Relatos eróticos

Desayuno en la mazmorra – Crónicas Moan (by Eme)

Adéntrate en esta breve historia BDSM en la que Karen ata a un desconocido en su mazmorra.

Sigue leyendo, sigue oyendo, sigue sintiendo…

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Desayuno en la mazmorra

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Narración: Karen Moan

–¿Quieres que te ate?

Son las 11 de la mañana, es martes. Tengo delante a un hombre inesperadamente atractivo. Nos hemos conocido hace una hora y le estoy enseñando el local. Ni siquiera pensaba bajar a la mazmorra, ¿para qué? Supone dar un montón de explicaciones que, sinceramente, no sé si la gente escucha. Cuando entran, sus pupilas se expanden; las cuerdas, los utensilios, la luz roja, la cruz… Ya no me escuchan; vuelan en un viaje en el que no estoy invitada.

Sin embargo, hoy, martes, a las 11 de la mañana, cuando aún saboreo el café del desayuno, mi boca escupe:

–¿Quieres que te ate?

Nota aclaratoria: no sé atar, no soy dominante, no uso la mazmorra de manera privada.

Y, sin embargo, esas cuatro palabras han salido de mí, generando una patada en el estómago de nervios y una violenta palpitación en mi sexo.

–Mejor no –responde tímido aquel pelirrojo, que se pasaba por el local buscando localizaciones para sus sesiones de fotografía.

Esta vez lo miro. Mis ojos no tuvieron el valor de mi lengua en la pregunta anterior. Finjo reírme:

–No lo decía en serio. Vamos arriba a seguir charlando.

En cuanto le doy la espalda, suelta:

–Sí, quiero que me ates.

En ese momento ocurre. Las paredes se estrechan, nuestra respiración rebota como el eco, siento un ligero mareo, todo se para. Todo.

Valoro lo que va a pasar durante… dos segundos.

–Vale.

Me dirijo a por un antifaz. Necesito que no vea nada, que no me vea, que no se dé cuenta de que estoy temblando. No voy a atarle, no puedo. Pero tengo una preciosa cruz de madera de haya con argollas de las que cuelgan esposas de piel. Ninguno de los dos dice nada, yo no puedo. Él, no sé. No lo conozco.

–Te voy a cubrir los ojos.

–¿Quieres que me quite la camisa?

Sí, sí quiero. Quiero verle, olerle, entenderle, saber algo de él.

Se la quita, dejando ante mí un pecho con vello, también inesperadamente atractivo. Me mareo un poco más al acercarme a sus brazos para subirlos hacia la cruz.

Huelo, huelo, saboreo el cuerpo de esta persona que ha decidido entregarse a una situación nada convencional.

De pronto soy algo consciente de ello. De lo que supone entregar la voluntad, de la falta de miedo o ausencia de sensatez. No me conoce. Podría ser una sádica dominante que devora fotógrafos tras el desayuno.

De una manera figurada es lo que me apetece hacer. Morder, morderle. Comérmelo. Huele jodidamente bien. A nada, a él. Sigo utilizando un único sentido durante un largo rato, y sigo mareándome, lógico. Respiro sobre él, me estoy poniendo malísima. No quiero hacer nada o quizá es que no sé qué hacer.

–¿Puedes colocarme la polla recta?

Joder, este tío no dice nada, pero cada vez que habla…

Eso significa desabrochar su cinturón, abrir el pantalón y tocarle. Agarrar una hinchada y preciosa polla para colocarla recta. Una polla que está tan caliente como yo. Ya no pienso, ya no tengo capacidad para ello. Mi mano se queda dentro de su pantalón un rato. Sintiendo bum, bum, bum. Quiero comérmelo, querido e insensato fotógrafo, quiero comerte.

Martes, 11:30 de la mañana, me gusta desayunar fuerte.