No te pierdas este espléndido relato de Karen Moan, en el que inicia a un hombre sutilmente en la sumisión, tras citarse por Tinder.
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Sumiso: Una nueva dimensión debajo de la mesa
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Narración: Karen Moan
–Soy sumiso, creo.
Una declaración así, en Tinder, a primera hora de la mañana (estoy en el váter, sí, soy una más), provoca un bostezo extra.
Acabo de hacer «match» apenas hace tres mensajes y me debato entre el «unmatch» y la ventana de oportunidad (ese marco de duda sobre la exagerada sinceridad, la desesperación, el jolgorio o simplemente la curiosidad). Repaso cada una de las escasas pistas que ofrece el gigante del ligue. Las fotos son chulas; ternura, diversión y misterio. Perfectas. El texto escaso pero esperado. Pocas veces llega desde ahí.
–¿Lo crees? ¿Lo has probado? ¿Buscas Dom? –me animo.
Horas más tarde…
–No, no lo he probado nunca pero creo que me gustaría.
Mi aburrida actual vida me lleva a decidirme a lo que me han pedido muchas veces antes (gracias a una foto vestida de vinilo que me encanta, pero que lleva a muchas confusiones) y es «pretender» ser dominante.
Digo «pretender» porque no es algo que sepa que soy, aunque la idea, la sensación, me lleva acompañando tiempo, lo cierto es que la experiencia se reduce a un único encuentro en el que, nadie sabe cómo, surgió algo. Pero esa es otra historia que, quizá, os cuente otro día.
Hoy, siento que me apetece jugar con este indeciso sumiso, con la verdad por delante.
–Yo tampoco sé si soy dominante, pero sí se jugar –Cierto.
Tan rápido como quiere explorar, ideo un encuentro con únicamente un preliminar. Es imposible saber qué puede ocurrir tras conocer a alguien por primera vez. La idea es que, mientras lanzamos los primeros «¿Quién eres?», «¿De dónde vienes?» y «¿Qué te ha traído hasta aquí?», voy a darle una instrucción y es que ponga su mano en mi pierna, primero cerca de la rodilla, sobre las medias. Y que se quede ahí mientras espero que la conversación fluya.
Llegamos al bar de turno (llego antes, tengo que controlar espacios, escena) y le espero. Su rubor y obvio nerviosismo me enternecen, teniendo en cuenta que es un pedazo de hombre (en metros y fisionomía).
Cuando se sienta a mi lado y esbozamos las primeras palabras, le miro directa a los ojos (confieso que me cuesta un poco) y cogiendo su mano la bajo, debajo de la mesa, y la coloco en la meta de salida.
–Vamos a ver cuánto te gusta obedecer –le susurro en medio de un–: ¿qué vas a tomar?
Es curiosa, la vida es curiosa. Nunca podremos saber qué habría ocurrido si, en vez de iniciar yo el rito, nos hubiéramos dedicado al parloteo típico y necesario de una primera cita. El tema es que ya no es posible saberlo porque este indeciso sumiso tiene su mano es un lugar absolutamente íntimo, nuevo para él y «obligado» por mí.
En medio del parloteo «in-» y necesario, añado una breve instrucción: «Más arriba». Sabiendo que ahora la media ha desaparecido y es mi piel la que aparece en escena, que la siguiente vez su mano está tan cerca de mi coño, que empiezo a dudar de mis capacidades como dueña y señora del guion, y, pero, entonces, recuperando esa sensación de que sí, que esta historia es mía, le digo: para.
Y lo hace. Y se queda ahí mientras yo no digo nada más que tonterías, que él responde, ambos en una dimensión que no es la real, porque la que cuenta está debajo de la mesa.
Entonces, meto mi mano ahí mismo, agarro la suya, y guío uno de sus dedos hacia el interior de mi también obediente sexo. Luego saco ambas, le llevo ese dedo pringado a su boca y le digo: encantada de conocerte.