Este relato va más allá de un juego de roles, más allá de una orgía, más allá de la dominación y la sumisión. Este relato describe un mundo de sensualidad y sexualidad que va a maravillarte. Firmado por Karen Moan y su siempre divertida narrativa y voz híper sexi, esperamos que lo disfrutes tanto como nosotros.
Sigue más abajo…
Reencuentro
Pulsa play para activar el audio:
Narración: Karen Moan
La primera vez que el nuevo hace su aparición en el salón de turno su presencia lo invade todo. Es igual que entre con paso firme o un traspiés que se coloque en el centro de la estancia o en una esquina, que su elección de vestuario sea más o menos elaborada, sexi, reveladora o desastrosa. Es, sencillamente, alguien de por sí aventurero, con una segura tendencia a la rebeldía. Y es, sobre todo, uno de los nuestros.
De la mano de alguno de los habituales, por mágico que parezca, su presencia supone un inmediato salvoconducto al amor y al anhelo. Ese deseo casi primate de alimentar nuestra particular piara, de dar la bienvenida a este lugar en el que los unicornios de plástico se convierten en camas, barcos de piratas y toboganes untados en lubricante. En el que desaparece la ropa, el miedo, los complejos, la moral.
Se abre el telón y aparecen los cinco protas.
Ella luce dulce, en modos y miradas, precisamente esa apariencia tan conmovedora y morbosa, bajo la que sabes que puede esconderse todo porque por fuera cuenta una historia que puede ser, o no.
Uno de ellos opta por el disimulo, con un pijama furby. Los lobos con piel de cordero, mis favoritos.
Otro nos mira, curioso, como el niño que pisa por primera vez el parque de atracciones, tal cual. Los juegos lo acreditan. Aunque sean de mayores con mordiscos de los que duelen con gustito o lametazos en la piel en vez de helado… o con el helado sobre la piel.
El cuarto se presenta a cuatro patas con una careta de perro, arrastrado por una femme fatale. Directo a la tropa, un novato que no lo es tanto.
El último se presentó vestido. ¡Vestido! No tuvimos más remedio que castigarle con cualquier absurdo objeto que provocara nuestras risas, y finalmente las suyas.
The show must go on! Cuando asumo mi papel de Madame, me lo creo. Y los demás también. Mis deseos son órdenes, estas, su gozo. Conozco bien el juego que tenemos entre manos, tan elaborado como sencillo. Un batiburrillo de risas que resuenan de la infancia con ganas de explorar, también coartadas en esos mismos años, y con la certeza de una voluntad y generosidad mutua hacia y por lo placentero.
Así que, tras un primer tribal ejercicio de olfato, despojándoles de la visión y preparándoles para aquella unión deseada, les mando al suelo para que a cuatro patas se busquen y reconozcan, a sabiendas del fracaso de la misión pero divertida al comprobar como aquellas, ya no personas, se contonean olisqueándose. Cuando la amalgama de cuerpos apenas puede moverse, doy por finalizado este infructuoso juego. Pero ya, ya han dejado de ser.
La siguiente instrucción pretende ser una de estas «novatadas» que se llevan a cabo en las hermandades, algo que produzca su sufrimiento y satisfaga nuestra «maldad». Muy seria, les explico: «Queridos míos, aunque este juego contradiga en cierto modo la importantísima regla del consentimiento, entenderéis que el verdadero sentido de estar aquí es para amarnos y, así, traspasar la idea del quién hacia el quiénes. Una especie de todos para uno, a nuestra manera. Por favor, colocaros en el centro del salón, sobre la alfombra, y follaros los unos a los otros…».
Sin la menor reticencia, La Dulce, El Lobo, El Niño, El Perro y El Absurdo, se colocan en el sitio indicado y se disponen a la involuntaria y parece, no tan sorprendente, tarea.
Ensimismada en la belleza de ese encuentro entre sus bocas extrañas, manos que, impacientes y pacientes, tocan lo inexplorado de aquel cuadro que empieza a pintarse, de pronto, joder, me doy cuenta de que ¡van a hacerlo! Suelto una carcajada que se contagia entre el público pero no así en los actores, a quienes, literalmente, acabo de cortarles el rollo.
Tras unos juegos más en los que las amadas cuerdas arañan y dejan surcos en la piel, arrastrando lo que cada uno traía dentro y de paso, aquellos disfraces que solamente sirven para colorear un rato la noche, los cuerpos y almas de mis queridos animales se desdibujan. Esa ya ahora conocida carne, esas ganas de comer y beber de ella, de llenarla de ser y así borrar la huella de la involuntaria soledad, decoran nuestro escenario. De las risas a los gemidos y viceversa. Otro guion, otra vida, elegida a ratos, que se parece muy muy poco a la que transcurre fuera.