Masturbarse en sitios públicos puede convertirse en todo un arte… No te pierdas esta excitante historia de Karen Moan.
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La chica de las «urgencias»
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Narración: Karen Moan
«La chica de las urgencias». Me quedo con esa definición. No se me ocurre otra manera de describirme en esos momentos inesperados, que surgen sin saber cómo y que me urgen a acudir a cualquier escondite semi-público a aliviarlas.
Cuando lo comento con mi amante le hace gracia. En realidad, me pide el relato y a ser posible una foto del momento. Casi nunca puedo cumplir su segundo deseo. El primero suelo relatárselo en un audio atropellado y divertido-sexi tras salir del escondite de turno, pero sin llegar a estar calmada del todo. Con esa sensación de travesura e incomodidad pululando.
Puede ser probando perfumes en el Corte Inglés, el arcaico y ya casi vintage espacio para todo, en el que es sencillísimo auto satisfacerme. En esta ocasión el clic se produce cuando un perfume que me gusta se posa en mi muñeca, lo huelo e inmediatamente tengo ganas de… Ganas de perfumar otras partes de mí, ganas de que él olisquee la novedad, ganas de que mis dedos irreconocibles en ese olor me regalen cosquillas. Ganas de mezclar ese aroma con el mío y probarlo. Miro con rubor a la empleada, que seguro piensa que mi alborozo supone una venta, y no. Me escabullo a uno de los grandes probadores de la planta y me contemplo en el espejo, casi sin reconocer esa mirada viciosilla y esa nariz buscona que vuelve una y otra vez a la olorosa muñeca. Y como en una especie de ritual aprendido, voy jugando con la imagen del espejo, como si no fuera yo, que en realidad, no lo soy. En un diálogo interno me recrimino mi necesidad, mi ansia. Me llamo guarra, me miro con reprobación, pero al instante sonrío pícara. Mientras mis manos expanden ese olor causante de todo, bajando al cuello y deslizándose a mis hombros para mover los tirantes del sujetador, dejando a la vista unos pechos con los pezones duros y provocadores. Los retuerzo hasta hacerme daño e instantáneamente mi sexo se lubrica, conocedor de las urgencias de su dueña.
Me encanta esa imagen, sola y aún desesperada, la ropa a medio quitar, la cara sonrosada muestra de mi vergüenza y desvergüenza, las manos moviéndose a veces rápido removiendo obstáculos, otras lento, en un intento de alargar lo apresurado. Mis dedos desaparecen dentro de las bragas y obtengo el premio, me llevo a la nariz primero y luego a la boca, la mezcla del perfume y de mí. «Guarra, cómo te gusta tu sabor, ¿verdad?». Esta voz ronca acompaña a la otra mano que ya sí se cuela dentro de mí hundiendo dos dedos y que sale únicamente para deslizar las bragas a medias, dejando entrever lo que ocurre en la imagen del espejo.
Siempre fui muy fan de lo no explícito, lo que se ve, pero no se ve lo que se imagina, aún siendo tu misma la que controla todo.
Mis dedos entran y salen de mí y mi otra mano se une al juego. Húmeda de saliva juguetea con esa maravillosa terminación nerviosa, que, expectante, esperaba su turno. En cuanto acaricio mi clítoris el ritmo se acelera. Ni siquiera sé si soy yo quién dicta las órdenes o es esa otra mujer ansiosa del espejo. Comienzo a gemir, este momento lo adoro, sé que me la estoy jugando pero estoy tan cerca de correrme que, aún si me pillan, no llegarán a tiempo. Me apoyo contra la pared cuando siento que mis piernas no tienen la misma fuerza y, mirándome al espejo, atravesándolo, sin reconocerme me corro intensa y rápidamente, como todo en mí; aquí, ahora, ya, vamos, vamos.
Con urgencia.