La relación entre los sexos ha sido tejida a lo largo de la historia a través de arquetipos y paradigmas que ejemplifican lo que moralmente debe ser una relación sentimental y carnal. Esos arquetipos, en función del orden moral vigente, se articulan entre sí produciendo ligeras variaciones sobre el mismo tema arquetípico; un poco lo que hace el jazz sobre la melodía. Se producen diversas moralejas y conclusiones de manera que, a veces, nos parece encontrarnos frente a una nueva «historia» o lección moral que, en realidad, es la de siempre, solo que con algunos que otros mimbres verdes que el discurso normativo inserta por aquí o por allá. Pues bien, desde que existe algo parecido a la civilización, si en la relación entre los sexos existe un arquetipo universal que se repite una y mil veces a lo largo de la historia y en todos los confines del mundo, ese es el de una pobre, indefensa e inocente señorita que consigue (por no se sabe qué extraño influjo o hada madrina) que un varón todopoderoso, varonil y omnisciente fije sus deslumbrantes ojos en ella.
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Nueve semanas y media
Para el espectador tradicional, es una historia de éxito: la cándida inocencia encuentra al salvador, guía y «significante maestro» (todo muy BDSM, por cierto, para las mentes retorcidas como la mía), que diría el psicoanalista francés Jacques Lacan, en la figura de un macho «comme il faut». Y es de éxito porque es leído como una historia de superación: al débil, los cielos le recompensan con la posibilidad de gozar del poder del otro.
La mujercita que, hasta entonces, vagaba por un miserable limbo existencial, es gratificada con su verdadero sentido: ser amada por el hombre que de verdad ostenta el poder. El príncipe azul que la introduce en palacio (el cuento de La Cenicienta), el que la devuelve a la vida con un candoroso beso (Blancanieves)… Y así, una y otra vez, desde la esclava egipcia Ródope o la prostituta María Magdalena. Como decíamos, luego entran las variantes. Cuando la moral imperante hace del erotismo la castidad, la historia se resuelve sexualmente con una pudorosa elipsis o con un «y comieron perdices»; cuando en tiempos recientes, la moral imperante quiere insistir en aspectos más sicalípticos, la historia incide en lo que el poderoso varón es capaz de irradiar sobre la mojigata sexualidad de la fémina; cuando el orden moral quiere presentar al varón como un soberano justo y bondadoso, así lo hace; cuando lo que pretende es culpabilizarlo, lo presenta como un zafio maltratador… Variantes entre el «happy ending» o la tragedia sobre un tema siempre recurrente de dependencia entre una florecilla y la luz del astro rey.
Tráiler
Sinopsis
Nueve semanas y media, la película de Adrian Lyne estrenada en 1986, es otra vez el mismo arquetipo, como lo serían, por ejemplo y dentro de esta categoría de productos cinematográficos picantones para las masas, la que se estrenó diez años más tarde bajo el título de Pretty Woman, bajo la dirección de Garry Marshall, o la que estrenaría Sam Taylor-Wood hace unos años, 50 sombras de Grey.
En Nueve semanas y media, como todo el mundo sabe, la chica mona y un tanto desnortada es la actriz Kim Basinger, mientras que al omnipotente varón le da encarnadura Mickey Rourke (este sí que completamente desnortado, a tenor de lo que su biografía personal ha ido deparando).
Ella no es que recoja ceniza en la chimenea de su madrasta, pero está divorciada, más aburrida que un acuario de ostras y se mueve (el glamur de la película lo exige) en el mundillo de las galerías de arte; aquellas que por los ochenta florecían en Nueva York y que ahora, en su mayoría, son un campo de malvas.
Él, que por cierto se llama en la película Gray (casi lo clava), es otro tópico de los ochenta: un yuppie inversor en bolsa y paradigma del arranque neoliberal de la dupla Thatcher y Reagan o de la «cultura del pelotazo», que tan bien conocemos por estas hispánicas lindes.
Pues bien, cuando el «fucking master» encuentra a la cándida belleza, la introduce en una sexualidad que, pretendiéndose oscura, es más bien nítida, y en la que su pretendida sordidez no pasa, ni para un espectador del 2020 ni para uno de 1980, de unas inocentes excentricidades que se hilvanan, una tras otra, sin mucha carne que mostrar. Que si tómate una cerecita, que si hazme un striptease, que si vístete de tío, que si soy tu papi o que si trío con una latina tremenda… Pero el drama, pues hay drama, es que esos eróticos tejemanejes que a ella la euforizan en un principio, no la hacen finalmente feliz, pues detecta (y no hace falta un microscopio para detectarlo) una relación de dominación y de cuestionable asimetría que no la satisface. La redención en forma de moraleja llega al final cuando ella, retomando la autoridad sobre su destino, decide, al cabo de unos sesenta y siete días, poner fin al romance. Más o menos el mismo desarrollo argumental, según me cuentan, que en la novela homónima de Elizabeth McNeill (pseudónimo de Ingeborg Day). Pero en este caso, con una adaptación demasiado volcada a deslumbrar al personal sobre lo que es un duro texto autobiográfico, que sí plantea cuestiones de calado como aquella inquietud que le quitó el sueño a Étienne de la Boétie y muchos otros y que resumiríamos como la siniestra necesidad que tenemos de ser dominados. Los diálogos de la película, obra y gracia de los guionistas, no son como para deslumbrar a nadie. Parece que Rourke se haya leído un manual de «cómo seducir a una pava en diez lecciones» y que no sepa muy bien cómo aplicarlo y, más bien, reafirman a contra voluntad lo que sospechamos de él: que es un elemento que se ha enriquecido demasiado rápido y que es tan hueco que solo tiene dinero. Y de ella, que es alguien que, de pura novicia, está dispuesta a encandilarse con la pata de un tresillo.
A pesar de todo, la realización de la película es buena
La realización en sí de la película no es mala. Rodada en esa estética de lista de reproducción de glamurosos videoclips, tan propia de películas de éxito de los ochenta, la fotografía es notable y el director supo cómo captar ciertas inquietudes del público… Del público especialmente europeo, por cierto, pues su estreno en los EE.UU. fue un auténtico fiasco si bien la propuesta tuvo mucho recorrido en el circuito, siempre más íntimo, del video doméstico.
La película también consiguió aportar algún icono, como el celebérrimo striptease de Basinger con el tema de Joe Cocker, que ha quedado como un emblema de la sensualidad en la cabeza de muchos hijos del baby boom. Basinger, en esta escena y en toda la película, está de toma pan y moja, eso no hay quien lo discuta. Por cierto, Adrian Lyne, el director británico, tuvo una trayectoria ascendente no solo en lo comercial, sino también en el reconocimiento profesional. Cuando presentó Nueve semanas y media, había estrenado tres años antes Flashdance. Obtuvo el reconocimiento de la crítica con una propuesta mucho más inquietante y lograda de otra relación, Atracción fatal, de 1987 (nominada a 6 premios Óscar aunque no obtuvo ninguno). Una proposición indecente (1993) fue su última «proposición» que cuajó algo en el público… A partir de ahí, silencio total.
Una leyenda histórica…
Aún hoy, Nueve semanas y media tiene, más que de verdadera aportación a la disciplina del cine o a la comprensión de la naturaleza humana, un halo (hay que reconocerlo). Tiene algo que no todas las propuestas alcanzan: un punto de leyenda histórica, que sirve para reunirse alrededor del fuego recordando lo que allí sucedió. «Yo la vi el día de…», «Mis padres le dijeron a mi hermano…», «Cuando salió la Basinger…», etc.
Es un poco como esas historias de la mili que se cuentan entre los amigotes que la compartieron, como el recordar con tus amigas de universidad cómo nos fue a cada una de nosotras con aquel chico tan mono… Y eso de unificar a varios humanos en torno a una experiencia común es erótico. Sin ninguna duda, lo más erótico de Nueve semanas y media.