«El escritor y la foto adecuada» es el relato erótico que nos ha enviado Drawneer von Darbis. Una historia de sexo en estado puro narrada en primera persona, que bien pudiera ser real o no, pero que, de seguro, va a subir vuestra temperatura corporal.
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El escritor y la foto adecuada
Las pocas veces que he tenido que desvelar quién es Wanderer de Darbis y a qué se dedica, siempre he acabado enfrentándome a la misma situación. Podría esperarse que se escandalizaran o se sorprendieran, pero en lugar de eso el problema es «el día después», la mirada huidiza tras descubrir lo que hay detrás de mis relatos. A veces es tan incómodo como amanecer en la cama con alguien sin recordar cómo llegué allí.
***
Cuando pedí a mi amiga Isabel que diseñara la portada de mi próxima novela ya imaginaba lo que podía esperarme. Ella me prometió que no contaría nada a nadie, ni siquiera a su marido; accedió con la condición de poder leerla antes de ponerse a diseñar. Para tomar ideas, dijo. No tuve elección. Aunque quizá yo deseaba que la leyera.
Después de tres días de impaciencia y una montaña de uñas mordidas, por fin me pidió que fuese a su casa para ver los bocetos que había hecho. Fui corriendo, ansioso por llegar, excitado y asustado por lo que podía encontrarme.
Al llegar le di los dos besos de rigor. Me encanta esperar esa décima de segundo entre cada beso, cuando sus rizos pelirrojos bailan por mi cara y la repiquetean con su aroma. Estaba sola; su marido llevaba toda la semana de viaje y no volvería hasta el domingo. Enseguida noté que mantenía todo el rato sus ojazos verdes mirando al suelo, y su suave piel pecosa parecía algo ruborizada. Quizá estuviera tan incómoda como yo, tal como me temía. Yo ni siquiera sabía si le había gustado la novela; me llevó directamente a su despacho hablándome apresurada de los bocetos que había preparado. Uno era una silueta muy sugerente, el otro una mujer semidesnuda. Muy bonitas, pero no me parecían nada especial, nada original, no eran su mejor trabajo. No pude disimular mi frustración y ella habló como si tuviera otro as en la manga.
–Tengo una idea mucho mejor, pero necesito tu permiso. He visualizado algo, un concepto. Algo muy arriesgado, pero genial.
Cogió un papel y dibujó un esquema. El lápiz temblaba un poquito entre sus dedos. Trazó, en media docena de rayajos, un cuerpo de mujer cabalgando a horcajadas sobre un hombre, vistos desde arriba. Las líneas que delimitaban los torsos y los muslos convergían en las pelvis, enmarcando una zona de atención justo en los genitales, que no estaban a la vista; tenía mucha fuerza visual y la idea me entusiasmó.
– Es la escena clave de tu novela, cuando recuerda lo que recuerda y necesita llamar al protagonista –le vibraba la voz, como si estuviera a punto del sollozo–. Es necesario que sea esta portada –continuó–, y es vital que la hagamos nosotros, que la interpretemos… nosotros –repitió «nosotros» con un tono extraño y me miró, quizá temerosa de una negativa.
Asentí. Sabía que ella daría en el clavo para hacer la mejor portada posible. Se levantó, me cogió de los hombros y tiró de mí para llevarme al salón, con dulzura pero sin darme opción a negarme. Me dejó sentado en el sofá y caminó rápido para colocar frente a mí una lámpara y un par de paraguas blancos a los lados. Luego trajo un sujetador de encaje, negro, precioso, y su cámara fotográfica. Se acercó a mí mientras se desabrochaba los botones de su blusa.
–¿Qué haces aún vestido? –Sin duda había algo que yo no había entendido de su plan.
–¿Qué? ¿Cómo? ¿Qué dices?
–¡Tenemos que posar para hacer la foto! Tú y yo ¡follando! –Parecía realmente sorprendida o contrariada ante mi inocencia–. Nuestros cuerpos desnudos formarán la imagen, y saldrá la sombra de tu polla, para que no se vea pero que se sepa que está ahí.
Perdí la noción del tiempo cuando lo vi todo claro. Todo.
Mi camiseta voló cuello arriba y mis pantalones estaban en mis tobillos cuando ella, ya desnuda, tiraba de mis rodillas, para situarme al borde del sofá, casi tumbado. Colocó una pierna a cada lado de las mías, muy cerca de mí. Se puso el sujetador negro, decía que formaba parte del diseño que necesitaba transmitir. A mí me hubiera gustado seguir viendo sus pechos. Y se preparó para meterse mi polla.
Diez minutos antes me preocupaba que se sintiera incómoda o violentada y ahora me sorprendía su disposición a cabalgarme con una cámara para hacer fotos del proceso. Todo esto me pillaba demasiado fuera de juego, demasiado a contrapié. La erección que solía acompañarme cuando estaba tan cerca de Isabel, esta vez, se estaba haciendo de rogar. Ella estaba decidida a participar en el rito interpretativo de un coito artístico, pero yo aún tenía que interiorizar esa idea. Siempre había deseado muy fuerte a Isabel, y había rezado por una oportunidad como esa. Pero mi piel no acababa de enterarse. Ella agarró con sus dedos el pellejo deshinchado que yacía inerme sobre mi abdomen, y volvió a repetirme que debíamos ser nosotros los que posáramos para la foto.
–¿Tal cual? ¿Sin más? ¿Un polvo rutinario?
–No, no es un polvo, no es sexo. Vamos a posar. Tú eres artista y sabes lo que significa. Puede que nos guste hacerlo o puede que no. No es para disfrutarlo, es para plasmar una idea. Tu polla es nuestra arcilla. Por eso es necesario que…
No terminó la frase. Mientras hablaba había sentido mi erección rozando la cara interna de mi muslo. Algo en su discurso me había activado. Algo muy lascivo, muy visceral, muy primitivo. La interpretación del sexo como obra de arte. La necesidad de experimentar, de dejar testimonio de ese momento tan vivo como es el sexo puro sin más motivo que el sexo. Y, además y sobre todo, me imaginé fotografiando su orgasmo… Mi pene reaccionó a eso con la dureza de una roca.
Ella lo acarició, un poco. No había fascinación, ni lujuria. Solo manejaba la herramienta que necesitaba. Tomó mi mano y la llevó a su entrepierna. Busqué con mis dedos, con cuidado, pensando que aún quedaba mucho por hacer, pero mis yemas entraron en contacto directamente con su humedad. Los paseé por sus labios, sin mirar, y sus jugos goteaban sobre mi mano. Entonces ella me miró, por primera vez desde que había llegado, enfocó sus ojazos fijándolos en los míos, y pude leer en su interior lo que iba a decirme:
–Llevo dos días con tu novela, dos días en que no he parado de acariciarme, de imaginar, una y otra vez, todas las cosas que has escrito, porque era como si las hubieras escrito para mí, como si fuera yo la mujer que las vivía, y las vivía contigo –continuó, mientras acariciaba suavemente el tallo de mi pene–. No necesito preliminares, tu novela ha sido toda la preparación que necesito y tengo el cuerpo, el alma y todo lo que haga falta dispuestos para recibirte. Quizá hacer esta foto sea una excusa, pero necesito tener dentro tu polla, la polla de Wanderer de Darbis, o moriré de frustración.
No pude responder nada, nada que tuviera sentido. Solamente obedecí y busqué la entrada de su coño con mi glande. Ella inspiró con fuerza, se irguió y dejó que entrara; comenzó a subir y bajar, muy lentamente, mientras colocaba su cámara y lanzaba fotos. Yo sentía las gotas calientes de sus jugos correr por mis testículos, y también sus paredes que se adaptaban a mí, que moldeaban la piel de mi pene. Pero no me atrevía a lanzarme a disfrutar, porque ella no parecía tan concentrada en el placer como en inmortalizarnos en la imagen adecuada. Lanzaba ráfagas de fotografías, levantaba la cámara, la giraba, la acercaba, le cambiaba el ángulo; los flashes se iban encendiendo como si estuviéramos follando en medio de una tormenta, una tormenta perfecta. Luego paraba un ratito, mientras revisaba las fotos que había hecho, y sin dejar de rebotar sobre mí, sostenía un movimiento muy tenue sobre mi polla, como un deportista manteniendo el calentamiento, como si apenas se diera cuenta de que estaba follándome. A veces estiraba el cuello, con un suspiro que delataba más de lo que ella misma quería. Un rato después le quité la cámara y me dediqué a disparar desde otro ángulo, para que ella tuviera más libertad de movimiento. Apoyaba sus manos en mis hombros, y yo me aseguraba de que el encuadre respetara el croquis que me dibujó…
Más de quinientas fotos del polvo más raro de mi vida. Y desde luego el más artístico. Y entonces caí en la cuenta…
La foto que buscábamos era la representación de la escena clave de mi novela. El momento cumbre en que la protagonista trasciende todas las normas que ataban su cuerpo, y lo libera para expresar con sus caderas todo el deseo que no podía expresar con palabras, buscando movimientos que la llevaran a esa otra parte de la línea que traspasaba por primera vez. Era la lujuria cogiendo las riendas. Y decidí poner un ingrediente más en nuestro posado.
–¿Recuerdas esta escena? –le pregunté ansioso–. ¿Cuando él le explica cómo ha de moverse para disfrutar?
Ella asintió mientras mordía su labio inferior y me demostró sin palabras que lo recordaba perfectamente. Trazó ochos, equis y círculos con su pelvis, y los suspiros se multiplicaron, los suyos y los míos. Frotaba su clítoris, y los jugos que bajaban por mi escroto comenzaron a ser torrentes. Poco después, su cuerpo tomó el control. Se había olvidado de posar. Yo la empujaba con mis caderas, chocando en el aire, sin parar de lanzar fotos, y disparar destellos. Ella estiraba su cuello, intentando frenar algún gemido, pero se dejaba vencer por el placer de todas formas. Apretaba sus pechos, a través del sostén, sus senos también gemían.
Me cabalgó, cada vez más rápido, hasta que, en el más absoluto silencio, aguantó la respiración tres segundos, soltó un quejido y un soplido… Otros tres segundos sin respirar, y sus ojos volvieron a mirarme con total franqueza…
***
Un rato después, estábamos delante de su PC, relajados y vestidos, revisando las fotos, en silencio, como si no nos acabásemos de creer lo que acababa de ocurrir. Isabel pasaba una tras otra, desechando la mayoría a una velocidad de vértigo. En una yo había fotografiado su mirada, con los ojos abiertos, con los párpados bajados, justo ese poquito que hace saber cuánto está disfrutando, y se la pedí como recuerdo. Poco después, apareció otra en la que los dos dimos un salto en nuestras sillas. Recordaba el momento. Tenía mis caderas hacia arriba y se veía la sombra de mi pene, medio enterrado en Isabel. Estaba un poco movida, y perdía la definición justa para añadir lascivia y sordidez. Además, el encuadre quedaba perfecto con la idea inicial. Sin decir nada, los dos sabíamos que era la foto adecuada. Y de repente, supimos que todo acababa allí, que encontrarla era terminar la búsqueda.
–Quizá, ahora que esto ha acabado, tengo remordimientos… –dijo ella.
–¿Remordimientos? ¿Por qué? Tú lo dijiste, esto es nuestro. Las fotos, lo que ha pasado, el proyecto de la novela, el arte. Todo esto es lo que nos define. Este momento, estos recuerdos, ¡esta erección que vuelvo a tener viendo estas fotos! Este secreto es nuestro, más allá de maridos, de amigos que no saben quién es Wanderer, más allá de todo.
Ella escuchó con la mirada baja, atentamente, sin poder negar nada de lo que le decía, porque ella sentía lo mismo. Luego, levantó sus ojos, verdes, enormes, y me miró de nuevo, a los míos, hasta el fondo. Y supimos que no, que aquello entre los dos no acabaría siendo solamente un posado artístico para una foto.