Más abajo, encontrarás dos relatos eróticos tremendos de Brenda B. Lennox. El tema de hoy: sexo con penes pequeños.
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Relatos ero: Sexo con penes pequeños
Uróboros – Relato erótico corto (1)
Adora su polla. Es pequeña, curvada, venosa. Una polla que la desea, la busca, la obedece. Una polla que crece en sus manos, entre sus senos, sobre la lengua húmeda que desciende hasta la base, que asciende hasta su glande una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez…
Adora acogerla en la suavidad de su vulva, acariciarla con su vello espeso, rodearla con los labios hinchados; disfrutar de cómo se frota contra ellos, se folla su clítoris, humedece el camino hacia sus entrañas.
Adora abandonarse al placer de su dureza al penetrarla, de su rugosidad en las paredes, de su empuje en el culo; apretarla, correrse, quemarse con el fuego que la inunda y se desborda perlando sus glúteos.
Adora yacer abrazados, sentir los latidos desbocados de su corazón, la sangre que se agolpa en las venas, el deseo que la invade de nuevo y la empuja a deslizarse hacia su pelvis, lamer su rafe, hundir la lengua en su interior, engullir el miembro que crece, que acaricia el cielo de su boca, que busca su garganta sin lastimarla.
Adora sentir el cuerpo que gira, la boca que apresa su coño, los labios que maman al compás de su mamada.
Adora devorar. Devorarse.
Ridículo – Relato erótico corto (2)
Se masturba en la soledad de su habitación. Tiene los ojos cerrados para dejarse llevar por sus fantasías inconfesables. No es su mano, sino la de una mujer de dedos suaves y largos que le besa, le abraza, le susurra que le quiere mientras le acaricia con dulzura. Un trueno quiebra el silencio y le devuelve a la realidad. Las gotas repiquetean en los cristales y en su mente, los recuerdos. Las burlas en los vestuarios, las miradas socarronas en los urinarios públicos, la sonrisa de suficiencia del actor porno. Presumen, como si tener un pene grande fuera su mérito, como si él fuera el culpable de que el suyo no lo sea. Intenta convencerse de que no es así, pero no es fácil encajar la cara de decepción mal disimulada cuando la mano femenina se hunde bajo sus calzoncillos, cuando los baja y constata que está erecto, cuando chupa intentando que crezca unos centímetros más. Ni las excusas, la huida rápida o, peor aún, la compasión, el polvo por compromiso, como si él fuera esa polla, como si no hubiera dado placer suficiente con su piel, sus labios, su lengua que excitaron, mimaron, chuparon hasta arrancar un orgasmo.
Intenta convencerse, sí, pero no puede evitar que le invada la impotencia cuando, tras probar las cremas milagrosas, los aparatos extendedores, los ejercicios pélvicos, la cinta métrica refleja los mismos centímetros. Y estira la piel con rabia, fuerza la carne hasta que le duele y acaba sofocando el llanto que se agolpa en su pecho mientras grita en silencio a un dios inexistente. Le han reducido a una parte de sí mismo. Y la odia. Se odia. Les odia.
Ha parado de llover. Un tímido rayo de sol se cuela entre las nubes. Le anima a levantarse y salir de la tormenta que le azota. Coincide con su vecina en la puerta del ascensor. Se saludan con timidez y esperan en silencio hasta que la puerta se abre. La observa con disimulo mientras los pisos se suceden. Siempre le ha parecido bonita, pero ¡para qué intentarlo! Ella levanta el rostro y sus ojos coinciden. Otro rayo de luz que atraviesa las nubes. Ella también odia los dedos masculinos que se hunden en su sexo con el único propósito de excitarla lo suficiente para meterle la polla, como si solo fuera un coño y no piel, carne, alma. Y se masturba en la soledad de su habitación con los ojos cerrados para dejarse llevar por sus fantasías inconfesables. No es su mano, sino la de un hombre de dedos suaves y largos que la besa, la abraza, le susurra que la quiere mientras acaricia con dulzura y le da placer con su piel, sus labios, su lengua que excita, mima, chupa hasta arrancar un orgasmo.
La invita a tomar un café. Ella acepta.