Relatos lésbicos

Porno para mujeres. Secuencia 2: Querida rubia, déjame ser deliciosamente perra

Explora la sensualidad del porno lésbico de la mano de Valérie Tasso. Este relato es la continuación de Porno para mujeres. Secuencia 1: Cuerpos celestiales, gozo universal. Puedes empezar allí o seguir leyendo más abajo, aunque el resultado será el mismo: una lectura que va mucho más allá de lo meramente excitante.

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Porno para mujeres. Secuencia 2: Querida rubia, déjame ser deliciosamente perra 

–¿Te encuentras bien? –me preguntó con una sonrisa cálida.

Entreabriendo los ojos, pude reconocerla por su preciosa sonrisa y lo llamativo de su cabellera rubia. Era la chica que había rozado mis labios, la que acompañaba al argentino, nuestro anfitrión de la orgía en el ático.

Carraspeé ligeramente para intentar aclarar un poco la garganta, tras el orgasmo que me había procurado aquel grupo de personas, y le respondí:

–Sí, me encuentro bien, es que acabo de recordar que tengo que pagar la luz.

Inclinada sobre mí, cogió con mucha delicadeza los extremos de mi blusa y me cubrió el pecho abotonándome el segundo y tercer ojal.

–¡¿Pagar la luz?! –exclamó con media sonrisa–. Yo solo tengo que preocuparme por encenderla… Para lo demás, está Ricardo –me dijo, elevando ligeramente su voz por encima de los gemidos de los invitados; canción melódica que, en aquel momento, oíamos como si fuera el hilo musical.

Me incorporé ligeramente para apreciar mejor su extraordinaria belleza. Al hacerlo, noté cómo se me pegaba nuevamente el culo a la alfombra. Todavía sentía el calor y la humedad en la vulva, y el mero hecho de contemplarla parecía incrementar esa sensual sensación.

Cuando nuestros rostros estuvieron frente a frente, volvió a sonreír y, marcando con la mirada zonas desconocidas para mí del ático, me preguntó:

–¿Te gustaría ver el resto?

Clavé la mirada en sus ojos verdes y respondí sin pestañear.

–Sí, me encantaría ver el resto –le insinué con picardía–, y tampoco me importaría que me enseñaras lo que no he visto del ático.

Me tendió la mano y nos incorporamos lentamente las dos. Yo solo llevaba puesta la blusa, sujeta con los dos botones que ella me había abrochado. Por un momento, pensé en recoger las bragas y los pantalones, pero, llegadas a ese punto de la orgía, una no tiene que preocuparse de la ropa.

Ella llevaba un precioso vestido rojo sangre de Dior, intuí, con la espalda descubierta y una media cola que se ajustaba a su figura, marcando con vehemencia las caderas. Me acerqué un poco a ella, lo suficiente como para percibir, sin que ella lo notara, su aroma.

Atravesar una sala en la que se celebra una orgía, es como cruzar un campo de batalla en el que se ha combatido ferozmente, no con balas de odio, sino con bayonetazos de placer; ojos entreabiertos, cuerpos semidesnudos que gimen en posiciones extrañas y en disposiciones caóticas, personas que están, pero que no parecen ver nada…y ese olor, ese intenso, penetrante y estimulante olor a sexo.

Entramos en una habitación de matrimonio, en la parte más alta de aquel ático de la calle Bonanova, entrecrucé sus dos manos con las mías, la miré de frente y le susurré al oído:

–Es suficiente, el resto del piso lo podremos ver otro día.

Echó la cabeza un poco para atrás, de forma que su boca quedara frente a la mía, para besarnos como si todo el aire del mundo solo emanara de la otra. Bajé la cabeza hacia su cuello y empecé a lamerle una pequeña vena que palpitaba impenitente. Mi ávida mirada analizó el azulado de aquel conducto que se agitaba al compás de mis latidos. Esta visión era tan sumamente erótica que no pude más. Hice que se deslizaran los tirantes por la curva de sus hombros, apareciendo, frente a mí, unos pequeños y erguidos pechos que mostraban inhiestos sus vértices para, posteriormente, seguir deslizándole el vestido, y ver una delgada línea de vello rubio en su pubis. Se recostó delicadamente sobre el satén de la cama, de manera que yo quedé a sus pies. Desde esa posición podía ver cómo al fondo de sus larguísimas piernas aparecía, sin pudor, una vulva deliciosamente diseñada, con unos labios mayores pequeños y convexos, que se entreabrían. Empecé a juguetear con la lengua entre los dedos de sus pies. Después, seguí de arriba abajo por la planta, mientras le masajeaba, con las yemas de los dedos, la parte de atrás de las rodillas. Ella gemía y curvaba la espalda, de modo que sus poderosos glúteos se acercaban a mí y se alejaban en un embriagador vaivén. El dedo corazón de su mano derecha comenzaba a recorrer de arriba abajo la apertura de sus piernas. Podía notar su excitación en cada centímetro de su piel, al tiempo que su dedo se movía cada vez con mayor soltura por su clítoris y labios. Juraría que hasta podía oír el sonido del dedo chapoteando en los fluidos que su creciente excitación generaba, al ritmo de una letanía que musitaba «Sigue, por favor, sigue».  Su respiración se aceleró súbitamente, su bello rostro y sus piernas se tensaron, soltó un grito mientras los músculos de su vientre y sus nalgas se endurecían espasmódicamente al compás de sus contracciones vaginales. Introduje suavemente su dedo corazón en mi boca, para poder paladear los restos de su orgasmo. Mientras le mordisqueaba ligeramente la yema, y lamía la uña revestida de un esmalte a juego con el color de su vestido, abrió los ojos para fijarlos en mí, volvió a dibujar su deliciosa sonrisa y aseveró:

–Tu culo, ahora quiero comerme tu culo.

Si en algún momento de mi existencia tuvo sentido la expresión «ponerme como una perra», fue en aquel instante. Su propuesta me excitó más de lo que nunca me había excitado ninguna otra, quizá por el morbo de hacerlo con una mujer o por mi inexperiencia en estos juegos de féminas. No dudé en colocarme a cuatro patas frente a ella, con la cabeza apoyada sobre la almohada y la espalda inclinada para que mi vulva y mi ano quedaran a su entera disposición. Nada más notar la punta de su lengua en mi orificio, di un involuntario respingo de placer. Su lengua empapada por la saliva y mis fluidos se paseaba desde el sacro hasta la entrada de mi vagina deteniéndose maliciosamente, pícara, en mi ano. Creí que iba a perder el sentido cuando, desde atrás, alcanzó mi clítoris y comenzó a masajearlo con ternura y determinación, mientras su lengua continuaba con aquel diabólico trayecto. Me corrí enseguida. Apenas pude pensar en aquello de «apaga la luz» (al fin y al cabo, tampoco importaba, pues recordé que ésta, la luz, ahora y aquí, la paga Ricardo).

Ya puedes continuar con la última parte aquí: Porno para mujeres. Secuencia 3: El día que protagonicé una peli porno – Relato erótico de Valérie Tasso