«Y entonces, ¿qué hacemos?». Hoy, esa insidiosa preguntita que el resabido siempre lanza antes de lapidarnos con kilogramos de demagogia la podemos responder con el título de esta historia basada en hechos reales, de la maravillosa Valérie Tasso: Amarnos hasta que se reconstruyan todos los puentes de Kyiv.
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Amarnos hasta que se reconstruyan todos los puentes de Kyiv*
*«Kyiv» es el nombre oficial de la capital, correspondiente a la ortografía ucraniana (mientras «Kiev» es la denominación rusa). Con esta transcripción del nombre de la capital ucraniana va mi pequeño y humilde homenaje a este maravilloso país y esta increíble ciudad que conozco muy bien. Y, por supuesto, mi rechazo total a la guerra.
Nota de la Autora: este relato está basado en hechos absolutamente reales.
Ya quedan lejos nuestras noches en el Opera Hotel de Kyiv, donde solíamos pararnos hasta emprender, al día siguiente, nuestro viaje hasta Crimea. Aquellas noches sin ruido, solo cortadas por el parloteo amable y discreto de los comensales y nuestras miradas de enamorados que ahogaban el ruido de los cubiertos en los platos, en aquella mesa apartada que siempre nos reservaban, frente a una ventana iluminada por las tenues luces de las farolas callejeras.
Ya quedan lejos aquellas pocas veces que salíamos de nuestra habitación porque solo necesitábamos el ruido de nuestros gemidos y el goteo de nuestros cuerpos sudados. Los «te quiero» infinitos que poblaban la suite. Aquella habitación de este hotel tan cercano al Obelisco de la Ciudad Heroica, del jardín botánico y de la Catedral de San Vladímir, de la de Santa Sofía y del parque Shevchenko donde dábamos largos paseos como si no hubiera un mañana. Olvidándonos de que, un día, ya no habría un mañana.
Ya quedan lejos los mercadillos donde comprábamos aquellas matrioshkas para turistas, pensando que eran un producto nacional. Pero tú me decías que no. Que solo eran copias y, sobre todo, que no tenían nada que ver con Ucrania. Mientras yo, haciendo caso omiso de lo que me explicabas, buscaba desesperadamente aquellas con más muñecas en su interior. Había oído hablar de que algunas tienen hasta 75 unidades. Nunca las encontré… Pero sí pasé más de 75 noches contigo, amor mío. Siempre has sabido compensar mis anhelos.
Ya quedan lejos las sábanas de seda blanca y los colchones mullidos de hoteles de cinco estrellas. Mientras escribo estas líneas, sé que ya has perdido todos los negocios que tenías en Yalta y los restaurantes que hacían las delicias de tus clientes más sibaritas de Crimea.
Ya quedan lejos los momentos que pasábamos haciendo el amor en un barco un tanto destartalado en el Mar Negro, en el que los delfines nos provocaban y nos salpicaban de agua salada, cada vez que Vlado, el intérprete ucraniano y tu fiel amigo, gritaba: «Ya vienen… Ya vienen…». Al pobre ni le hacíamos caso.
Ya quedan lejos las mañanas luminosas en las que tus labios brillaban por mis flujos, tu boca sabía a mi coño dulce y las medusas se dejaban ver en la orilla. Siempre me reía y te decía que estaban aquí para castigar esas noches sin fin, llenas de azúcares, lujuria y picaduras en mi vulva. Por tu barba que te negabas a cortar. Y tu boca… Jamás tuvo ley ni moral en aquella Datcha[1] que dejaba rastros de micrófonos oxidados, vestigios de la antigua URSS, en la que pasaban sus vacaciones los que gobernaban. Me acuerdo que, un día, nos dedicamos a despegarlos todos. Para mí, no lo dudes, fue un acto de rebeldía. Para ti, bueno, nunca lo pregunté. Pero quiero pensar que estábamos en sintonía.
Ya estás lejos tú. Y nuestros viajes a Ucrania. Y nuestras noches sin oscuridad ni luz en Crimea. Porque no importaban. Porque no existían. Porque jamás las imaginamos así.
Ahora, esa luz cegadora no para. En todo el país. Sin ley ni moral. Mientras recuerdo la sombra de tu silueta acercándose a mi piel pálida. A las ventanas de la Datcha sin micrófonos. Al cochón sin muelles en el que duermen ahora medio prisioneras de la cama todas aquellas personas que no conocimos. Ahogadas. En aquellos colchones pulgosos que, hoy, lo sé, harán estragos.
No en un hotel de cinco estrellas Gran Lujo.
Sino en los bajo fondos de un metro cualquiera de Kyiv. Donde la gente, todavía, podrá amarse como hicimos tú y yo.