Saborear con pasión y ser saboreado sin dar señales de vida. Básicamente, esas son las reglas de El Impávido, uno de los juegos sexuales de la aristocracia francesa del siglo XVIII.
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Impávido
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Narración: Karen Moan
Apareció en el último instante, una única y curiosa palabra: Impávido. Al final de una lista de deseos de diversa índole que presagiaban la noche que íbamos a vivir aquel grupo de personas seleccionadas a dedo.
«La cena de los deseos», un evento anual anhelado el resto de los once meses. La idea era simple y, por ende, funcionaba. Una vez al año nos regalábamos esa fantasía incumplida, o cumplida, ese masaje a X manos o ese sexo anónimo tan habitual en nuestros encuentros. Un falsísimo anonimato con el que jugábamos a desconocernos con una venda inexistente.
Una noche que resumía quiénes somos, quiénes queremos ser. Amor y sexo. También tan sencillo y a la vez tan difícil de entender fuera de nuestro entorno.
–Sí a todo –era la respuesta generalizada a la pregunta «¿Quieres hacer realidad algún deseo de la lista?».
Y ¿cómo se coló el Impávido a última hora? Porque a la persona que me susurró este last minute wish, nunca pude y podré decirle que no. Uno de mis imprescindibles, que constituye los pilares de un Club, que se construye gracias a personas como él. Quién tras observar la infinita mesa para 23, me soltó un «mmm deseo deseo… ¡recibir sexo oral mientras estoy cenando!». Para añadir casi al instante, «¡espera!, mejor aún, que lo recibamos muchos: escribe Impávido».
¿Cómo negarse?
¿Qué es un Impávido? –googleo alguien durante la cena.
«Es un juego, proveniente de la lujuriosa Francia del siglo XVIII, que consistía en sentar a los caballeros, desprovistos de pantalones y calzón, en torno a una gran mesa con largos faldones, que llegaban hasta el suelo. La esposa del anfitrión se introducía debajo de la mesa, y elegía aleatoriamente a uno de los invitados y le practicaba una felación».
El objeto del juego, era adivinar quien estaba siendo en cada momento objeto de la succión, basándose únicamente en el rostro de los participantes, que, como el propio nombre del juego indica, habían de permanecer «impávidos».
Los invitados comentaron con deleite la posibilidad de que se llevara a cabo sin tener demasiadas esperanzas en ello. ¿Quizá por un exceso de glotonería? Durante la cena, observé el listado deliberando quién llevaría a cabo qué o cómo, jugando a encajar esas piezas que parece manejo yo, pero en realidad, encajan solas.
Mi mirada se detuvo en la palabra «Impávido». Y lo tuve claro. ¿Glotona? ¡Oh sí! Hice un guiño a uno de mis compañeros de vida, sentado frente a mí, y le dije «te veo en breve debajo de la mesa». Soltó una carcajada. Me levanté y solicité atención.
–Queridos asistentes, vamos a comenzar la «Cena de los deseos», con una petición llegada a última hora: el Impávido. Quienes deseen participar, por favor, faciliten el acceso a sus intimidades. Las piernas cruzadas serán señal de prohibición de entrada.
Risas, nervios, ruido de sillas acercándose a la mesa lo máximo posible.
Entonces, mi compañero y yo nos adentramos en ese oscuro, excitante e infinito túnel de piernas, todas abiertas. Y allí abajo contemplamos el espectacular espacio en el que nos encontrábamos. La transformación de una cena tradicional en un exquisito menú de muslos entreabiertos y sexos deseantes, en la que la cubertería serían besos, mordiscos, lametones….
Gateé bajo la mesa, sigilosa, sin tocar a nadie, casi sin acordarme de qué piernas correspondían a quién, sin importarme lo más mínimo. Sexo a ciegas, sexo a ciegas. Lo defiendo como un mantra. Sin rostro, todos somos lo mismo: carne y hambre.
Encontré una kilt y comprobé la leyenda, cierta. Comenzó el aperitivo con unas lentas y tortuosas cosquillas. Los aperitivos siempre tienen que ser largos y dejarte con las ganas de la comida. Y además, tenía por delante un buffet del que pensaba llenarme, avariciosa, como todos aquellos que no podemos resistirnos a la abundancia.
Absorta de lo que ocurría en aquella otra cena que transcurría en el piso de arriba, comprobé con deleite que, cada vez, había más bragas y calzoncillos en el suelo.
Llegué a la perfecta polla del creador de este sueño, el plato principal. Y mientras engullía un trozo de carne que en vez de disminuir, aumentaba, solté un ¡Aleluya!
Después el postre, el café, las copas…
La mejor cena de mi vida. La mejor gente en ella, generosa, feliz, deliciosamente pervertida, única. Y absolutamente ningún rostro impávido.
A vuestra salud.