Relatos eróticos

Red Room – Crónicas Moan (by Eme)

Karen entra en la habitación roja de un desconocido.

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Red Room – Crónicas Moan (by Eme)

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Narración: Karen Moan

Cotidianas palabras que suenan de modo distinto en mi mente. Un simple «bonita» produce un colapso en mis neuronas, porque la voz que lo pronuncia es tan ronca que no le pega nada. Y el hombre detrás de esa voz, imponente, enorme, tatuado con cualquier cosa que no termina en -ito o -ita.

Un señor, un vikingo, un perverso, un gran gato disfrazado de pequeño, alguien que nunca, nunca pasea por la calle sin ser observado. Un guerrero en pie de guerra que, a mí, me produce paz. Ni idea de por qué.

Así que ese «bonita» me produce cosquillas en el coño.

Ganas de ese aliento, que imagino denso, de ese olor que espero sea penetrante. Ganas de que no solo el olor me penetre. Ganas de un desconocido al que ya me he entregado.

Me atreví a proponer un encuentro en la distancia. Entrar en un bar y observarnos durante un largo rato. Y a partir de ahí, de lo que dijeran nuestros ojos, seguramente, rendirme.

Me atreví porque no sabía aún nada de él. Escasos minutos y una pantalla de móvil fueron los culpables.

Ahora no es que no me atreva a proponer(me), es que no quiero. Tocada pero no hundida. Subyugada, mas bien.

Escasos días después de su presencia en mi vida, decidió marcharse, sin explicaciones. No me quedaba otra más que aceptar, borrar y seguir.

Sin opción para una despedida, hoy decido inventarme nuestro encuentro. ¿Por qué no, vikingo? Si tú no quieres tocarme en la realidad, yo sí voy a hacerlo en el único sitio al que ya te voy a dejar entrar: esta historia. La historia de lo que ocurrió en esa Red Room, que insinuaste sería mi templo de iniciación.

Llego sin saber cómo ni porque confío, pero lo hago. Siguiendo sus instrucciones me he vestido como de diera la gana, siendo esa ausencia de dirección, una orden en sí, que ambos conocíamos. Entro en un edificio de modernas oficinas, sin poder creerme que aquí pueda alojarse nada que se denomine Red Room.

Oficina 101, una gruesa puerta entreabierta deja paso a una pequeña recepción, una mesa baja, dos sillas de metal, dos revistas encima, una ventana de cristal que enseña Madrid, un perchero. Encima de la mesa, una nota: «Deja tus cosas en el perchero y espera». Suena un hilo musical Cadena 100. No sé si reír o largarme. Estoy colgando mi chaqueta, cuando las luces blancas del techo se tornan rojas. Es increíble cómo cambia la percepción del espacio con esa típica luz de prostíbulo.

Se abre la única puerta interior de la recepción y sale una mujer vestida de manera sencilla. El Sr. la está esperando, sígame.

Ahora sí, mi risita es tonta, nerviosa. Y ahora sí, quiero largarme de allí.

Ese maldito «bonita» con el que he creído percibir un alma tocada en un envoltorio de acero. Me cago en mis ilusas percepciones, me cago de miedo, estoy entrando en una Red Room escoltada por una mujer normal, en un edificio lleno de oficinas en mitad de Madrid, y siento un frío que no hace. Porque en el fondo, sé que no, que este desconocido es todo, menos una apuesta segura.

Atravesamos un eterno pasillo y al llegar a una puerta ¡acolchada! la abre y me indica que entre. Dentro casi no hay luz y tardo en percibir aquellas sombras de objetos que causan terror y adoración a partes iguales. Una cruz, un potro, argollas en las paredes, unas barras colgando del techo… Ahora estoy congelada.

Oigo su voz sin saber de dónde viene.

«¿Cómo vas vestida?»

Con un sencillo vestido, negro, con escote en forma de V, tanto en el pecho como en la espalda. Llevo un collar de cuero con una argolla, decorativo más que funcional. Sandalias que agarran el tobillo con cordones y algo de tacón. No llevo bragas, es un ritual.

Se lo describo y vuelve el silencio, me pregunto si la decepción provocará un castigo. Me pregunto qué es ser castigada en la Red Room. Y me pregunto un millón de cosas más, como si este fuese el último instante de mi vida. ¿Acaso moriré aquí?

El verdugo se acerca por detrás. La habitación se encoge, su corpulento cuerpo ocupa tanto espacio que todo parece pequeño.

Lo primero que hace es agarrar mi pelo y subirlo, dejando la nuca al aire. Mi cuello expuesto. Tras el agarrón acerca su boca a mi nuca y recorre con la lengua el camino de la última vertebra hasta la raíz de mi pelo. Y ahí se detiene a respirar, lento.

Se disipa el miedo paralizador, convirtiendo mi rigidez en gelatina. Aun no he conseguido olerle, y lo necesito. Necesito saber si deseo a este hombre y su olor es una de las principales pistas.

Me quita de forma un poco brusca el collar, casi estaba segura que lo haría. Y de pronto rodea mi cuello con su mano. Si alguna vez he sospechado que me había metido en un gran lío, fue una gilipollez comparado con este momento.

Un lugar en penumbra, un inmenso desconocido, una puerta acolchada y una mano que solo tiene que ejercer una mínima presión y aquí se acaba esta historia.

Entonces esa otra mano que sujetaba mi pelo con fuerza, lo suelta y comienza a explorar mi cuerpo con una delicadeza impensable para esos apéndices. Y el contraste me vuelve loca. Un líquido conocido comienza a resbalar por mi muslo.

Cuando sus dedos se mojan en él y comienza a recogerlo, subiendo poco a poco hacia mi coño que  sigue dándole quehacer. Me muevo para acelerar una maniobra que me desespera y ahí sí, siento una levísima presión en la garganta.

–Shhhhh, aquí tu no decides nada –susurra con una voz tan ronca que parece sobrenatural.

Ni puedo, ni quiero, ni sé.

Por fin, se acerca a mi oído y esnifo su esencia. Huele a rudeza, a un sudor de alguien que quizá se duchó por la mañana pero que con tal tamaño es complicado mantener ningún aroma artificial. Huele a lo que me imaginaba.

–Acabas de llegar, bienvenida. Ya te comenté en una ocasión que nunca juego sin conocer a la persona antes. Aquí pueden pasar muchas cosas o nada. Hoy, es esto último.

Mi suspiro de decepción no pasa desapercibido.

–Tenemos mucho tiempo, y esta habitación necesita de él. Sin embargo tengo hambre de ti, la tengo desde la primera conversación. Hoy no vas a conocer al amo, pero si al hombre.

Sus palabras resuenan a medias, me siento perdida, venía perdida.

Y ahora sí, lo siento, inevitablemente. Una dura erección que clava desde su pantalón a mi desnudo culo, el cual ha expuesto en cuestión de segundos.

Su mano, que aún guía mi cuello, me mueve hacia una pared y me ata en las argollas, simplemente para agarrarme. Y, de pronto, sé lo que va a ocurrir en aquella habitación roja en la que instrumentos de tortura habrán provocado dolor, gritos y placer. Donde antes imaginé morir. Donde definitivamente se podría… Este vikingo de ojos azules que solo he visto en foto, y al que solo he olido unos segundos, me va a empotrar. Tan jodidamente sencillo y maravilloso como eso.

Oigo la cremallera, el trastear de una polla que sé que es proporcional a la mala bestia que tengo detrás. Doy gracias a los litros de fluidos que mi coño dispara sabiendo que va a ser atacado. Tres, dos, uno, PUM, dentro, de un disparo, sin compasión, sin necesidad de ella.

Se queda dentro, sintiéndome, sintiéndole, nuestras respectivas sangres bombeando ese nexo, ese jodido maravilloso nexo de una polla y un coño que se reconocen, amigos o enemigos, de un bando o de otro. Dos miembros que comienzan una pelea, una polla y un coño que quieren guerra, en la Red Room de un edificio de oficinas en el centro de Madrid. ¿Por qué no luchar así, eh mundo?