico

No te pierdas esta maravilla de relato de Valérie Tasso.

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Relatos eróticos

Diarios en cajitas de metal

La zorra y los cerdos conviven en armonía
Con palabras sucias
Son pequeños tesoros
En cajitas de metal.
Valérie Tasso

Me he esforzado siempre por llevar un diario. He intentado describir con la mayor precisión posible mis estados de ánimos. Las lágrimas son buenas para la catarsis y confieso que más de una vez he rezado para poder vaciarme de todo a través de los sollozos. Pero dejan los ojos enrojecidos y el rímel corrido. Escribir es dulce a la larga y llorar, demasiado salado. Quema los labios. Las zorras como yo no se pueden permitir tener la mirada nublada, los ojos hinchados, la boca agrietada o huellas húmedas que dibujen caminitos en el maquillaje. Las zorras como yo se tragan lo amargo, aguantan los reflujos de sal, escriben con esmero y esconden sus diarios en cajitas de metal. Hay una razón sencilla para ello: en cajitas de metal todos los cerdos que he conocido en mi vida dejan de gruñir. Por supuesto, sus recuerdos están, pero el ruido se amortigua. Su eco resbala contra la tapa y se muere en forma de palabras.

El otro día, abrí una de mis cajas. No era la más reciente. Sí, las colecciono y mi mayor placer es volver a abrirlas de manera aleatoria. Manías de una zorra  nostálgica. Pido disculpas al lector, me estoy desviando un poco. Lo que estaba diciendo… Cogí una de mis cajitas y la puse encima de la mesa. Quité la tapa lentamente como quien abre un regalo que quiere disfrutar eternamente. Saqué el diario y lo deposité, a su vez, con sumo cuidado encima de la mesa, al lado derecho de la caja. Rituales de una zorra, os lo concedo. Aquella mesa devino un bodegón de terror. El terror del recuerdo de palabras llenas. Algunas, más dibujadas que otras, con espeso rotulador negro. Abrí el diario al azar, más o menos por la mitad.

«Los matorrales esconden de las miradas de curiosos y del sol. Y además dan mucha sombra. A pesar de todo, J. pudo ver mis pezones. Empezaban a crecer, según él. Me comentó eso porque estaban muy hinchados. Luego, manifestó cierta inquietud.

–No estarás embarazada, ¿verdad?

No, respondí. Los apreté con dos dedos simulando que salía leche y se los acerqué a su boca. Se puso a mamar de manera febril. No era por timidez. No. Era por sorpresa.

Mis pechos también dibujaban sombras. Más grandes que los matorrales. Desproporcionados. Parecía otra mujer. Desdoblada. J. seguía lamiéndome mientras mi mirada se dirigía hacia mi propia sombra.

J. tenía los ojos cerrados. Parecía un porcino alimentándose de la leche de su madre que, pronto, acabaría en un matadero. Lo debía intuir. Probablemente, para él, iba a ser su última comida. Luego, chuparía del biberón. Para engordar. Otro huérfano más. Uno de tantos. Uno sin significado. Sin duda, para mí, iba a ser el último amamantamiento. Los quería a todos huérfanos. Los quería a todos colgados de mis tetas. Para luego, abandonarlos.

J. giró lentamente la cabeza hacia la sombra que proyectábamos. Y se puso a mordisquearme los pezones, así, con la cabeza de lado. Estaba emocionado por la película que desfilaba por la hierba fresca. Introdujo su mano tosca en los pantalones para meneársela pero sin que yo pudiera ver nada.

No me gustan los pudorosos. Que sepas, J.,  que ya estás degollado para mí. Eso pensé. Y buscaré a otro cerdo más cochino aún. Si te esmeraras más, sabes que estaría dispuesta a abrirme de piernas. Todo eso pensé».

Abrí otra página al azar. Esta vez, estaba llena de dibujos de flores en los márgenes.

«Sé que la polla de P. se pone dura cuando le explico que, cada noche, me preparo infusiones de plantas y, luego, con un algodón previamente mojado en el brebaje tibio, me lo paso delicadamente por los pezones heridos, mordidos por otros. Siempre lo suelo hacer delante de un pequeño espejo. Me gusta verme. Sé que P. se corre al final de la frase. Porque tiembla como las hojas al viento. Y le pido que no sea egoísta, que ahora, la que tiene que mamar soy yo. Se desabrocha los pantalones, se apoya contra un árbol y yo mamo. Sus calzoncillos huelen a armario con naftalina. Sé que se los ha puesto para mí. Solo se los pone para ocasiones especiales, como ahora. No tarda nada. Levanto la cabeza, abro la boca y hago burbujas con su leche. Veo como su piel se eriza. Sus poros son pequeños cardos que quieren pincharme. Pero no levanto mi falda como le gustaría. Solo le susurro que es un marrano más en la vida de una zorrita».

Es justo admitir que nunca he tenido reflujos al llenar de leche mi garganta. A estas alturas, ¿para qué mentir? Soy aquella zorra que traga leche veinticuatro horas al día. Y se deja lamer los pezones. Entre matorrales y árboles secos.

Hace poco, me he hecho una promesa; pronto excavaré un hoyo para enterrar todas las cajitas de metal. Y entonces, cuando caiga la lluvia sobre la tierra negra, como las lágrimas que nunca he podido verter, el eco de las nubes enfurecidas tapará para siempre los lamentos de todos aquellos cerdos que me quisieron follar.

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