Si de algo parece que nos hemos despreocupado en las ultimas y largas décadas es de la reflexión sobre la belleza. La «sobre-estetización» del mundo, de nuestro mundo del supermercado, en el que todas las cosas deben provocarnos una «aisthesis» (una sensación) placentera de manera que nos enganchemos rápido y fugazmente a ellas, parece haber producido en nosotros el efecto contrario: el afloramiento continuo, sostenido, expansivo de la brutalidad que subyace a una belleza que parece impostada. El que lo bello haya devenido una simple estrategia más de marketing para que consumamos tostadoras, automóviles, recetas de bienestar o cuerpos, su mero uso instrumental, así como que lo bello nos parezca ya una impostura que, además de querer embaucarnos, solo consigue que cada vez seamos más conscientes de la sordidez, la bestialidad y la irracionalidad que subyace en todos nosotros, ha relegado lo bello a un simple velo, que transparenta diseñado en los departamentos de publicidad y que no merece más atención ni reflexión que la que nos produce el saber si nos ponemos las bragas negras o las rojas. La belleza se nos antoja ya hoy falsa, insustancial, inútil y manipuladora. Y esto es una tragedia; sin la verdadera belleza, sin su capacidad de crearla, detectarla y promocionarla, estamos radicalmente desamparados.
Sigue leyendo…
Sinopsis
La película Malèna se estrena en el año 2000 y es obra del realizador italiano Giuseppe Tornatore (1956). En ella, y desde una articulación narrativa no siempre muy agradecida como es la del melodrama, podríamos decir que Tornatore afronta aquel verso de la primera elegía de Las elegías de Diuno, escrito por Rilke: «Pues la belleza no es nada sino el principio de lo terrible, lo que somos capaces de soportar […]». Malèna Scordia, una mujer bella, insultantemente bella, en un pequeño pueblo siciliano sobre el horripilante fondo de la Segunda Guerra Mundial, pierde a su marido y, con él, la estructura de protección, respetabilidad y amparo que le exige una sociedad patriarcal en su más arcaico sentido. Primero, su marido es dado por desaparecido, finalmente por muerto, con lo que el paso de casada a viuda la va convirtiendo paulatinamente en un elemento de progresiva indefensión frente a la mirada del otro. Un «otro» compuesto fundamentalmente por la envidia (del resto de mujeres en una lectura un poco simplona y reduccionista), por el acoso (de los nuevos pretendientes masculinos, que antes eran admiradores exclusivamente sujetos a la admiración) y por un adolescente, Renato Amoroso que, montado en su bici y enamorado hasta la médula, intenta averiguar qué subyace a la belleza, así como qué hacer para protegerla de la creciente animadversión social que Malèna genera simplemente por estar ahí, simplemente por ser endiabladamente bella… Por ser nada más que el principio de lo terrible que somos capaces de soportar. Malèna oscila de su estoicismo, con que observa las acometidas de los otros sin mostrar destellos de su verdadera fragilidad, a buscar un marco de amparo en el alemán invasor que derivará, tras la liberación, en la turba que por fin encuentra un motivo, el colaboracionismo, para el anhelado linchamiento y la destrucción de la belleza. Entre lo uno y lo otro, Malèna se pasea. Se muestra, se hace evidente desde la discreción, se convierte en un sueño, violento, arrebatador o fascinante para todos; lo bello encarnado en ella actúa como un imán que se forma inevitablemente de las miradas de deseo, de desprecio y de admiración de los demás, en un foco que irradia erotismo, que les permite a todos «tener que ver» con ella.
Tráiler
Monica Bellucci, sin apenas abrir la boca, arrasa con todo
Hubiera sido difícil encontrar a quién interpretar ese indiscutible y radical paradigma de belleza de no existir Monica Bellucci. Pero, para fortuna de todos, ella estaba, como estuvieron en su tiempo Sofia Loren, Claudia Cardinale o Anna Magnani; todas ellas ejemplares emblemáticos en nuestra tradición grecolatina de aquellas irresistibles Afroditas «calipigias», las de las bellas nalgas. Posiblemente haya sido intención de Tornatore mostrar de manera principal en la película la fascinación por el despertar al mundo de un jovencito, como hiciera en su obra de 1987, Cinema Paradiso, pero lo cierto es que Monica Bellucci, sin apenas abrir la boca, arrasa con todo. Se lleva por delante, captura, atrapa en su red no solo a las viejas recelosas del pueblo o a los babosos admiradores, también se nos lleva, es imposible dejar de mirarla, a los espectadores. Y es que eso es precisamente la manifestación fenomenológica de lo bello; el atraparte, el embelesarte, el llevarte hacia ella como hiciera con los marinos el bellísimo canto de las sirenas que, hoy en día, ya nadie parece tener las hechuras como para intentar ni siquiera atado al poste, oírlo.
Una exaltación del erotismo
A la propuesta, que es una exaltación del erotismo que nos agrupa, nos ampara y humaniza, se le puede reprochar una cierta debilidad en el cosido de los personajes, algo de poco intenso en el sustrato de los que, por ese pueblecito, merodean, en nombre de retratar un melodrama de superficie, costumbrista y ligero. Y algo de acertado hay en estas críticas cuando una se queda con la sensación de que con esos mimbres se podía haber hecho algo más que la rejilla del asiento de una silla… Aunque sea para sentarse y deleitarse sobrecogida por la experiencia de ver pasear gratuitamente a lo bello.