Ya puedes disfrutar del desenlace de este combate erótico envuelto en mística oriental, firmado por la gran Andrea Acosta.
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Imagen por Alicia Acosta.
La chica del dragón (II)
Monique cegó sus ojos al batir las combadas pestañas y derrapó las palmas en los omóplatos de Sōta, tocando las entintadas escamas del dragón que se ornamentaban con las nubes y, a modo de brazaletes, con las muñecas. Él no poseía manos finas y, quizás, en ello residía la belleza del asunto, puesto que, pese a su rudeza, le procuraba delicadeza al acariciarle el cuenco del pecho y la faz. Sōta se le comió las palabras dispuestas en la sinhueso, se las masticó, dejándole el eco del gemido en las esquinas de sus unidas bocas. La necesidad de tenerlo morando dentro se convirtió en un dolor agudo que chisporroteaba pavesas y calcinaba los barquitos que navegaban en sus venas.
—Quiero que me digas aquello que quiero oír —parafraseó Sōta, apañándoselas para descender la zurda del femenino pecho e ir al vientre; remolineó en las orillas del ombligo a punto de hundirse, de zozobrar. A golpe de cadera, bajó un poco las piernas de Monique, interponiendo distancia, y coló la mano, cuyo índice afrentado por el mordisco se vengó al pasar fugaz por el inhiesto clítoris. Acarició la vulva, recolectando las mieles, lubrificando medio e índice, y empujó este último al calado interior, suave como la seda fluyendo en el agua, según el araihari[1]. Experimentó la cerrazón, el agarre del coño que lo glotoneaba hasta el final del nudillo; arqueó la mano y su dedo anular pudo friccionar la excitabilidad del clítoris. Fuera de ella, de su tórrido y húmedo calor, se sentía desamparado; un rōnin[2].
Monique, embebiéndose de las burbujas de oxígeno, escabullándose en el suspiro que separaba sus labios, jadeó y abrazó el dedo entre los pliegues, dándole la bienvenida. Su clítoris se erguía igual que una yari[3]en mitad de un campo de batalla y, dado el belicismo de la tesitura, la polla de Sōta pretendía estoquearla; sin embargo, la condenada ropa impedía que se le hincara en las carnes como un pernicioso tantō[4].
—Calla y fóllame —imploró, insistente, al ser abandonada por sus dedos. No quería, no podía soportar la mera idea de la separación y, en una brumosa visión que precedió al tarascar de los metálicos incisivos de la cremallera, vio el quiebre del control por parte de él.
Sōta resolló, haciendo malabares entre el cuerpo de Monique, la pared y el suyo. El juicio ya no era más que un diluido sedimento en su encendido cerebro. Saltó los dientes de la cremallera y abatió la ropa a tirones, desnudándose las coloridas nalgas y piernas. Los tatuajes incluso le rugían en el rasurado pubis, en el cual se izaba la verga, acerada y revenada, liberando un translúcido caño de presemen.
—Dímelo… —se compadeció de sí, de ambos, sosteniendo a la fémina y empuñándose la polla. Calibró las caderas y pujó, reivindicando su sitio en el cálido interior, consciente de que Monique era su Shiroyama[5] y, aun así, consideró que sumergirse en el ukiyo-e[6] de esta bien debería respetársele en cuanto a última voluntad.
—Soy tuya —gimió y, si sus manos hubieran estado llenas, las habría zarandeado en el aire esparciendo sal para consagrar un círculo a su alrededor.
Monique coreó el placer con la boca y los ojos abiertos, sintiendo milímetro a milímetro, centímetro a centímetro, la cárnica incursión. Vaya, tal vez el vicio de Tokio[7] se hallaba en realidad en la cohesión de sus cuerpos y no en polvorientas y níveas rayas sobre una mesa de cristal, ni en el característico soniquete de las máquinas tragaperras, ni firmando casquillos de balas o en el plasma que ultrajaba montones de yenes.
La lluvia prosiguió llorando del cielo, inmersa en un luto precoz, infecta de traición…
Sōta se regodeó; lo prorrumpido era lo que quería oír. «Necio», le bufó la conciencia, y él la silenció. Irrumpió en Monique, atracándola con sus henchidos testículos y el deseo de esta le asperjó los nudillos y le salpicó la tinta de los muslos sin desleírsela. Paladeó el placer de la embravecida acogida y retornó la mano al rostro de mejillas prendidas por un par de farolillos. Con la diestra, ajustó los piececitos de Monique, situándola en una postura que a él le confirió un ángulo ideal para cavar profundo en su sexo. Diligente, restituyó la mano a la pared y los orondos senos de Monique amortiguaron el retumbar de su corazón, aumentando el bombeo al iniciar la carga que, cuando menos, sería tachada de indulgente.
La colección de perlas engarzadas en sendas mandíbulas de Monique le enriquecieron la boca al sonreír, y su valor se incrementó al besarlo, lamiendo las fundas de oro en los caninos de Sōta. A tientas, palpó la pared, estirando los cinco deditos, y la otra mano recorrió la escamosa armadura del dragón. Los senos le rebotaron en el torso instantes antes de quedar encajados, y sus trémulas entretelas palpitaron, apretándolo con fiereza, y su coño fue nido para tan sedicioso pájaro.
—Momo[8]… —pronunció Sōta, empleando el apodo surgido tiempo ha y después de verla enfadarse por primera vez, con los carrillos hinchados y redondeada la cara con un satinado rubor que le recordaba a un melocotón. Y, en términos de jugosidad, Monique también cumplió con la fruta; él aún rememoraba el dulzor de los jugos de su sexo recién corrido, su exprimido umami[9] en las papilas gustativas que le saciaba la sed, le mojaba el mentón y, por entonces, le embadurnaba la verga. Reculó, mas lo hizo para, a continuación, acometer en ella admitiendo su vulnerabilidad, su completa rendición hacia la mujer, a pesar de la saña de sus arremetidas.
Indudablemente, la escena era propia del shunga[10]: hebras oscuras y caramelo convergieron trenzándose, enlazándose con la fuerza del hilo rojo[11], sumiéndolos en la bruma de los espesos alientos, de las curvas pestañas y los párpados entornados. Visillos de presemen y flujo colgaron de la unión de sus sexos, que se acoplaban, escandalosos. Las respiraciones de ambos apremiarían a las llamas de las sacras velas del butsudan[12] a bailar, incapaces de alejar a todos los yūrei[13], hasta de los contrarios a la norma, insuflados de hálito y abridores de puertas…
Monique aceptó, y de buena gana, el rimbombante apodo. Casó su vaivén con el de Sōta, compartiéndose, soltándolo y agarrándolo, haciéndolo gruñir. Cada una de las noches enroscados en el futón, largas como ceremonias de té, se jactaron de ella con el placer reclamando el orgasmo que se avecinaba. Su coño corcoveó, calinoso, los pechos se le endurecieron y los pies metidos en los tabis se escurrieron masculinas nalgas abajo y… y… Sōta reprimió los embates y ella, en respuesta, titubeó, inteligible y exasperada, jaloneada por las primigenias convulsiones del clímax que amenazaba la escala sismológica de Richter.
—Te falta algo —dijo Sōta, acunándole el semblante con la diestra y refrenándose con la zurda claveteada en la pared—. Dilo, dímelo —conminó, reemprendiendo la carga, arriando los puentes cristalinos de su presemen y con el flujo de ella pendiendo de los abotargados testículos. El orgasmo de Monique lo sacudió, zamarreándolo en un violento terremoto e instando a que el suyo se tornara en consecuente tsunami.
—Y tú eres mío… —gimió Monique. Un perfecto hataki-komi[14] eso fue justo, y a su particular manera, lo que él le había hecho. Ella, vencida por su ardid, cantó el clímax, sintiéndolo tan dentro de sí que el dragón tatuado en la espalda de Sōta traspasó piel, carne, músculo y huesos al meterse en sus adentros, así como la simiente que le colmaba el exaltado sexo.
Las conciencias, borrachas de delirio, ensordecieron todo sonido que no fuese el de los resuellos y el de la concupiscente musicalidad de los pliegues y durezas. Los dos pares de ojos, unos rasgados y los otros redondeados, se miraron en unión antes de que el brillo de la hoja de la katana se tiñera de bermellón, salpicando los shōji y salando el sake derramado en el tatami…