Esta es la sexta entrega de esta excitante serie de Andrea Acosta, que, ahora, se torna aún más ardiente.
Si no lo hiciste, te recomendamos leer antes la quinta parte aquí: Al calor del Lobo (5): La cicatriz de Hans – Relato erótico.
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Al calor del Lobo (6): La boca de Édith – Relato erótico
—No acapararé las almohadas —sonrió Édith; pinzó los extremos de la camiseta de Hans, jaló de ella hacia arriba para quitársela, la desechó y acarició la amplitud de los pectorales salpicados de un fino vello casi gualdo. El aroma almizcleño de él reemprendió la cruzada en contra de su juicio—… y hasta te cederé un poco de la sábana —mintió, rescatando los tirantes del pantalón en un ademán para que volvieran a moverse.
—Édith… —masculló Hans, contradictorio, pues aceptó que le quitara la prenda, pero no se movió. De consentir, ella le prestaría una almohada y se adueñaría de la sábana que, al acurrucarse en el sueño y de lado en el colchón, le menguaría en los pechos, y el tono de sus areolas y pezones sería parejo al de sus labios y mejillas.
—¿Quieres que te lo ruegue? —bisbiseó Édith; necesitaba ser más convincente y amparó la mano en el nacimiento de la verga. La carne se enderezó, desperezándose ante su toque, y ella recorrió su largura acompañando el prepucio hacia abajo y rozando con delicadeza la sensibilidad del frenillo. Besó el mentón de Hans y su anular acarició la abertura de la uretra, por la que brotaron las primeras gotas preeyaculatorias que usó para lubricarlo—. Rogaré… —canturreó, masturbándolo; Hans era un semental Holsteiner relinchando en el establo.
Él le atusó la melena, admirando las facciones que se sabía al milímetro con los ojos abiertos o cerrados, tocándolas o solo visualizándolas y, por supuesto, cada gesto, cada guiño; era preciosa: lo era a la sombra del sombrero que la protegía del sol veraniego durante el paseo que hacía cantar el pavés; lo era con una nube de crema en el labio superior tras dar un sorbo al chocolate a la taza elaborado con leche y no con agua[1]; cuando en la bañera, y con los pies en el borde, tarareaba desafinada Le Chasseur de l’hôtel[2]; con su lengua peregrinándole devota la revenada polla, cosechándole la semilla; riendo, llorando —sí, llorando— o dormitando; lo era tanto que para él era un «bendito» tormento.
Édith sonrió, eludiendo las caricias, y se acuclilló; de su sexo manaba el desfogue mutuo y creaba en la alfombra un obsceno surco. Le acarició el vello translucido de los muslos previa a lamerle un testículo al que, con celo, hizo rodar en su sinhueso. Arropó en la palma de la diestra la vigorosidad de la verga, masturbándola de nuevo y cambiando de testículo para brindarle la misma atención que a su antecesor.
—Sería mucho más fácil… —roncó Hans, entretejiendo los dedos en las suaves hebras de cabello, obnubilado por los ojos ambarinos y resplandecientes y la avezada boca de Édith, que le proporcionaba tal placer que habría llegado a creer que la carne se le desprendería de los huesos—… Sería mucho más fácil… —intentó vocalizar; su polla dio un impaciente respingo y los testículos piruetearon en el saco.
Lamió, Édith lamió el acerado falo sujetando los testículos en el saco. Al coronar el glande lo besó, degustando el terroso sabor de la viril fogosidad. Entrecerró los ojos, gimiendo de ardentía instantes antes de llevárselo a la boca; mudó la mano del escroto al nacimiento de la verga, y la afianzó ahí mientras su boca empezaba a engullirla.
Hans adelantó la cadera, ganando terreno, disfrutando de la resistencia natural de la cavidad. En otras ocasiones, y no sin cierta dificultad, Édith había logrado soterrar la naricilla en su pubis, y esa vez no iba a ser menos. La apremió sintiendo la saliva escaparle por las comisuras de los labios, el reverberar de la respiración nasal, la mecedura de los senos…
Concienzuda, tragó y retrocedió con la mano, atiborrándose hasta que la polla le repiqueteó en la campanilla y la naricilla se le enterró en el rucio triángulo del pubis de Hans. Édith reprimió la urgencia por deglutir, gimió inhalando el aroma de Hans y se pulió los molares con la dureza de su inhiesto sexo. Reculó un poco para sustituir la sujeción de su boca por la de la mano y, ruidosa, se la descorchó, colgando entre ambos cristalinos y burbujeantes puentes de deseo y baba.
Él estaba ajumado como si se hubiera empinado la mitad de una botella de Jägermeister[3] y sus dedos, erráticos, se embrollaron en las desgreñadas ondas del cabello de Édith. La presión ejercida por la boca y el hacer de la lengua eran los idóneos y delataban el dominio de la fémina.
—Querido… —runruneó Édith, con la verga oscilándole muy cercana a la faz. Los iris de él conexionaron con los suyos al escucharla—, ¿has enmudecido? —preguntó, extrañada. Hans ni siquiera había gruñido un solo improperio, aunque era evidente, más qué patente, que su cuerpo respondía al estímulo. Creció en altura al estirar las piernas, segura en la finura de los tacones; le besó el mentón y cosquilleó los dedos a lo largo de la pétrea erección.
—Sería mucho más fácil… —exhaló Hans, enmarcándole la cara. De facto, él deseaba que Édith prosiguiera hasta dejarlo seco, liviano y liberado, sin embargo— si no te amara como lo hago.
—¿Por qué me dices eso? —Segundos atrás lo tenía palpitando en la boca, pugnando con la tentativa de que se corriera, llenándole el buche con la calidez de su semen y, de repente, se confesaba. Y desconocía a qué venía, no era algo dicho en el cénit de la pasión. Posó las manos en los pectorales de Hans y la polla de este le aguijoneó el ombligo y el encaje del liguero.
—Porque es la verdad —arguyó, rotundo y siguiendo con los pulgares las vírgulas imaginarias en los altos pómulos de Édith—. Y no hay mejor oportunidad para admitirlo —discurrió Hans, cercándola con los brazos; la aupó y la trasladó a la mesa del recibidor, y su mano dominante mandó lejos el jarrón, que se reventó contra el suelo.
—Hans… —musitó Édith, dubitativa. Cuando la aupó, confío en la bienvenida de uno de los sofás y erró ante la frialdad de la piedra en las nalgas, que contrastaba con la caricia de los pétalos en el envés—. ¡Hans! —chilló, provocando más ruido que el de la cerámica al estallar en el piso. Lo miró, ojiplática, cuando él la tumbó en la mesa.
—Ábrelas… —demandó Hans habiéndole besado los aledaños al ombligo y la linde del monte de Venus —. Enséñamelo —urgió, cargándose una de las piernas de Édith al hombro. Quería ver su sexo, lo sonrosado nevado de albura.
—¿El qué? —fanfarroneó Édith, reclinando la cabeza. Estaban los dos despeinados, sudados y disputándose el puesto al mayor grado de excitación. La simiente de él le había adornado la piel en anteriores crepúsculos: la del rostro en honor a una constelación, los pechos, la juntura de las rollizas cachas… Ahora era distinto. Él se valía de su título de cazador, pero aquí la zorra astuta era ella.
—No juegues conmigo —tarascó Hans, frunciendo el ceño; la mueca le remarcó la cicatriz y los ojos le titilaron con fiereza. Desplazó a Édith, bajándole la pierna—. No te conviene.
Édith rio, provocadora, y elevando un pie encañonó con el tacón el centro de la clavícula de Hans. —Si me permites… —susurró, acodándose en la mesa, y abrió las piernas para exhibir los calados pliegues de la vulva.
Hans estuvo a punto de agarrarla por el tobillo y pellizcarle la cara interna de la pantorrilla para reprenderla; no obstante, ella abrió las piernas. El olor intrínseco de los dos unidos le aturulló el olfato antes incluso de fijarse en el sexo desnudo y rezumando. Un agudo pinchazo le dolió en el escroto y de la uretra le pirueteó un chorro de presemen. Édith se le antojaba como una ofrenda en el altar iluminado por la lámpara de araña y él, a falta de genuflexión, inclinó la testa para besarle un muslo y el prójimo.
—Por Dios… —suspiró Édith, arrebolada, y bataneó la cabeza en la mesa con la cabellera pendiendo del vacío. De ser viable, los pezones enhiestos y doloridos ajarían los embellecedores del techo y pulverizarían los cristales decorativos de la lámpara. Le acarició la nuca hasta que él se descarrió y un atisbo de dientes le disipó los remanentes de entereza que le restaban.
—Obergruppenführer —llamarón a la puerta.
Hans besó la rúbrica de sus dientes en el muslo de Édith y se empuñó la verga, dura como para hacer del mármol un montón de esquirlas. Tiró de las caderas de ella con la otra mano y… y la puerta, la condenada y maldita puerta sonó de nuevo. Volvió la testa hacia esta, enfocando en la madera los ojos de un azul nebuloso.
—No… no… —trastabilló Édith, incorporándose igual que si hubiese sido catapultada por un resorte. Estaba demasiado necesitada de él, demasiado enardecida como para que se lo arrebataran. Viró la cabeza de Hans acariciándolo de las mejillas a la nuca y se impulsó en la mesa, enrojeciéndose las nalgas—. Te prohíbo que me abandones —espetó, irracional, con el sexo palpitante y quejumbroso.
Ya puedes leer la séptima parte aquí: Al calor del Lobo (7): La noche antes de Berlín – Relato erótico