Ya puedes disfrutar de la cuarta parte de esta magnífica serie erótica de Andrea Acosta.
Si no lo hiciste, te recomendamos leer antes la tercera parte aquí: Al calor del Lobo (3): El cuento de Édith.
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Al calor del Lobo (4): Édith separa los muslos
—Separa los muslos —pidió él, pinzando uno de los pezones de Édith, invicto como un escalador en el pico de la Simetsberg. Descolgó la zurda por debajo de la vaporosidad de la braga, y rozó el hundido ombligo y el encaje del liguero…—. Desabotónala —solicitó con una risa queda ante el tope de la seda de la braga; tampoco se haría responsable de la fortuna de esta.
Édith se recostó en Hans, pendiendo por ello del aprehendido pezón. El plácido sonido de su risa le escaldó la injundia de los huesos, y ladeó un tanto la testa, frotando la nariz a lo largo de la férrea quijada.
—Desabo… —comenzó a tararear, soltando el primer botón de nácar en el cierre a un lado de su cintura; le siguió el segundo y el tercero—… tonada —terminó, coreada por el clamor de la seda al descender en un vuelo en picado y directo al suelo.
—Muy amable… —resolló Hans, arribándole a las fosas nasales el dulce y acidulado aroma a mujer excitada. Le liberó el pezón deleitándose con el meneo del níveo globo y admiró su particular L’Origine du monde[1]: el monte de Venus de Édith sembrado de rizos parejos al tono del cabello, perfilados, y los muslos lamidos por el liguero en las caderas, unido a las medias.
Édith deglutió, y no sin dificultad. Frotó con más ahínco la nariz en la masculina mandíbula en un reclamo que Hans rechazó. Ella protestó y quiso empujarlo por la nuca con una mano mientras, con la contraria, vadeaba su propio cuerpo, oleando por la corriente del deseo que le anegaba el sexo y le convertía las rodillas en espuma.
—Di mi nombre —susurró Hans; con el camino libre de seda, le acarició el vientre, retozó en la suavidad caracoleada del pubis, apremiando a que las piernas de esta se separaran lo bastante como para colar la zurda. Al fin, acarició, lánguido, desde los pliegues menores, pasando por el enfebrecido capullo del clítoris, a las dobleces mayores, de ahí a la goteante hendedura y al perineo. Reculó para contemplar el semblante de Édith, sus labios nudos de carmín y boqueando por un beso, por su boca, como la de un pez agitándose desesperado en el suelo de la barca, como la del que pelea, que grita desgañitado por defender el sagrado hálito tras las primeras diez aguadillas en un inmundo cubo en el número 8 de la Prinz-Albrecht-Straße[2]. La locura de los tiempos, tiempos de amarse, tiempos de morir…
—Hans… —gimió Édith. Por descontado, él no retrocedió del todo: pasó los dedos índice y corazón por su llorosa entrada, regocijándose con la untuosidad de su pasión, y, judas, arremetió con el índice en su coño. Ella, que había superado todos los simulacros de interrogatorios para convertirse en agente, no soportaba la ferocidad de lo que sentía, de aquel amor envilecido cimentado en mentiras.
—Otra vez —persuadió Hans a su oído, rotando el dedo en el ceñido agujero, que lo tragaba con glotonería. Parapetándola con la parte interna del brazo, la recogió contra sí y, tras posicionarse, irrumpió con el dedo corazón en el convulso sexo y lo reunió con el índice, aunque solo hasta el nudillo; puentes de flujo gravitaron de los inflamados labios vaginales a sus dedos. Con la otra mano creó círculos concéntricos alrededor del clítoris, hostigándolo.
Édith barboteó en un revuelo de pestañas y se arqueó, jadeante, antes de que Hans la encerrara en la jaula que suponía su cuerpo: barrotes de hueso, cierres tendinosos… Los pechos se le sacudieron, dolientes, y las manos se le retorcieron buscando donde aferrarse. El venidero orgasmo se las prometía electrificante, rápido y embriagador, una blitzkrieg perpetrada por los hábiles dedos de él.
Hans le besó la oreja, pujó el segundo dedo hasta el fondo y lo frenó, concediéndole así unos segundos para hacerse con ambos, atiborrándole el coño.
—Otra vez —reiteró, iniciando una cadencia de movimientos, de embates firmes, a la vez que reducía el perímetro de su mano para acariciar los aledaños al clítoris—. Dilo otra vez. —Y que así se tornase eco en su eternidad.
Édith se resistió, luchó por no ceder tan apresurada al placer, sin embargo, el acento de Hans pronunciando las erres de forma alveolar vibrante, con el poderío del barítono, su aliento, la destreza de sus manos masturbándola fueron demasiado como para no rendirse, para no chaparrear un orgasmo estrepitoso entre sus dedos. Y gimió, gimió su nombre sin voz, a la deriva de la conciencia.
Hans prolongó la masturbación a pesar del orgasmo y paladeó en el aire el sabor del sexo de Édith y el de la salobridad de sus lágrimas, que la tornaban quebradiza… Sacó los dedos de los vehementes adentros y le tomó la cara por el mentón.
—Shhh —le chistó, acunando su mejilla en la de ella. La besó, diciendo tanto en el acto y sin necesidad de palabras, mas dejando el poso de las no pronunciadas como el del petit noir en la tacita.
«Herr Obergruppenführer, si no le pone remedio, ella será su Stalingrado», le había advertido el facultativo, y por Dios que él lo sabía, si bien también sabía que era tarde. Ni todos los médicos de la Wehrmacht podrían hacer por salvarlo.
Víctima de la petite mort, Édith flaqueó. Los espasmos orgásmicos se recrearon con su cérvix y perpetuaron el placer que le atolondraba el cerebro. Girando entre los brazos de Hans cuando la acogió en su torso, revivió poco a poco en la boca al volver a besarla, esa boca que sabía a schnapps de cereza, a cigarrillo alemán, a su hombre…
Hans le acarició la cabellera despeinada y a la altura de los hombros, siguió la estructura de las escapulas, las líneas de la media espalda, gozando de la cremosidad de la tersa y pálida piel de Édith y, a bote pronto, la amenaza del posible remplazo le dentelleó como desearon hacer las ratas en las orillas del Sena antes de que los jóvenes soldados malgastaran sus balas con ellas.
—Eres mía —articuló Hans, sintiendo ásperos los encajes del liguero, síntoma de su repentino desasosiego. Aupó a Édith por las nalgas y a grandes zancadas cargó con ella hacia la puerta.
El otoño semejó devorar al verano arrancando pétalos de las flores que fenecieron en el mármol de la mesa del recibidor, llevados a continuación por la ráfaga de aire que provocó la rauda marcha de Hans.
Édith apenas si lo oyó articular e, ignorando lo dicho por él, jadeó cuando la trasladó en volandas. La madera de la puerta no le astilló la espalda al ejercer de tope, no obstante, le valdría como base de ataúd; y que la transpiración de Hans se le acomodara a modo de mortaja. Aturdida y palpitando en la húmeda sombra de los muslos, se agarró a los hombros de este, consciente de la persistente presencia de soldados en el pasillo que, ahora, escucharían hasta el chasquido de las medias en sus piernas.
Hans ocupó una mano en sostener a Édith por el flanco junto a la fuerza de sus abductores y cuádriceps, y la otra, en abrirse la bragueta del pantalón. Desdeñó la ropa y jaló hacia abajo, pero no pudo pasar por encima de las botas. Libre, la polla le penduló previa a marcar el norte, dura como el acero de Krupp[3] y cabalgando en la montura del escroto. Empuñándola, recolectó el relente de los femeninos pliegues que, en respuesta, se contrajeron y del interior del sexo manó un cristalino hilo de deseo que le mancilló una de las botas.
Édith trastabilló, inteligible, avivada por las protestas de la ropa de él al abandonarlo. Atestiguó la revelación de la verga que a ella le resultaba gloriosa, revenada y de glande ancho. Debido a lo primitivo, a lo salvaje de su sentir y a la posibilidad de tenerlo morando dentro, piel con piel, sin nada de por medio, se le encabritaron las caderas. Gimoteó y lo miró a los ojos, al azul fulgente que le flameaba en los iris. Escurrió los dedos por las tirantes cervicales de Hans y apoyó la palma de la mano derecha en la madera tras de sí, acompañando las caricias con la clara tentativa de incitarlo a penetrarla.
—Eres y serás mía —aseveró Hans, egoísta, y frenando los bamboleos de Édith. Refocilándose en la resonancia de su exacerbada respiración, en el lamento necesitado que zarpaba en los gemidos que le tañían la campanilla… Reflejado en los aguados ojos de ella, acometió rudo en su sexo, llenándola de una sentada con su polla, vil y truculento como una avanzada de la División panzer—. Pase lo que pase, eres y siempre serás mía —insistió, usando la mano con la que se había empuñado la verga para sujetarla por la barbilla, y se encasquilló por el tope desempeñado por los testículos, enterrado, sepultado en lo más hondo del coño de Edith, tan profundo como para marearse.
Ya puedes leer la quinta parte aquí: Al calor del Lobo (5): La cicatriz de Hans – Relato erótico