Relatos eróticos

Aquel agosto – Relato erótico

Formábamos un grupo de cuatro amigos desde la infancia, de aquellos que, creíamos, ninguna circunstancia o capricho de la vida podría disolver. Sí, éramos amigos de veranos, pero nuestra amistad estaba a prueba de bombas. Nos amábamos profundamente y despertábamos envidias. Lo sabíamos.

Mino y yo éramos muy –demasiado– protectores con Lu y Sophie. A mí, todos me llamaban Zas. No recuerdo a que respondía este mote. Siempre me habían llamado así y lo aceptaba, feliz, como la prueba fehaciente de pertenecer a este grupo inquebrantable. Éramos conscientes de ser una única identidad. Un solo organismo. Y nos era imposible recordar tiempos pretéritos en los que no nos conocíamos. Nuestra manera de estar juntos era una igual repartición de las responsabilidades, un equilibrio de los caracteres, unos defectos complementarios… No es que fuéramos todos iguales. Cada uno tenía su personalidad.

La franqueza caracterizaba a Lu. Una falta de tacto a la cual estábamos acostumbrados, pero que dejaba sin habla a muchos. Puestas sus palabras en boca de otra persona, podían hacer daño, pero su sonrisa las desarmaba. Su bondad profunda hacia los suyos, nosotros, la volvía inofensiva. Era caprichosa, ruidosa y sincera. Mino era contenido, elegante y considerado. Era el más sociable de nosotros. Con Lu, formaban un engranaje perfectamente engrasado. Una alquimia milagrosa. Ella era solar y él la templaba. Sophie era más compleja: engañosamente simple y falsamente púdica. De una belleza escandalosa pero sin alardes. Un milagro genético heredado, decía su madre de su bisabuela paterna. Flotaba y nosotros con ella. Ella era una musa (mi musa). Su risa era sublime.

Todos los veranos de agosto, a final de la tarde, quedábamos en la orilla del mar, no muy lejos de La Croisette, del brillibrilli de los famosos y de las tiendas de lujo. Éramos ajenos a los planes de pensión, las responsabilidades y el tiempo que pasa.

Ocurrió la última noche. Quiero pensar que era inevitable. La cuestión de hacer el amor entre nosotros se planteó con un tono ligero, sin insistir apenas. Como quien habla de un acto cotidiano sin trascendencia. Una frase solo. Quizá porque no nos creíamos capaces. Pero ya el morbo había encendido a Sophie, que se quitó rápidamente el vestido de estampados rojos y fijó su mirada sobre los labios de Lu. Cogió su rostro entre ambas manos, lo acercó al suyo y la besó con avidez. La blancura de Mino deslumbró detrás de Sophie y sus manos aprisionaron sus pequeños pechos. Y yo me quedé paralizado, mirando a mis tres amigos hasta que Lu me presionó la polla con una delicadeza que no le había conocido hasta aquel entonces. Yo fotografiaba con esmero cada uno de los gestos, de los susurros de nuestro grupo. Y me dejé hacer, encantado de ser el capricho de todos ellos. Hicimos el amor, un amor puro ajeno al desafío de los fuegos artificiales de la ciudad. Sophie descartó el pudor, Lu, su estridente personalidad. Mino y yo, siempre atentos, nos movíamos, transparentes, al ritmo que ellas marcaban, conteniendo, con mucho esfuerzo, las mandíbulas tensas, nuestras ganas locas de dejarnos llevar. Un ballet amoroso sin choques de egos ajeno al bullicio. Nuestros suaves gemidos se impusieron al reguetón incesante y a las risas de los demás jóvenes festejando el fin de agosto. Fue un amor entre latas de Coca-Cola vacías, bolsas grasientas de plástico y la agonía silenciosa de las algas en la arena.

Nos amamos largamente, un amor a la imagen de lo que siempre habíamos sido. Una coreografía impecable.

Al final de la noche, bien entrada la madrugada, acabamos extenuados pero incapaces de dormir. Felices, nuestros cuerpos pegados y los ojos cegados por el azul profundo del cielo.

Pero algo aún más sorprendente ocurrió. Después de aquella noche, de la ternura compartida y de esa explosión de complicidad, no nos volvimos a ver más. Ayer, veinte años después de este recuerdo, vi a Sophie cruzar la calle  bajo mi ventana.