Brenda B. Lennox nos regala originalidad e intensidad a raudales en estos relatos eróticos cortos de masturbación masculina. Si piensas que el sexo es más que penetración y que el onanismo es parte de las relaciones, incluso después de que hayan terminado, entonces, no te pierdas estas excelentes miniaturas.
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Relatos ero: Masturbación masculina
Grítalo – Relato erótico corto (1)
Sé que me lees. Escudriñas las palabras buscando lo que no fuimos, lo que no somos, lo que no seremos. O, tal vez, lo que sí fuimos, lo que somos sin saberlo, lo que seremos. Preguntándote si el recuerdo subsiste, si las huellas son cicatrices o heridas abiertas, si he cerrado la puerta, si la has cerrado tú. Rabiando por no encontrar las migas de pan, el hilo que te sacaría del laberinto, las pistas para resolver el enigma.
Me odias, cuando esperas en el acantilado la llegada de una botella, cuando la descubres y te desuellas para recogerla, cuando la destapas y el mensaje no lleva tu nombre. Y cuando sí lo lleva, y el deseo te arrastra, y sacas tu miembro, y te acaricias en la penumbra, y te odias. Te odias tanto como a mí.
Dime qué fantasía guía tu mano, qué quieres hacerme, qué quieres que te haga. ¡Grítalo! Grítalo hasta que caigan los muros, hasta que tornen puentes. Grítalo y te tocaré en la distancia, con la ternura que ellas no mostraron, con el deseo voraz que fingieron.
Grítalo y te masturbaré despacio como si el tiempo no existiera, de la raíz a la punta excitando cada poro, hasta que la pequeña muerte te devuelva a la vida, y mis dedos brillen por la humedad de tu sexo.
Película – Relato erótico corto (2)
Durante muchos años odié el invierno. Despertaba recuerdos que revelaban que las heridas seguían abiertas, que el tiempo no las había cicatrizado, que el pasado subsistía en el presente. Odiaba el invierno, sí, porque fue en invierno cuando descubrí que mi realidad era la ilusión de The Thirteenth Floor, el experimento de Dark City, el código binario de Matrix.
Llevaba meses distante. Problemas en la empresa que le ocupaban las tardes, que le mantenían silencioso durante la cena, que provocaban su negativa cuando quería hacer el amor. Por eso quise darle una sorpresa: una cita romántica entre semana, una cena en su restaurante favorito.
Me aposté cerca de su oficina. Contra todo pronóstico, salió a su hora y, cuando iba a correr a su encuentro, observé que tomaba la dirección opuesta a casa. Se despertó mi instinto y detuvo la carrera. Le seguí a hurtadillas, con el corazón acelerado y las manos sudorosas; una copia ridícula de Bogart en El Halcón Maltés. La persecución terminó en la filmoteca, una rubia le esperaba con una sonrisa luminosa. Mi mundo comenzó a desmoronarse. Pensé que, tal vez, nuestra historia fuera sombras en la pared de una caverna, pero me negué a mirar a la hoguera y me aferré a la ilusión.
Aguardé unos minutos, compré el ticket, y entré en la sala cuando apagaron las luces. Los localicé a pesar de la penumbra y me senté detrás. Cuando aparecieron en la pantalla los créditos iniciales, sonreí con amargura; proyectaban Mogambo, ¡qué apropiado!… el safari en la jungla, la morena despechada, el cazador cazado.
Ninguno veíamos la película. Ellos se comían a besos y yo les observaba sintiendo que el velo se rasgaba y la cruda realidad aparecía ante mis ojos. ¡Cómo pude estar tan ciega!
El hombro de ella comenzó a moverse, rítmico, y comprendí lo que sucedía. Le estaba masturbando y él se retorcía de placer. Imaginé su miembro firme, duro y cálido creciendo en su mano, rezumando su perfume, perlado por la lubricación. ¿Cuánto hacía que no lo masturbaba, que no lo saboreaba, que no lo sentía ardiendo en mi interior? ¿Qué le daba ella que no le daba yo?
Me sentía como Charlton Heston, paralizada ante la Marabunta, arrodillada en la playa del Planeta de los Simios, gritando enloquecida en Soylent Green. Solo que el grito se había congelado en mi garganta, mi cuerpo de hielo se trizaba en esquirlas, el lago se resquebrajaba y yo me hundía en las aguas gélidas. Ella sí gritó cuando me senté a su lado y susurré su nombre, y su grito se fundió con el gemido del orgasmo, y la lava me salpicó la cara abrasándome.
Él abrió los ojos y me miró y, en ese fugaz instante, comprendimos que el fotograma se había atascado en el proyector, que comenzaba a arder prendiéndole fuego a todo el rollo, que la película que habíamos protagonizado se estaba reduciendo a cenizas.