Afeitar no solo significa cortar el pelo o el vello, también tiene una noción artística por la que nos referiríamos a ornamentar una composición, embellecerla, hacerla más hermosa, sí, hacer un afeitado, pulirla. Andrea Acosta juega exquisitamente con ambos significados en este relato erótico. No te lo pierdas.
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Mein Herz brennt
31 de octubre de 2018, Berlín, Alemania
Ella se vio reflejada en la argentada y brillante hoja de la navaja de afeitar que él sostenía.
Ada, bajo el dintel de la puerta del baño, contuvo la respiración. Llevaba el pelo atado en lo alto de la cabeza, anudado al igual que el constreñido anhelo en el vientre que le humedecía el coño. Sintió arder los alvéolos, ennegrecerse, fragmentarse y revolotearle en los pulmones a semejanza de diminutos pedacitos de papel quemado, tornándose en un montón de cenizas. ¿Y su corazón? Claveteado en el pecho, latiendo más acelerado incluso que cuando, con desvergüenza, había asaltado al artista en plena vernissage en la Berlinische Galerie para solicitarle una opinión sobre su trabajo, almacenado junto a sus datos de contacto en el pendrive que le había tendido. Por descontado, su acto le había costado el puesto de camarera en la empresa de catering, que los de seguridad la echaran del museo y, una semana después, una llamada de teléfono para citarla en el taller de(l asaltado) Karl Schwarz, conocido en el mundillo artístico como Panzer[1]. El mismo que, por entonces y meses más tarde, empuñaba la cuchilla cuyo filo competía con las ahusadas aristas de sus pezones, que estoqueaban la sedosidad del batín que le lamía la desnudez.
—¿Estás lista? —preguntó Karl, sosegado pese al denso tono de barítono.
Introdujo la navaja en el lavamanos repleto de agua con el objetivo de que el acero se entibiara y fuera fácil deslizarlo por la piel para evitar sobreirritarla. Agarró el cuenco nevado de espuma y giró en su tripa la brocha. Discernió el atisbo de duda que aleteaba de la raíz a las puntas de las curvas pestañas de Ada y no vocalizó palabra alguna, aguardó. Él, siendo un nubarrón capaz de engullir al sol y enfriarlo con lo gélido de sus azulados ojos, gozaba de una imagen cuando menos tétrica, y no por su vestimenta o por la apariencia masiva de su cuerpo de andares combativos, o por lo reservado de su carácter. No, por la visión de su propio arte a través del objetivo de la cámara, en ocasiones compaginado con el lienzo que insuflaba destellos de vida, muerte, sexo, dolor, hambre, desesperación… Todo lo mencionado era compartido con Ada, y coincidía en especial en lo esencial de lo efímero. Por ello (y por su descaro) decidió trabajar con ella, enriqueciéndose la carcomida alma de su vibrante talento, con la condición de que la última pieza la tendría de protagonista. Era lo justo; quizás también supondría el broche de oro a su colaboración y un buen tijeretazo con respecto a ese lazo tibio que lo unía desde el dedo meñique de la mano zurda hasta la diestra de Ada. Vamos, a sus cincuenta y cinco años estaba de vuelta de muchas cosas, sin embargo, con ella le venían de nuevas y se sentía en guerra, atrapado en una trinchera con el gatillo de la Luger dispuesto en la bragueta.
—Sí… —Y en realidad era un «no».
Ada avanzó, calzando unas zapatillas de usar y tirar, afanadas de la habitación de un hotel; de ahí, junto a lo sucedido al conocerse, que Karl la sobrenombrara «Terrorista». Se detuvo ante él y se hizo patente la diferencia de físicos: si bien no era una fémina pequeña, en comparación con él casi adquiría el tamaño de bolsillo. La sangre en las venas le subió de temperatura y le coloreó la palidez de las mejillas y la redondez de los senos. Fiel a la verdad, no sabía cuándo el aroma de Karl había comenzado a excitarla; era un cóctel de Jägermeister, de ese olor a hombre y a líquido revelador. Tampoco sabía cuándo había empezado a mirarlo con interés no profesional, a fijarse en el acostumbrado atuendo compuesto por una blanca camisa, la cual rubricaba la forma de los fornidos brazos a causa del antiguo oficio en una empresa minera; la prenda se sujetaba a los hombros gracias a los tirantes negros del pantalón, que le recogía las nalgas y delineaba lo grueso de la polla, que picoteaba con el glande uno u otro de los bolsillos, y se estrangulaba en las cañas de las botas.
—Lista —dijo; se quitó el batín y quedó desnuda. Por irrisorio que semejara, comulgaba con cada uno de los versos de Amour[2], Linderman cantaba, recitaba, gruñía a su favor.
Karl, columpiándose en el egoísmo, la observó agrupando los dedos en las palmas, hincándoselos, apuñalándose las ganas. El pulso vivía alocado en el cuello de Ada y desestabilizaba la edificación de alabastro hasta el fino esternón para desmoronarse en los pechos de areolas y pezones sonrosados.
—Empecemos —pronunció, aún quieto; navegó por el abdomen de ella, rotó alrededor de su ombligo, con el piercing actuando de faro, y encalló en los rizos del pubis, de exacta tonalidad a la del cabello. Una escueta porción de sí condenó el propósito que los había conducido ahí. El resto se regodeó.
Ada, tras descalzarse e izarse en la banqueta, buscó la postura correcta en el marmóreo lavamanos y se sentó. Trémula, recostó la cabeza contra el entelado cristal, con las rodillas apuntando al techo, y separó los torneados muslos, exponiéndose, abriéndose en oda a la Puerta de Brandenburgo. Se olió, husmeó su excitación, que le calaba los pliegues y le dolía en lo recóndito del coño, aguzándole el clítoris. La excitación devoró a la duda, tarascó al miedo relacionado con que Karl se diera cuenta de lo muy cachonda que la ponía; y lo que era más, quería que lo viera, que lo olfateara, que lo saboreara, y ella, oh, ella le confesaría la de veces que se había masturbado fantaseando con él, imaginándose acuclillada, mamándole la polla al ritmo de los jalones que este le marcaba para dirigirla con las riendas hechas con las manos en su cabellera, enlazadas las hebras como Brezelns mientras a Karl se le escurrían por el puente de la nariz las gafas de lentes pequeñas que usaba para fotografiar, inconsciente del aire intelectual que le daban.
—Si lo prefieres, puedes dejarte la bata —ofreció él con un ligero movimiento de testa, contradiciendo a su lengua y, por ende, a su deseo. El aroma de Ada le aturrulló las fosas nasales, erizándole la nuca, y su polla le ladró en los pantalones. Ruin, pendenciero y encendido, apretó las mandíbulas. Debía controlarse, rasurarla y tomarle la fotografía en una disparidad de texturas: piel recién afeitada, el cuero del sillón, la frialdad cortante de la cuchilla…—. Procuraré no manchártela de espuma —carraspeó, desviando la mirada al cuenco. No era alguien que comulgara con la multitud y sus dimes y diretes morales, pero ella tenía treinta y dos años, tres menos que su hija mayor, y una carrera por delante, y cesó de cavilar, entrecerrando los ojos. Bajo la luz fluorescente, el platino de su pelo rapado a los flancos del cráneo y peinado en una corta coleta emitía reflejos que le cincelaban las masculinas facciones y pulían zafiros en sus iris.
—Quiero estar así… —aseveró Ada en un resuello—. Desnuda —añadió con el cosquilleo de un caño de flujo que le reptó desde la estrechez de la raja y se enroscó en el vello en su camino al perineo. Por supuesto, detectó el vigor de la erección de Karl y la ronquez, y jadeó, viéndose por unos segundos en los cristalinos de este, hasta que apartó la mirada y la dejó desamparada. El alma que figuraba haciéndose hueco en su cuerpo conforme su madre la acunaba en el útero peleaba por astillarle las cosquillas e iniciar la marcha hacia arriba, hacia la boca y salir despedida clamando por él.
—Bien —asintió Karl, volviendo a girar la brocha en el cuenco; la espuma perdía volumen por culpa de la humedad ambiente, así que se apuró, impulsado por un Wagner que le orquestaba las palpitaciones en las sienes. Inclinándose, repartió la blancura para soterrar el vello. La alegoría a la nevada Zugspitze estaba hecha carne en el pubis de Ada…—. No te muevas —chistó, distribuyendo la espuma en la cara interna de los muslos de ella, cuidando de las dobleces; la fragancia primitiva del sexo presto se combinó con el perfume del cosmético. Dedicó unos buenos minutos en cubrirla de manera homogénea; se desasió del cuenco, pescó del agua la navaja y secó el mango con una toalla.
—Qué fría —susurró Ada en un respingo con el primer y gentil brochazo. Su comentario provocó que las rubias cejas de Karl se arquearan, recalcándose las líneas de expresión en las esquinas de los ojos, y que sonriera; él no se reía en demasía, a excepción de cuando le había contado que su allanamiento en la vernissage había sido el resultado de un trago de algo tildado de alcohol y la escena de una película de tarde cuyo título no recordaba. El contraste entre la espuma y la temperatura corporal le robaron un hondo suspiro que creó eco en los nacarados dientes, y su coño protestó, liberando un translúcido chorro de flujo que decoloró la blancura de la espuma—. Karl… —articuló el nombre de este a boca llena.
—Ahora se pasa —aseguró él, retirando el vello; alargó la mano que blandía la navaja y la metió en el agua para desleír la espuma—. Gracias al calor de tu piel —puntualizó; acabó de desabrigar la parte interna del muslo, esmerándose, y arribó a la zona vulvar. Su nombre prorrumpido por los labios de Ada lo aguijoneó, emponzoñándole la razón. Aprovechándose de su ubicación y del hecho de que era zurdo, cargó la pierna de ella, arrimándose tanto que respiraron el mismo aire, mas con espacio suficiente para permitirle proseguir con la delicada labor.
Aquello sin duda era lo más erótico que nunca había experimentado; Ada no podía prometer que, si el quehacer de él no finiquitaba pronto, no iba a correrse. ¡Lo haría! Sin un beso, sin una caricia, tan solo con la cercanía de Klaus agostándole el juicio, con su mirada inflamándola y oscureciéndole areolas y pezones, con la hoja lengüeteándole la piel hipersensible.
—Ha llegado el turno de… —calló. Klaus optó por el silencio, por una pausa dramática a la par que intercambiaba de pierna—. El otro lado —habló por fin, testigo de cómo su sexo se contraía y lloraba por él. Al rasurarla descubrió un lunar en el perineo, que reclamó la atención de su sinhueso, y lo desatendió, cuestionándose si hallaría otro escondido, imitando a una edelweiss en la nieve. La contempló unos breves instantes, mojada, arrebolada y nívea y abrigada por un lado, desnuda y tersa en el extremo opuesto.
Ambos se encontraban tan próximos como para comerse; a falta de tenedor se las apañarían con la cuchilla a modo de cuchillo y las lenguas en convexa posición les valdrían de cucharas.
Qué absurdo, qué indómito, qué sinsentido era lo redundante a su sentir… El sonido del filo que la afeitaba, seguido del vello desarropándola, la mortificaba dulce y lascivamente. Ada cerró los ojos sin quererlo y, de forma inevitable, la verga engrosada y pétrea de Klaus la rozó a través del pantalón. Sus propios cabellos se le escabulleron del recogido, se pegaron a lo encapotado del cristal tras de sí y le resbalaron por el pecho, conspirando, jugando con sus pezones.
El agua del lavamanos danzaba con una albura estrellada por caracoleados pelillos…
—Casi he terminado —anunció Karl, comprobando el lampiño triángulo de puro y exquisito tisú. Apeó la pierna de Ada, agarró la toalla y dio con ella unos delicados toques para borrar los remanentes de espuma. Lo que restaba era remojarla con agua, ayudándose del grifo extensible de la ducha, y, a continuación de la foto, aplicar un bálsamo, pues de hacerlo ya, perjudicaría a la imagen.
—Mein Herz brennt [3]—jadeó Ada, y esas tres palabras decían mucho más; el trasfondo de estas era profundo, equiparable a lo insondable del deseo que le reconcomía las entretelas. Elevó los brazos de los costados de su cuerpo, tembloroso y necesitado. Se adelantó en el mármol, pinzando con las piernas las caderas de Karl, pretendiendo un encuentro entre su suavidad y la dureza de él—. Ese será el título. —Como protagonista de la obra estaba en pleno derecho de escogerlo, aunque era toda una declaración.
Karl soltó la cuchilla, que zozobró directa al agua ensombrecida por nubes vellosas. Asió a Ada por el rostro y le enmarcó el semblante con las manos. Los pulgares resiguieron el arco de Cupido y le entreabrieron los labios, aliándose con su boca en cuanto la besó, exento de templanza y cortesía.
La idea primigenia de la fotografía evolucionó; lo hizo inspirada por la pasión, transformándose en un dechado de piel erizada, lamida por una pátina de sudor que adhería a la mujer al cuero del sofá mancillado por el semen y el flujo que fluían salvajes de entre los rasurados pliegues; los poros destacaban en la instantánea en blanco y negro con el acero de la navaja de afeitar sostenida en la zurda y la diestra abrazada al pecho, bajo el que latía el ardiente corazón.