Descubre cómo hacer de la bañera el lugar más sensual en compañía de tu amante o de un vibrador muy especial.
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Treinta y ocho grados – Relato corto lésbico (1)
La morena se sentó en el borde de la bañera, con los pies hacia dentro, y cerró el grifo con lentitud antes de dedicarle una mirada altiva a la chica que, desde el calor del agua, observaba todos sus movimientos. Tan solo se oían algunas gotas que, cada tres o cuatro segundos, caían en la superficie lisa como únicos testigos de la guerra fría que se traían sus ojos.
La ruedecilla del grifo señalaba treinta y ocho grados centígrados, pero la rubia habría jurado que eran más. Cuando sintió que la tensión se volvía insoportable, alargó la mano y recorrió en sentido ascendente la pierna de la otra, arrancándole un suspiro. La invitación fue clara y suficiente como para que ambas rompieran el contacto visual.
En pocos segundos las dos estaban en el tubo, de lado en la bañera más grande que habían visto nunca. El esmaltado resbaladizo que la recubría ayudó a la rubia a cambiar posiciones y situarse sobre su compañera que, desde abajo, permanecía inmóvil por la sorpresa. Sus piernas se abrieron casi por instinto, y la chica se hizo un hueco entre ellas.
Se perdieron en un beso húmedo, ardiente. El agua que las cubría ahora se ondeaba ligeramente con cada embestida. Luchaban cuerpo a cuerpo por el poder, pero la rubia seguía dominando la situación. El gemido de la morena fue su rendición: fin del juego. Relajó todos los músculos, dejó de oponer resistencia. Dejó que la chica le besara el cuello de aquel modo tan revelador, que anticipaba su próximo movimiento.
Con la experiencia de quien ha recorrido el camino mil veces antes, delineó su clavícula y descendió por su esternón. Su abdomen, cuyo vello se había erizado, y se posó en su ombligo. Jugueteó en la región que antecedía a su pubis. Entonces, coló la mano entre sus piernas con la intención de hundir sus dedos en aquella entrepierna caliente. El agua estaría a treinta y ocho grados, pero seguro que allí la temperatura era todavía mayor.
Deslizó los dedos por la intimidad de la morena sin dejar de observar su ceño fruncido por el placer y sus labios liberando pequeños jadeos. Bajó hasta su entrada y, contra todo pronóstico, fue capaz de notar su humedad.
Ah(Ora) – Relato corto lésbico (2)
Me basta notar el agua sobre los hombros para sentir cómo mis músculos se van relajando poco a poco. Cierro los ojos bajo el chorro y me mojo el pelo, y un escalofrío me recorre por completo. Suspiro y tanteo con la mano una de las esquinas de la bañera hasta que doy con ese objeto redondo. Sonrío consciente de lo que viene a continuación y sin despegar los párpados siquiera deslizo los dedos por el juguete. Presiono el botón indicado, que conozco ya de sobra como si formara parte de mi propio cuerpo, y oigo cómo se ha puesto en marcha. Con una tranquilidad que me sorprende, dirijo el artilugio de placer al lugar que hay entre mis piernas y libero un leve gemido al sentir el contacto.
Mi imaginación comienza a revolotear libre, y me resulta sencillo recrear cómo la boca de la mujer que me ronda la cabeza se hace un hueco entre mis pliegues, en busca de ese lugar tan concreto que hace que mi piel se erice. Los movimientos circulares del pequeño objeto que sostengo entre mis manos imitan el vértice de una lengua inquieta, persistente y obstinada. Tanto que parece que en lugar de una sean dos.
Con el propósito de lograr una mayor exposición a la estimulación que me ofrece el juguete, levanto una pierna y la dejo descansar en el borde de la bañera. Separo mis labios íntimos con lentitud y lo coloco sobre mi clítoris. Ese cambio provoca que mi placer se incremente considerablemente. Vuelvo a gemir. Siento el orgasmo cerca y ya lo ansío. Lo quiero, y lo quiero ahora, de modo que llevo mi índice al botón que hace que a la oscilación se le sumen vibraciones intensas.
Mi espalda choca con los azulejos, mi cuerpo se arquea. El agua cae por mi rostro, se desliza por mi piel colándose en mi boca. Tiemblo, gimo. El clímax nace en mi centro, sube y luego baja, me envuelve en una espiral húmeda cuya salida no puedo —ni quiero— encontrar. Oigo, casi amortiguada, una voz que me arrastra al mundo real.
—¿Cariño, estás en casa?