Las propuestas narrativas que se ambientan en una familia británica muy adinerada que habita, junto al servicio, en un casoplón decimonónico en la encantadora campiña inglesa, suelen dar ya una pista de lo que allí, en ese peculiar hábitat, va a suceder: algo se oculta y va a acabar mostrándose con gran estruendo.
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Bajo la férrea corrección, la impecable educación, la indiferente frivolidad, la ironía (con su inherente mala leche) como modo relacional, las maneras exquisitas, la deslumbrante estética, los atávicos rituales y, en definitiva, el ser, gracias a un sentido moral tan peculiar como sofocante, el «mejor de los mundos posibles», bajo toda esa belleza, lo que en realidad subyace es la inminencia de la explosión de aquello que se intenta ocultar.
En toda esa inalcanzable «felicidad», construida a base de contener, se esconde algo salvaje que, a poco que el calor de la olla a presión aumente, va a acabar reventado la propia olla, la cocina, la country house y a todos los distinguidos aristócratas que por allí pululan. Las pasiones, alimentadas por una insufrible e hipócrita represión moral, terminarán manifestándose de forma trágica.
Así es, al menos, como se suele presentar el panorama desde la novela gótica romántica del XIX con las hermanas Brontë a la cabeza. En Saltburn, la propuesta cinematográfica de 2023, de Emerald Fennell, ese estallido no va a ser provocado desde dentro, sino por un agente externo que ansía apropiarse de toda esa insultante felicidad y belleza que parecen poseer por una suerte de derecho natural.
Saltburn
Sinopsis
El argumento que sirve de soporte, que se sitúa temporalmente ya a inicios del siglo XXI, podría resumirse como sigue: un joven que proviene aparentemente de una familia disfuncional consigue, gracias a una beca de estudios, ingresar en la Universidad de Oxford. Allí conoce a (o tropieza con) la élite británica y su ambiente y, en especial, con un joven apuesto y deseable que condensa todas las virtudes aristocráticas.
Tras trabar ambos relación, el joven que todo lo posee acabará invitando al joven que todo ansía a pasar unas semanas en la mansión de su familia: Saltburn. Bien, tenemos, como se intuye, dos mundos distantes que están llamados a cohabitar por esa extraña fuerza gravitacional que llamamos erotismo: por un lado, el joven ignorante, apocado y no especialmente agraciado en lo físico, que desconoce, por su origen y formación, las etiquetas, normas y modos que se presentan ante él, pero aspira a y se fascina por ellas. Y, por otro, el joven que lo tiene todo, condensa y encarna todas esas manifestaciones y, además, representa lo que Nietzsche llamaría, con mucha retranca, la «felicidad inglesa».
Las relaciones de afectación, de estatus, de porvenir, de cultura, pero también carnales, empiezan a operar entre ellos. No desvelo más, el argumento es a lo largo de su desarrollo bastante previsible, un tanto acelerado y forzado, en ocasiones, hasta la simpleza.
Es cierto que la magnífica fotografía y el sentido estético del film vienen de vez en cuando a rescatar, cuando no a tapar, su precipitación y oculta parcialmente lo que Emerald Fennell pretende de verdad indagar.
La directora, autora de series tan aclamadas como The Crown, de 2016 (un extenso retrato de Isabel II), Killing Eve, de 2018 (la peculiar, aunque al final un tanto repetitiva, relación entre una psicópata y la detective), también de películas como La chica danesa, de 2015, o la muy reciente Barbie (2023), ya nos da posiblemente una pista con su filmografía sobre dónde se encuadran sus intereses.
Tráiler
Algunas preguntas sobre la película
¿Qué siente Oliver Quick, el mundo vulgar, por Felix Catton, el mundo aristócrata? ¿Qué siente en reciprocidad Felix por Oliver y lo que representa? ¿Cómo se puede encarnar, bajo qué forma, esa afectación recíproca? ¿Dónde están los límites entre el amor, el deseo y el odio? ¿Hay verdaderamente un límite?
«No estaba enamorado de él. Sé que todos lo creían. Pero no lo estaba. Lo quería, claro. Era imposible no querer a Felix. Y eso era parte del problema…».
Así empieza la película y, como un martinete, esa cuestión se repite. Ese es el asunto. Ese es el problema. Como decimos, la trama explícita, el guion que se muestra, es solo una excusa, no del todo conseguida, para abordar ese inmenso problema erótico que es perfectamente defendido, pese a la irregularidad de los personajes y la discutible solidez argumental, por dos actores de nivel: Barry Keoghan (Oliver Quick) que, a servidora, le deslumbró por su ambigüedad y lo siniestro de sus formas en El sacrificio del ciervo sagrado, de Lanthimos; y Jacob Elordi (Felix Catton), conocido principalmente por su papel en la serie Euphoria.
Personajes principales secundados por otras muy solventes interpretaciones como la de Rosamund Pike en el papel de la madre casquivana y superflua de Felix o Alison Oliver que interpreta a la inestable afectivamente hermana del mismo.
Análisis de la película… y tres escena eróticas
Un problema y tres escenas eróticas. Ahí lo sintetizaremos. Tres escenas de una inusitada fuerza y fiereza, tres escenas explícitas, tres brutales implosiones del problema que hacen que la resolución de la trama sea en sí poco más que pirotecnia.
Nos centramos solo en una. En la primera, Felix y Oliver, en sus lujosas habitaciones contiguas de la mansión, comparten el baño. En medio de este hay una bañera. Oliver oye a Felix masturbarse mientras se baña. Cuando Felix, tras alcanzar el clímax, abandona el baño para ir a su habitación, Oliver entra desnudo en la bañera y empieza a sorber con pasión y ternura los restos de agua. Lame apasionadamente el desagüe intentando recogerlo todo, evitando que nada de Felix se le escape. Sin dejar ni gota. Y ahí, de nuevo, perfecta y cruelmente simbolizado, aparece el problema. ¿Qué afecto siente Oliver por Felix? ¿Es amor? ¿Es avidez por parasitar a Felix y a su paisaje? ¿Es voluntad de apropiarse de todo lo que Felix es y representa? ¿Hasta dónde va a llegar para conseguir lo que sea que siente?
Esa escena magistral es el núcleo duro, el hueso que contiene la semilla, lo que explota el ambiente feliz donde todo está bajo el control de las apariencias. Es todo lo oculto que engrandece la película hasta hacer la propia película, y la presunta respuesta al problema, insignificantes.
Barry Keoghan sabe trasladar todo el conflicto interno del personaje, toda su pasión, sus dudas y ambiciones, su añoranza y vacío, a una gestualidad sobrecogedora, a una salvaje coreografía que, como un estertor expansivo, explica lo inexplicable. Por sus músculos, tendones y nervios circula la fuerza de ese valor problemático que es nuestra condición sexuada que se debe entrelazar con un otro inalcanzable (siempre inalcanzable) por el que siente tanta atracción como terror por ser atraído, o pánico por no generar atracción alguna sobre él. El cuerpo arqueado de Oliver muestra esa terrible encrucijada que determinará si lo que va a hacer uno con ese otro lo convierte en una persona ética o en el mayor hijo de perra.
Conclusión: Una respuesta «de guion»
¿Qué deseo yo del otro? ¿Qué desea el otro de mí? ¿De qué forma se concretiza esa afectación? Saltburn tiene ese valor: el de plantear la pregunta correcta, el de saber encuadrar «el problema», aunque cometa el desliz de intentar darle una respuesta «de guion» a algo fascinante que sigue, que siempre seguirá, sin unívoca respuesta.