Lo extraño de la belleza no puede concursar en una vida que, como consecuencia de la (constante) pérdida, solo puede acceder, poseer y volver a perder lo propiamente bello por puro accidente. O no. De cualquier modo, no te pierdas este espléndido relato de Valérie Tasso.
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Ilustración por @ginadrawstodraw
El desaparecer de tu belleza en un desagüe
Frank y Sabina están conversando. Ella apostilla:
«Antes de desaparecer totalmente del mundo, la belleza existirá todavía algunos instantes, pero por error».
Milan Kundera – Extracto (página 63 de la edición de Planeta, 2019) de La insoportable levedad del ser.
Tu belleza es imponente. Tus ojos, el fiel espejo de mis fantasías más escabrosas. Tu piel, el suave tacto del talco para bebés que acaricio y remuevo entre el pulgar y el dedo índice. El consuelo. El hogar. El palpar con suavidad una plumita abandonada debajo de un nido. Y el remanente del polvo del talco cayéndose en el lavabo, formando caminos blancos ramificados sin acceso ninguno a ellos, en el desagüe de acero inoxidable comido por la puta cal. Una sensación de bienestar que invade y que, a su vez, acaba ahogada en las olientes cloacas, a pocos metros de mí. Una paradoja. La nuestra.
Hurgo con dos dedos el estrecho tubo del desagüe con la esperanza de salvar algo de tu piel, de tu pelo, lo que sea. Es simbólico obviamente. Alcanzar tu belleza jamás ha sido tan doloroso. Y tu amor, ni te cuento. Levanto la cabeza y veo mi rostro desencajado por un esfuerzo que no le corresponde. Mis uñas sangran y sufren por rasgarlas contra el tubo perversamente sinuoso. Como tus curvas. Como tu boca sonriéndome y pidiéndome que la muerda. Como las perlitas ensangrentadas que brotan después de clavar mis dientes amarillos por el tabaco negro que fumo, en tus labios provocadores rosa-virgen. Aquellos que se entreabren para soltar un algo, un gemido, un suspiro, un «no pares», un no sé qué. Ese nada que lo es todo.
Apareces de repente detrás de mí. Veo tu reflejo en el espejo. La sinuosidad de tu silueta en el vaho que dejó mi aliento en el cristal. Lo limpio rápidamente con la manga de esa camisa a cuadros que me regalaste un día. Cuello Mao. Un momento feliz para ambos. Mi cumple. Ensucio sin pensar la tela regalada que cubre mi brazo. Sacrilegio, creo leer en tus ojos.
Te acercas a mí, sin embargo, con sigilo. Eres la bailarina del tutú blanco o rosa de la caja de música. Aquella que da vueltas sin marearse. Aquella que entristece. Aquella que se queda prisionera de una cajita estrecha. La jaula de recuerdos. Aquella que no se suele abrir. Unos recuerdos encerrados para siempre en mi mente que enloquece. Porque te vas. Hoy, por primera vez, has decidido dejarme. En serio.
Te acercas a mí, sin embargo, con sigilo. Tu pelvis se pega contra mi culo. Bailas como aquella muñeca de la caja de música. Con movimientos de atrás hacia adelante, como un autómata. Y el que se marea soy yo. Prisionero de tu anatomía huesuda. Pierdo algo de equilibrio mientras me siguen doliendo los dedos atrapados en el tubo del desagüe y tus huesos de porcelana pinchándome a través de las fibras del pantalón.
Me doy media vuelta con sigilo. Sé que es el fin de los «no pares», de tus gemidos, de tus suspiros, de aquel algo. De ese no sé qué que nos reunió para liberarte de esa caja esculpida de madera en la que te sentías sola. Mi brazo libre empieza a quitarse el cinturón pretendiendo un no sé qué. Quizá un adiós con sabor a sangre en mi polla erecta. Quizá un llevarme tu dolor teñido de rojo en mis cojones. Quizás un «Mírame cómo me pones». No sigues mis movimientos. Pero los intuyes. Y me miras, desconcertada, directamente a los ojos.
De repente me das un beso en la boca, bajas hasta mi cuello, y tu cuerpo desciende hacia mi brazo prisionero del desagüe. Lo retiras con suavidad y me das un beso en los dedos amoratados por la presión del acero. Los insertas uno por uno en tu boca. «Sana, sana, colita de rana», canturreas a pesar de la saliva que brota e impide que tu voz se proyecte. Nos balanceamos juntos como dos muñecos con pilas desgastadas.
Mientras las lágrimas salen poco a poco de los rincones de mis ojos, me susurras: «Error. Todo lo nuestro fue por error».