Pasa un buen rato con esta graciosísima historia de un hombre desprovisto de habilidades y una mujer desesperada por tener un mínimo de buen sexo.
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A grandes males…
Era torpe. Muy torpe. Terriblemente torpe. No hablo de la ineptitud del manazas que intenta arreglar un grifo y estropea la instalación del gas. No. En ese sentido, la naturaleza le había dotado de una maña envidiable, de un don innato. No se le resistía un enchufe, una humedad rebelde, un mantelito de ganchillo. Pero ay, queridos amigos, las manualidades que, en el fondo, son las que consiguen que una mujer se rinda libidinosa a los pies de su amante… en esas era un desastre. La pericia que demostraba con las herramientas de bricolaje era inversamente proporcional a la del uso de la propia. No acariciaba los pechos, los estrujaba como el que amasa croquetas. No besaba con ternura, chuperreteaba como un besugo a un cebo. No mordía, clavaba los colmillos como un dóberman rabioso.
Lo peor de todo es que lo intentaba, vaya si lo intentaba. Y al igual que no se perdía un capítulo de Bricomanía para aprender a montar un bebedero de patos, compraba libros sobre sexualidad para conocer nuevas técnicas. ¿Cómo ser una bestia en la cama? Embestía como el que taladra una mina de granito. ¿Sexo tántrico? Horas inmóvil hasta que ella daba cabezazos. ¿Shibari? Ni un samurái la hubiera desatado. El día que le propuso probar la hipoxifilia, ella gritó un ¡NO! que se oyó del quinto. ¡Hasta ahí podíamos llegar!
Me dirán que por qué no le instruía ella misma. Lo intentó. ¡Vaya si lo intentó! ¡Con la paciencia de una maestra de primaria! «No tan fuerte. No tan suave. No tan lento. No tan rápido. A la izquierda. A MI izquierda. Para. Paaaaraaaa. ¡¡PARA!!». Una clase de conducir con Rompetechos. Qué peligro…
Desesperada. No hay otra palabra para definirla. Si por lo menos fuera de los que tras dos caderazos se quedaban dormidos… ¡Qué resistencia! ¡Qué creatividad! ¡Qué alarde de elasticidad! Ni la Nadia Comaneci. Y ella, que era más bien sedentaria, soportaba a duras penas un tirón en el gemelo, una contractura en el hombro, un ataque de lumbalgia.
¿Preliminares? ¡Y post-liminares! Como notara que, a pesar del fragor de la batalla, no había caído el fuerte, se arrodillaba dispuesto a parlamentar. Pero, ¡ay!, el don de lenguas no era lo suyo, no, señores, ¡cuántas guerras hubiera provocado! Parlamento rápido sin orden ni concierto. Tirones impetuosos al confundir un quejido con un gemido. Dedos como morcillas buscando el punto mágico que se escondía asustado. A ella no le quedaba más remedio que sacudir la banderita blanca y fingir un orgasmo. Vive Dios que en más de una ocasión tuvo ganas de rendirse antes de haber comenzado. Aquello era un sinvivir.
Para más desgracia, el buen hombre tenía un punto débil. Un talón de Aquiles. Una grieta en la armadura: ella liderando la carga. Le montaba con el ímpetu del séptimo de caballería y la miraba hipnotizado. Esa cara de placer. Ese torso perlado de sudor. Ese cuerpo arqueado. Sansón perdía su fuerza y los pilares del edificio se resquebrajaban. De nada servía que ella amenazara con probar la asfixia (no erótica) si no resistía cinco minutillos más. «¿Te apetece que baje a comerte el….?» «¡VETE A LA MIERDA!». Aquella relación se precipitaba inexorable a una muerte anunciada.
La solución al conflicto diplomático se gestó una madrugada. Él dormía mientras ella se revolvía insomne, dolorida e insatisfecha, mascullando improperios, cuando la luz de la luna, quizá comprensiva al observar noche tras noche tamaño despropósito, señaló una protuberancia bajo la sábana. La levantó con suavidad y hela aquí: una erección magnífica. «¿Y sí…?» se preguntó, golosa. Reptó con el sigilo de un ninja y le montó. Al principio todo iba bien, despacito y con buena letra, pero la prudencia dio paso a la temeridad. Tres caderazos apasionados y un «¡DIOSMÍOVAMOS!» despertaron al bello durmiente. Esa cara de placer. Ese torso perlado de sudor. Ese cuerpo arqueado. Gemidito y derrumbe. Inevitable… ¿Inevitable? Eso habría que verlo.
«El hombre experimenta de tres a cinco erecciones nocturnas con una duración de hasta media hora», leyó en uno de los libros que él atesoraba. Aquello era demasiado tentador para ignorarlo. Noche tras noche, durante una semana, aguardó con paciencia a que se quedara dormido y la gloria se manifestara ante sus ojos. Sigilo de ninja. Monta delicada. Entusiasmo, caderazo, gemido, despertar, torso perlado de sudor y…
Siete jaques después, cualquiera hubiera rendido el rey, pero ella seguía siendo la reina. Descubierta una posible solución placentera al conflicto, solo era cuestión de hallar el modo de no despertarlo. Su mente maquinaba. ¿Una pastillita para dormir camuflada? Vamos pa’llá.
La primera vez fue un desastre. Un mísero orfidal desmenuzado en el potaje de garbanzos y aquella madrugada no se levantó ni la brisa nocturna. «Posibles efectos adversos: cambios en la libido». «Cago en…». Las noches siguientes, fue un experimento científico en toda regla: ensayo y error. Un cuarto, dos cuartos… Durante la cena, lo observaba como a un conejillo de indias y él se debatía incómodo. Algo pasaba y no acertaba a saber qué. No obstante, se sentía feliz. Dormía como un angelito y despertaba descansado y fuerte como un toro. Sin embargo, ella estaba exhausta y pensaba dejarlo en tablas cuando, un bendito día, encontró la piedra filosofal.
Roncaba desmadejado y su miembro se alzó. Sin sigilo (no estaba ya para acrobacias ninjas) saltó sobre él. Primera vez en la historia que una puerta sale al encuentro de un ariete. Embates, apretujones, gemidos, algún mordisco y… ¡Todos en pie!: el séptimo de caballería se alzó victorioso.
A partir de entonces, él duerme del tirón; huelga decir que ella, no.