Explora en la complicidad íntima, con esta historia de sexo anal que nos trae Mar Márquez.
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Alex, El Maestro Anal
N. de la A.: Los nombres de los personajes han sido cambiados para contar esta historia, cualquier coincidencia con la realidad será una divertida casualidad.
Alejandro no estaba acostumbrado a esperar y yo siempre he respondido muy bien a las urgencias. Me encantaba sentir el frío de sus manos seguras en la cintura. Le gustaba atacarme por la espalda, ¡qué vil!, mientras fregaba los platos del almuerzo con agua caliente. «¡Alejandro Arias Ayala!», le gritaba en la aspiración asustada que dan las sorpresas heladas. «¡Que pares!», le sonreía, salpicándole la cara con los restos del jabón de platos que resbalaban por mis dedos agarbanzados. Mientras, le hacía más evidente la curvatura de mi espalda.
Le complacía quedarse allí detrás, muy apretado, siguiendo el compás de mis gestos de enjabonado y aclarado. Ponía en riesgo el equilibrio de la torre arquitectónica de platos, cacerolas y vasos, en cada arremetida de pelvis con las que tanteaba mi disposición al juego.
«Baja ya, Alex, por Dios», le suplicaba cogiendo una de esas manos, ya caliente, y dirigiéndola a mi vulva. Alejandro Arias Ayala me la apretaba como una naranja. Batía sus dedos sobre los labios, cargaba de sangre cada centímetro de piel genital, antes de comenzar la presión central por la que empezaba a lamentarme entre gemidos entrecortados. Sus magistrales caricias clitorianas eran la llave que abría todas las puertas.
«Pasa por detrás, mi amor», le suspiraba inclinándome sobre la encimera y tirando hacia abajo el elástico del pantalón. Un pijama de franela, unas bragas de algodón y mi hombre respirándome su excitación al oído. No se me ocurre una tarde mejor de domingo. Alejandro, entonces, introducía dos dedos en la vagina en busca de mi miel, y los sacaba untuosos dispuestos a acariciarme el culo. «Despacito por favor, despacio», le repetí a lo largo de todos esos años, justo en ese preciso instante de presión ulterior. Esta repetición insistente solo era la apariencia de un miedo fingido, al que sabía que Alex sucumbía por amor. «Despacio, Alex, despacio, por favor», le reiteraría año tras año, empujando el culo hacia él, contradiciendo la fórmula que acababa de solicitar. Es maravilloso contradecirse en la plena confianza de los que se aman desde la entrega y la atención mutua. «Despacio, mi amor», le diría una vez más asiendo sus caderas y ayudándole a deslizarse dentro de la estrechez de mis nalgas.
Alex me dejaba hacer y no perdía ni el ritmo ni el interés en restregar sus dedos sobre mi vulva. Seguía masajeando la entrepierna, frotándome el clítoris en círculos suaves unas veces y pulsaciones más intensas en otras. Su buen hacer en la proa dilataba mi popa. Sentía su dureza, su calor subiendo y bajando de mi culo en intensas oleadas de mariposas, que me subían por la espina dorsal. Se me erizaba la piel de la espalda, mis pezones ascendían erectos y el vientre se tensionaba como si estuviera a punto de estallar. Sus dedos aumentaban el ritmo de fricción. Clítoris y ano conectados en un profundo cosquilleo de ojos ciegos, que yo recuerdo de color dorado. El tempo de sus embestidas se acrecentaba. Respiraciones acompasadas en un fuerte ritmo de inhalaciones y emisiones sonoras. Deseos empalmados con ideas compartidas; la del placer propio y del otro. «Dame fuerte. Ahora, Alex. Fuerte», acertaba a decir casi al final cuando el placer anestesiaba la escasa tensión que quedara.
Alex se apresuraba a satisfacer cada una de mis peticiones, a riesgo de terminar con aquel juego, impropio de cocinas, antes de lo que le gustaba. La tensión de mis piernas, el temblor de mis muslos y las contracciones internas que me abordaban en cada uno de esos orgasmos clito-anales que me regalaba Alejandro, me duraban largos segundos. En ellos, él aprovechaba para descansar la mano, tomarme intensamente de la cintura y follarme el culo fuerte, así, sin metáforas. Cuánto nos gustaba. Cuánto me gustabas, Alejandro Arias, mi maestro anal.