Relatos eróticos

La chica del dragón – Relato erótico

No te pierdas este gran relato erótico de Andrea Acosta, acompañado por la canción Lie to me de Steve Aoki.

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Imagen por Alicia Acosta.

La chica del dragón

2 de mayo de 1997, Tokio, Japón

Encima de la mesa baja y de brillante laca negra, destacaba la dolorosa blancura del billete de avión junto a una botella de servicio de sake y un ochoko[1]. La lluvia sonaba, pretendiendo ahogar la voz de Lie To Me[2], y percutía en las meninges de ambos como si fuera cosa de las niponas cajas de ritmo Roland TR-808 y TR-909, vitales en la música electrónica.

Y ahí, ahí estaban ellos, cara a cara, sin humo, sin otros que ocuparan una pista inexistente ni MDMA que les nublaran el raciocinio o luces de neón que los iluminaran.

—¿Esto es todo? —soltó Monique al fin, con un japonés fresco, igual que el agua que bailaba en torno de la torii del santuario Itsukushima. Su pregunta no fue respondida con palabras brotando de los labios de Sōta, sino con el acto de este de mover los pies en el tatami para retirarse. Durante unos segundos, breves, intensos y amargos, comparables al sabor del poso de su última taza de té, ella permaneció inmóvil y con las letras que rezaban «Kloten[3]» titilándole en las retinas—. ¿Esto es todo? —insistió, esa vez izando la voz y viendo cómo la masculina sombra jugaba con los shōji cuando él abandonaba la estancia, marchando en fuga por el pasillo. Las grullas pintadas en el yukata que la vestían echarían a volar hechas carne y plumas o, en su defecto, se tornarían figuras de origami que aletearían tras el hombre.

Aquella casa era un claro ejemplo de la insaciable búsqueda del equilibrio entre la tradición y la modernidad por parte de la sociedad de la Tierra del Sol naciente. Era un pétalo de flor de cerezo suspendido en el espacio tiempo, que concedía alivio con su madera, su paja y el hermoso jardín; también provista de aire acondicionado con el cometido de paliar el tremendo calor veraniego, y de calefacción, limadora del afilado frío invernal. Más allá de los muros, la luz de los farolillos moría engullida a causa de la iluminación artificial, creando ondas en los charcos sanguinolentos, tiñendo las bulliciosas calles de Tokio en honor a la temida Yakuza.

—Sōta —lo llamó Monique, avivando a sus pies guarecidos en los tabis, siguiendo la estela de este. Salió deprisa de la sala, alejándose de los biombos adornados con paisajes inspirados en el budismo zen, e irrumpió en el corredor. Él no podía esfumarse después de tenerla aguardándolo, esperándolo en un sinfín de consumidas barritas de incienso[4]… A expensas de tropezar con los trompicones de su embravecido corazón, prosiguió avanzando y se detuvo a escasa distancia de Sōta; a contraluz, y a pesar de esta y de las alquitranadas hebras, los colores del tebori[5] se apreciaban bajo la albura de la masculina camisa metida en el pantalón, remarcando la esbelta y viril planta. Una sacudida le contrajo el sexo, le perfiló los pezones y le constriñó el aliento. ¿Acaso llevaba el obi demasiado ceñido? «No», se replicó a continuación; el único culpable de su desbocado estado era él, hijo de la crisis económica que había padecido Japón a principios de los 90 y que había adornado con pan de oro la efigie de la mafia.

Sōta frenó y, con la vista al frente, entornó los párpados, tentado de contestar a la invocación de su propio nombre. En los bolsillos del entallado pantalón no escondía tan solo las manos, del mismo modo que en su garganta asfixiaba algo más que el habla. Su negro y liso cabello peinado hacia atrás, largo a media espalda, contribuía a ensalzar la apariencia fiera, enmarcándole los altos pómulos. Exhaló y, por una vez, no se trató de una bocanada del plomizo humo del perenne cigarrillo que le pendía de los labios. Se maldijo puesto que, de alguna extraña forma, la gaijin[6] se había hecho con él, extendiéndose partícula a partícula como el veneno del fugu[7], pero, aun con esas, la ponzoña le resultaba dulce; embriagadora. En el genkan había dejado la americana y los zapatos, y, ciñéndose al protocolo, todo lo que supusiera un arma. Bien, para ser francos, no todo, su verga amenazaba bajo la ropa, reconocible como la silueta del Monte Fuji entre la bruma.

—¿No tienes el valor… —comenzó a decir Monique haciendo hincapié en la última palabra, pronunciándola desafiante y con el cielo llorando por sus ojos y los kusiros sin dar abasto con la afluencia del agua sollozante—… de responderme? —terminó. Lo vio ladear la cabeza, irradiándole la luz a través del shōji y, por ende, ella sintió su deseo escurrirse de su interior, mojándole los pliegues del sexo como el rocío sobre los pétalos de un crisantemo.

Oi![8] —prorrumpió Sōta con la voz abombada.

La encaró, apuntándola con la zurda, cuya falange del dedo meñique era un muñón. Monique estaba en su derecho de tildarlo de mentiroso, de zafio y de pérfido, mas no de cobarde. Frunció el ceño y el gesto le achicó los ojos. Los rasgos de ella eran foráneos al encuadrado ambiente; su color de pelo, de tonalidad caramelo; sus iris, ambarinos; su pecosa palidez, la generosidad donde lo oriundo, por lo general, era escaso. Monique era un bol de arroz para un hambriento y, también, la privación del más mínimo ápice de paz. Aguzado entre los muslos, caminó directo a ella, padeciendo la tirantez de la polla amordazada por el pantalón.

Monique se pendió de las manecillas del reloj, del mismo que la había destinado a Japón desde la compañía de Zúrich para la que trabajaba con el cometido de supervisar la producción. Qué irónica era la vida; ¿en qué hora, en qué minuto, en qué segundo habría llegado a imaginar que su existencia se cruzaría con la de Sōta? Y, ahora, se encontraba en un emplazamiento perteneciente al clan Yamaguchi-gumi con las manos salpicadas de sangre ajena.

—No voy a subirme a ese avión —le advirtió, incapaz de ocultarse detrás una máscara blanca de facciones inalterables y labios rojos. El aroma que emanaba de Sōta, una combinación de yuzu, sal y hombre, la envolvió.

—Lo harás —espetó él en un revuelo de cabello cuyas puntas escribirían los kanjis correspondientes al sobrenombre con el que siempre (menos entonces) se dirigía a Monique. La prendió por los antebrazos, arrimándola, y apretó los dedos, no con intención de lastimarla y sí para hacerla entrar en razón—. Mañana a primera hora, un coche vendrá a por ti —decretó Sōta, contrariado, al empujarla a la estancia de origen—. Y te llevará al aeropuerto —sentenció; la liberó y corrió la puerta sin llegar a cerrarla del todo.

—No —protestó Monique; quiso zafarse y, en realidad, fue arrastrada en la cresta de la gran ola de Kanagawa. De nuevo en la sala, y con la marea del deseo erosionándole la cordura, jaloneó del cierre del obi alrededor de su cuerpo, lo enredó en un ovillo y se lo lanzó. El yukata se le fue a los costados, revelando la prenda interior semitransparente de muselina corta en hombros y rodillas—. ¿Quieres apostar? —se burló, en alusión al juego, uno de los negocios más boyantes de la Yakuza, y sus pezones se entrevieron bajo la tela, marcando dobles.

Sōta ni siquiera hizo ademán de esquivar la maraña, es más, esta lo rozó antes de desmoronarse en el tatami. La miró, estirando una sonrisa guasona en la comisura de los labios que mostró el marfil de los dientes.

—Apostemos —cabeceó, retirando de un puntapié lo que restaba del obi, y condujo las manos a su camisa para desabotonársela. Tensó la prenda hacia arriba, se la sacó del interior del pantalón y se la pasó a la fuerza por los brazos; los botones saltaron de los puños. Arrojó la camisa, que planeó por encima de la mesa y aterrizó sobre la botella de sake, que cayó y perdió su alcohólico contenido. Y él se detuvo unos segundos para contemplar a Monique: la prenda interior que la vestía era fina como el papel de arroz, translúcida, y mostraba a la perfección la ovalada hechura de los senos, coronados por los sonrosados pezones, el hundido ombligo en el vientre y el perfilado triángulo velloso del pubis. Su verga, asalvajada, lo aporreó buscando salida en uno de los bolsillos, y sus pies volvieron a ponerse en marcha—. Pero yo siempre hago trampas —reconoció; la asió por los hombros y la empotró contra la pared del fondo, la única, por cierto, carente de paneles.

Las luciérnagas aparecían en la oscuridad y los tatuajes tan solo lo hacían en la intimidad, y allí estaban, de hombros a torso exento de vello, lamiendo pectorales, adornando medios antebrazos, siendo clementes en una estrecha franja entre el torso y el ombligo, luciendo por el resto; colores sólidos que danzaban en el lienzo de piel sobre una complexión delgada y nervuda, igual que un caño de bambú… El artista tatuador, concienzudo y devoto, se había ocupado de ubicar los diseños de manera que semejaran contar su historia, en especial, el gran dragón rojo de la espalda que sobrevolaba las nubes desfragmentadas bajo el poderío de las garras.

—Incluso haciendo trampas, uno, a veces, pierde —lo amonestó Monique, y sintió, oyó el frufrú del yukata al descolgarse de sus brazos y caer al suelo. Las geishas eran todavía más supersticiosas que los marineros y, tras el derramamiento del sake por parte de Sōta, unos retornarían su captura a las aguas y ellas sesgarían las cuerdas de los koto[9]; y Monique, ¿qué iba a hacer ella?  Nada, pobre de sí, salvo escuchar el goteo del alcohol que encharcaba el tatami… Acorralada contra la pared, y al verse en los renegridos ojos del hombre, fue consciente del porqué de su sentir: él, que había hecho kintsugi[10] en sus roturas, en sus rajas, en sus muescas, se empecinaba en ocultar el miedo en un billete de avión—. Y esta será una de esas veces —juró, y no en vano. El coño se le contrajo y manifestó lo virulento de la necesidad que se le enroscaba en la matriz.

—Abandonarás esta isla así tenga yo que… — Sōta calló, posicionando una mano en la pared a la altura del semblante de Monique, y, con la zurda, volvió a señalarla. Hallándose tan próximos, si su polla saliera victoriosa y le rasgara el pantalón, haría diana en el velado ombligo de ella—… meterte en una maleta —asintió, apuntándola con el índice. El estallido de la guerra entre los clanes era inminente, acechaba en las profundidades del mar para, en el momento idóneo, inflamar las tierras con el bermellón derivado de la contienda.

Monique mordió, atrapó entre las hileras de dientes el dedo de Sōta y, rehusándose a parpadear, presionó un tanto más. Él no sé inmutó y ella, ella, los hincó, saboreando la salazón de la piel. Negarse a razonar era equiparable a oponerse a pagar el mikajimeryo[11]; lo que venía siendo un sinsentido, sin embargo, la situación per se era disparatada. El flujo cristalino y meloso le escurrió por la cara interna de los muslos y los pechos iban a florecerle fuera de la ropa dada la excitación que los engrosaba.

—Endemoniada mujer… —farfulló Sōta, al ver cómo todas las luces de Kabukichō destellaban en los ojos de Monique mientras su dedo permanecía entre los dientes. Incurriendo en deslealtad, pensó en que antes habría llevado a cabo el yubitsume[12] por ella que por su kumichō [13], hasta ese punto, hasta ese jodido extremo estaba encallado en aquella fémina venida desde donde nadie dormitaba bajo la nana de las flores de sakura. La presión en las mandíbulas de Monique disminuyó, y él movió el dedo sin sacarlo de la rosada boca. Le acarició con la humedecida yema el grosor del labio inferior, lo deslizó al mentón y regresó arriba; se bifurcó en la esquina de la generosa boca y le acarició el pómulo—. Nos miento si… —murmulló, víctima de su buena o mala suerte. Marchó de la mejilla al cuello, tomándole el desbocado pulso que cabalgaba en la yugular. Viva, cálida, arrebolada y demasiado vestida, así la tenía y la quería, a excepción de lo último; no obstante, era cuestión de ponerle remedio. Arduo, y con la diestra en cabeza, desfiló por el esternón, recreándose en el cambio de paisaje, de planicie a la cumbre del seno, y se apeó en el enrocado pezón.

—Calla… —susurró Monique, entornando los párpados parejos a un par de abanicos. Pese a no tener el dedo de este en la boca, la dejó entreabierta, rodándole en la lengua y entre sus dientes el inestable aliento nacido de su pecho. Amparó las manos a los costados y en la pared, Sōta la tocaba como a un shamisen, sacándole la música—. No lo hagas y fóllame —gimió, obligándose a mirarlo cuando el placer la electrificó al acariciarle la sensibilidad picuda, provocándole una nueva contracción en lo recóndito del sexo.

La luz cobriza de la estancia junto a la proveniente del pasillo, roídas por las sombras, jugaron en el rostro de él, en una sucesión de caretas dignas del kabuki.

—Follarte no cambiará que mañana te subas a ese puto avión —alegó Sōta, propinando un suave, muy suave pellizco al erizado pezón, y se empinó el gemido de Monique, a falta de un kanpai[14] Arrió la diestra al cierre cruzado de la liviana prenda y, con apenas un tirón, lo soltó, tocando piel. Alargó el beso, madurándolo al contacto con la lengua de Monique, zambulló la mano a la lazada interior y, agitándola como un pez koi torrente abajo, también la desasió. Jaló de la ropa y la degradó al tatami, a los pies de ambos, e interrumpió el beso boqueando a orillas de los trémulos labios de ella. Sōta acababa de ponerle remedio, ahora la tenía total y exactamente como la deseaba: viva, cálida, arrebolada y desnuda…

—Para que eso ocurra, tendrás que conseguirle nuevas alas a ese puto avión. —Monique enarboló las manos a los hombros de Sōta, pasó la punta de un pie por detrás del masculino tobillo y ascendió por la pantorrilla, saludando al muslo. Adelantándose, unió sus pubis, acunando la palpitante polla, pétrea, capaz de hacer añicos a un Buda de jade—. Porqué pienso arrancárselas como las de una mariposa y exponerlas en una vitrina —jadeó, irracional mancillándole el pantalón con lo fluido de su deseo.

Estaba hecho, su nombre estaba escrito en la tablilla mortuoria, su destino se leía en los astros y en los trazos invisibles del incienso designado a los ritos fúnebres; Sōta aseveraría que sus cenizas se desvanecían en el viento. Condenado y famélico, la besó, agarrándole la pierna por el muslo, la aupó y la parapetó entre su cuerpo y la pared. Los pezones de Monique le estoquearon los pectorales y su dulce aroma a peonía se le coló en los poros.

Ya puedes leer la segunda parte aquí: La chica del dragón (II) – Relato erótico

[1] (JAP) Tazas en las que se sirve el sake.
[2] La autora se ha permitido introducir la canción ‘Lie To Me’ (2018) del DJ estadounidense-japonés Steve Aoki y la artista invitada, Ina Wroldsen.
[3] Aeropuerto de Zúrich también llamado Aeropuerto de Kloten.
[4] Se dice que antiguamente en el mundo de las geishas el servicio de entretenimiento se calculaba con barritas de incienso a modo de relojes.  
[5] (JAP) Textualmente: «tatuaje hecho a mano». Técnica ancestral, dícese que muy dolorosa, que los miembros de la Yakuza emplean como medio de identificación, historia, lealtad al clan y rango jerárquico en la organización. El tatuaje es uno de los rasgos físicos más característicos de la mafia japonesa que, en la mayoría de las ocasiones, suele ocupar una gran extensión del cuerpo (brazos, espalda, nalgas piernas…) a salvaguarda de ser cubiertos, ocultos por la ropa.
[6] (JAP) Literalmente «persona de fuera». Término en alusión a los extranjeros que sigue creando algo de controversia, pues hay corrientes que sostienen que es despectivo, mientras otras, alegan que es solo una manera de tildar a un no-japonés.
[7]  En referencia al pez letal que es el segundo vertebrado más venenoso del mundo debido a su tetrodotoxina.
[8] (JAP) Término informal para llamar la atención. Un equivalente a: ¡Oye!
[9] Instrumento de cuerda tradicional.
[10] Técnica japonesa centenaria la cual consiste en rellenar las rajas, ralladuras o desconchones de las piezas de cerámica utilizando polvo de oro, plata líquida u otros materiales en lugar de deshacerse de ellas. Esto, a su vez, evoca a una filosofía de vida que nos enseña que, pese a todo, podemos ser capaces de reconstruirnos.
[11]  Dinero que exige la Yakuza a los comercios/negocios a cambio de protección.
[12] (JAP) Literalmente «acortamiento de dedo», es un ritual japonés compensatorio en cuanto a las ofensas, un acto de castigo o de más sinceras disculpas que consiste en la autoamputación de secciones del dedo meñique. En los tiempos modernos, es realizado principalmente por la Yakuza.
[13] Figura patriarcal similar al Padrino de la Cosa Nostra.
[14] (JAP) Expresión japonesa equivalente a: «¡Salud!».