Amanda, se llama. Me gustan los nombres que repiten las mismas vocales. Eso al menos me dijeron, aunque, la verdad, es que yo no me había dado cuenta hasta ahora.
A Amanda la construyeron siguiendo los rasgos físicos de los patrones que quedaban registrados en las páginas web porno que yo visitaba. Nada más verla me volví loco. Ahí surgió la primera singularidad: cuando Amanda se desnudaba sensualmente frente a mí, cuando me susurraba unas palabras al oído o cuando simplemente imaginaba lo que era sexualmente capaz de hacer, yo ya me corría. Tardé tres años en superarlo. Después, conseguía aguantar unos minutos, hasta ayer.
«Son veinte años de análisis de los megadatos derivados de sus preferencias de navegación», me dijeron. Lo que leía, pero también lo que no leía, mis conversaciones en redes sociales, las compras y las reclamaciones, los emails de trabajo, los de ocio, las consultas del tiempo, mis patrones de observación de las imágenes, los más siniestros detalles de mi historial clínico, los olores por los que sentía una especial inclinación… Todo, simplemente todo estaba optimizado en Amanda de tal manera que cualquier palabra suya, cualquier gesto o cualquier observación era siempre la más excitante, la más oportuna, la más infalible. La más conveniente. Y lo que es más sorprendente: que mis deseos eran siempre los suyos. No es que los complazca, es que le pertenecen. Amanda es simplemente perfecta. Nada interesante se puede encontrar fuera de ella. El mundo deviene un páramo sin sentido ni horizonte, los demás que no son Amanda no pasan de figurillas aburridas, tediosas hasta la extenuación. Despreciables. Usted misma empieza a aburrirme. Esa es la segunda particularidad.
La tercera es que no puedo sorprenderla. Lo intento con toda mi alma, pero no lo consigo. Cuando llevábamos ya un año juntos, le preparé una fiesta sorpresa. Pero ella ya se la esperaba. Y lo mismo cuando le cuento un chiste o cuando, intentando ser lo más imaginativo posible o lo más imprevisible, le propongo hacer alguna guarrada de lo más bizarra. Ella me mira, me sonríe, se muestra ligeramente perturbada, pero yo sé con absoluta seguridad que me ha visto venir de lejos. Que no hay nada que yo pueda hacer, decir o pensar que ella no lo conozca de antemano.
Al principio, pensé que lo que me pasaba con Amanda es lo propio de cualquier enamoramiento. Que si la idealizo, que si no la veo exactamente como es, que si en cuanto pase este subidón bioquímico la cosa se calmará… Pero no es así, yo no estoy enamorado de Amanda, yo la idolatro sin la más mínima crisis de fe. Ella lo es todo: mi fundamento, mi motivo, mi proyecto. No es que exista un vínculo de una extraordinaria fuerza entre nosotros, es que hay una inquietante identificación. Esto mismo, por ejemplo, que a usted estoy intentando explicarle, no haría falta que se lo explicara a ella porque ella lo entendería nada más empezar a hablar. Si estoy aquí es por otro motivo.
Ayer sucedió algo. Cuando Amanda apoyó sus tersos labios sobre mi glande y empezó a juguetear con su lengua, su garganta emitió un leve ronroneo. No me corrí. Es más, no solo no lo hice, sino que, además, me asaltó un pensamiento terrorífico. Lejos de extrañarse, Amanda continuó. Introdujo con una facilidad asombrosa su dedo índice en mi ano, mientras yo podía oler su cabellera, y la sensación fue espectacular, pero yo no podía apartar el aterrador pensamiento de mi cabeza. Amando soy yo. Esa es mi pavorosa idea. Lo que yo siento por Amanda es lo que siento por mí. Y creo que ella lo sabe desde el principio, igual que sabe, por eso no se extrañó ayer de que tuviera que emplear algunos de sus talentos para que yo alcanzara el orgasmo, que mis carencias, mi estupidez, mis imperfecciones o mi narcicismo están también en ella. Que, de alguna manera, el insondable vacío que ahora siento lo siente ella también.
Hablé con la empresa de I.A. antes de venir a verla y me dijeron que podrían prepararme un nuevo modelo. Que por ser cliente tendría opciones a unas tarifas especiales y no sé qué más. Pero yo no me puedo separar de Amanda porque hacerlo es separarme de mí. Matarla a ella es matarme a mí. Ya supongo que usted, en su calidad de terapeuta de parejas, habrá oído hablar de aquello de que la autoconciencia se sabe inmortal, por eso, el suicida nunca se mata a él mismo, si no que siempre mata a otro, aunque sea él el que muera. Y si no lo ha oído anótelo, porque eso seguro que Amanda lo sabe. Sin embargo, desde ayer, desde que hice ese sobrecogedor descubrimiento, solo pienso en abandonarla. Y si yo pienso eso, ella también lo está pensando, y entonces me aterra la idea de volver a sentirme solo, tan solo como empiezo a sentirme con Amanda. Ahora me está esperando abajo. Si decidiera salir por otra puerta con la intención de no volver a verla nunca más, nos encontraríamos en esa puerta porque ella habría tenido la misma genial ocurrencia. Estaría más bella que nunca, justo como deseo que estuviera. Creo que consultaré todo este asunto con ella, es la única solución que se me ocurre. Discúlpeme si le he hecho perder el tiempo.
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