Ricardo III, la tragedia de William Shakespeare, no podía haber empezado de otro modo, sino la rotunda palabra «Now», que anuncia en el monólogo los propósitos del malvado, la infinita crueldad que va a ejercer el monarca a diestro y siniestro. Poderoso influjo debe también ejercer el inicio del Quijote pues pocos son los que no se saben de memoria aquello de «En un lugar de la Mancha…». Y es que, lo sabemos todos aquellos que presentamos de tanto en tanto una propuesta, el principio va a resultar determinante para captar la atención y fidelización del espectador o del lector. Quizá esa sea una de las razones del tan temido horror al folio en blanco; el principio, el cómo empezar de manera que se anuncie lo que allí va a suceder pero sin desvelar demasiado y hacerlo de manera lo suficientemente atractiva, inteligente y seductora como para que nadie abandone su asiento o cierre el libro. John Cameron Mitchell sin duda sabe esto y sabe resolverlo de maravilla en su película «Shortbus» de 2006. La preciosa canción de jazz, Is you is or is you ain’t my baby, de Anita O’day, con su melancólica pero también cachonda inquietud existencial sobre si el amor es correspondido o no, sirve de soporte para los primeros planos: el pene de un atractivo joven que va a conseguir el añorado sueño imposible de muchos varones de practicarse una felación, el diálogo hilarante con su trasfondo de mala leche entre una «dómina» profesional y un jovencito pijotero que la desquicia con sus paridas o la follada en treinta posiciones distintas, a cada cual más sofisticada, de una sexóloga con su pareja (posturas, por cierto, que posiblemente aumenten la flexibilidad de la joven pero que en ningún caso le procuran un orgasmo). Shortbus lo deja claro; la propuesta va a ser explícita, genitalmente explícita, y va a tratar la problematicidad de nuestra condición sexuada sin por ello meterse en sesudas y soporíferas disquisiciones sobre el Ser o la Nada (error imperdonable, por ejemplo, en el caso de Nymphomaniac de Lars von Trier) ni en melancólicas conclusiones del «No somos nada», si no que va a hacerlo de un modo fresco (en la más amplia acepción de la palabra), directo pero para nada superficial, inquietante pero siempre con el humor cargado en la recámara.
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Shortbus: Una pequeña joya
Todo esto hace de Shortbus una pequeña joya cinematográfica y quizá la única propuesta que consigue el imposible de sintetizar el sexo real y explícito propio de la pornografía con lo argumentado, con la palabra, con el contenido. Vamos, que deviene una película porno (del porno aquel en el que no había que llegar a ver las trompas de Falopio de las actrices para saber que una veía porno) en la que una está esta vez, esta única vez, esperando el final para ver si se casan. Y eso, para una película estrenada en salas comerciales y no en una de arte y ensayo o en una de esas en las que los espectadores entraban tapándose la cara, no es un mérito, es un prodigio.
Sinopsis
Shortbus es el nombre dado en la cinta a un peculiar local neoyorkino en el que los asistentes practican sexo en diversas variantes y observan y gozan y piensan. En este local, que sirve de soporte y de terreno de juego, se encuentran Sophia, la sexóloga que nunca ha tenido un orgasmo, Severin, la fotógrafa sensible que complementa sus ingresos ejerciendo de «dómina» y una pareja de homosexuales, James y Jamie, que se enfrentan por amor a ese trago tan imprevisible de abrir la pareja a un tercero. Desde esa triangulación van mostrándose diversas existencias humanas sexuadas con sus perfectamente contados matices, dificultades, excentricidades, anhelos y problematicidades, componiendo un relato coral que, en su estilo y sin establecer dispares analogías, bien podría ser el coro que canta a Schelling en la Novena de Beethoven.
Tráiler
Una película que es una reivindicación de la vida
Cuentan las crónicas que, tras la peste negra o después de que se pasara el horror anticipativo por el cambio de milenio, las orgías aumentaron de manera exponencial en toda Europa (veremos qué pasa ahora si conseguimos un día someter esta jodida pandemia). El Decamerón de Boccaccio, en el que un grupo de jóvenes se reúnen en una mansión de la Toscana para contarse historias de amor y sexo mientras la plaga asola el territorio, es un buen ejemplo literario de cómo el erotismo, lo carnal y lo sicalíptico reivindican la vida frente a la privativa destrucción. Y es que ya se sabe aquello freudiano de Eros y Tanatos; uno nunca se encuentra más vivo que cuando se puede haber muerto. Digo esto porque sobre Shortbus sobrevuela el fantasma y el horror siempre presentes de los atentados del 11S y la política del terror que le siguió, lo que añade un inteligente aire de redención y reivindicación de la vida y de lo humano a la propuesta, como también le añade la sensación de un vacío existencial que solo puede intentar rellenarse, a veces inútilmente, por lo sintiente del cuerpo, por el cuerpo que goza, padece y aúlla. Y un cuerpo y una mirada, la del espectador que ve, que continuamente mira y que puede encontrar en esta propuesta un motivo no solo para probar su carnalidad, que se excita, sino también para retar a su lucidez que cuestiona. Y eso siempre merece la pena.