Hemos ido un poco más allá para pedirle a Brenda que escribiera dos relatos en los que se usaran «consoladores caseros». Y el resultado es más que excitante.
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Relatos ero: Masturbación en casa
Sucio – Relato erótico corto (1)
— ¿Cómo se desencajó de la pared?
Reprime una sonrisa. Lleva un rato observándole mientras sopesa la pared de la bañera, la grifería y su posible solución. Siempre le han excitado los fontaneros. Bueno, los manitas en general. Fontaneros, albañiles, mecánicos… El mono cubierto de grasa, pintura, cemento; el cerco de sudor en las axilas; las manos ásperas, fuertes, sucias. Está cachonda. ¿Qué pasaría si se abriese la bata, separara las piernas y comenzara a masturbarse con el desodorante de tapa redondeada? ¿Se enfadaría? ¿La rechazaría con un «Señora, ¡qué hace!»? ¿O la observaría penetrándose con él hasta se le pusiera dura, saldría de la ducha y le comería el coño arrodillado entre sus piernas? ¿O, tal vez, la cogería con rudeza por la cintura, girándola, empotrando su vientre contra el lavabo, lubricándole el culo con aceite corporal y metiéndosela hasta que le temblaran las rodillas? Tantas posibilidades…
¿Qué cómo se desencajó de la pared? Follando con mi último amante, querido. Me masturbaba con el cabezal de esa ducha que sostienes en la mano y él descorrió la cortina. Le miré y supo lo que quería. Se desnudó y entró. Le acaricié la polla y, cuando suplicó, la guié a mi coño. Me lo folló, por detrás, mientras yo seguía masturbándome con los chorros de agua y me aferraba con una mano al grifo para mantener el equilibrio. Fuerte, fuerte, fuerte, hasta que me corrí y tiré con tanta fuerza que casi lo arranco de la pared, y resbalamos, y nos agarramos a la cortina que no soportó nuestro peso, y caímos en la bañera, y nos golpeamos contra los bordes. ¿Ves este morado en mi cadera? Tenías que ver su espalda.
— ¿Señora? ¡Señora! Disculpe. ¿Cómo se desencajó de la pared?
Juega con el cinturón de la bata. No reprime la sonrisa. No, ya no. Sonríe, sí, y le susurra, coqueta: —¿Realmente quieres saberlo?
Huerta – Relato erótico corto (2)
Guillermina perdió la virginidad con una zanahoria. Reconozco que no es muy glamuroso, pero los caminos del deseo son inescrutables y, además, el que esté libre de pecado que tire la primera piedra. De todos modos, seguro que la entenderás mejor si comienzo por el principio.
Había estado bailando toda la noche en las fiestas del pueblo con un jornalero. La firmeza de la mano que apretaba su cintura, el olor a colonia que no enmascaraba el sudor ácido, el cuerpo fornido que se apretaba contra el suyo, la encendieron. Se escabulleron hacia la huerta y se tumbaron entre los surcos, ocultos por la oscuridad. Ella necesitaba más ternura, pero los dedos ásperos y toscos buscaron sus pechos bajo el vestido de lino y su sexo, bajo las braguitas de algodón, mientras la lengua penetraba su boca y los dientes le mordían los labios. Tal rudeza le devolvió parte de la cordura. ¿Iba a perder «su blanca flor» con alguien con quien no se casara luego? Sería la deshonra de su familia. Se lo explicó con dificultad, porque seguía masturbándola y el deseo la estaba volviendo loca. Él entendió a duras penas. «No follaremos, pero vamos a darnos placer. Tócame». Se rindió. Acaricio la polla dura y fibrosa con torpeza y él la guió con una mano, mientras pinzaba el clítoris con la otra hasta que acompasaron el ritmo y se corrieron con un gemido que quebró el silencio de la noche.
No volvieron a verse, pero aquel encuentro enraizó en las entrañas de Guillermina como una mala hierba. Cada vez que iba a la huerta, el olor a estiércol y tierra la excitaba, y aunque luego se masturbaba rememorando, sus dedos le sabían a poco y se sentía más y más insatisfecha hasta que un día, mientras arrancaba zanahorias para el almuerzo, se le ocurrió una perversidad. ¿Y sí…?
Escogió la más fina y delgada, la lavó a conciencia y se refugió en la intimidad de su habitación. Comenzó a acariciarse la vulva con ella, despacio, como si fueran los dedos del jornalero, hasta que la humedad la deslizó a la entrada. Se penetró con cautela, apenas la punta, luego el tronco, y se dejó llevar. Cuando los tallos rozaron su clítoris, se corrió temblando de placer con un gemido que ahogó en los labios.
A pesar de la deliciosa novedad, con el tiempo, las zanahorias, tan delgadas y exiguas, le resultaron insuficientes y una tarde, cuando descamisaba una mazorca de maíz, la invadió de nuevo la excitación. Había algo erótico en despojarla de la espiga y los estilos, acariciando su superficie como acarició aquella polla. Agitada, la escondió en el bolsillo de su delantal y de madrugada, cuando todos dormían, se acarició la vulva con ella, despacio, fantaseando con el miembro de aquel amante. La humedad la deslizó a la entrada y se penetró con cautela, apenas la punta, luego el tronco firme, rugoso, suave, y se dejó llevar hasta que sintió su dureza en el fondo de su sexo y se corrió temblando de placer con un gemido que ahogó en los labios.
Por desgracia, ya fuera por la textura de su nuevo juguete, ya fuera por el frenesí con el que se masturbó con él, contrajo una infección vaginal que la mantuvo escocida y dolorida durante dos semanas en las que la aloe vera y los enjuagues con infusión de caléndula sustituyeron todo juego placentero. La mala experiencia no apagó su libido, aunque sí la volvió más cautelosa y tras sopesar todas las posibles alternativas vegetales, se decantó por un calabacín grande, de formas redondeadas y piel suave, al que recubrió con un preservativo robado a su hermano, para evitar males mayores.
Febril por el deseo insatisfecho, se refugió en el establo, se tumbó en un montón de paja, se subió el vestido, se despojó de la ropa interior, abrió las piernas y comenzó a acariciarse la vulva con el calabacín, despacio, fantaseando con el jornalero, hasta que la humedad lo guió a la entrada de su sexo y… un ruido la sobresaltó. El mozo que cuidaba a los caballos de su padre había dejado caer una montura. Lentamente, salió de las sombras en las que se ocultaba, se paró frente a ella y la miró a los ojos.
Sobra decir que, a partir de ese día, Guillermina no necesitó más hortalizas, tan solo a él, a su polla, a su anillo en el dedo y…, bueno, a su fusta.