En la primera planta del museo del Louvre, en la sala 77, si la memoria no me engaña, se expone un cuadro fascinante. Pintado por Théodore Géricault en la segunda década del siglo XIX, representa con una intensidad sobrecogedora un acontecimiento trágico. El 2 de julio de 1816, apenas un par de años antes de que el artista abordara el cuadro, la fragata francesa, Méduse, encalló en aguas de Mauritania. Apenas 147 tripulantes lograron sujetarse sobre la tempestad en un pequeño esquife construido de manera improvisada. Cuando fueron rescatados, trece días después, solo habían sobrevivido 15 y la locura, por las inhumanas condiciones que debieron soportar, intentando saciar su sed con agua salada, se había apoderado de la mayoría de ellos. Relataron escenas de canibalismo entre los pocos supervivientes y delirios infernales derivados de la deshidratación y la fiebre. Nada como el romanticismo pictórico y nadie como Géricault pudo retratar ese horror en «La balsa de la Medusa».
La balsa ha sido un motivo simbólico recurrente para relatar la fragilidad de la condición humana frente a las infinitas fuerzas incontrolables que la rodean, la desbordan y amenazan en un continuo con engullirla. Immanuel Kant ya utilizó la frágil balsa, el esquife, la patera, como metáfora del resguardo, el único resguardo de racionalidad con el que los humanos podemos sobrevivir frente al caos que nos rodea y amenaza perpetuamente con disolvernos en su aciaga voracidad. Pero también Schopenhauer o Nietzsche gustaban del mismo ejemplo (Schopenhauer como contingencia frente a la voluntad o Nietzsche como lo «apolíneo» que nos resguarda, a duras penas, frente a lo «dionisiaco»). Sea como fuera, el «sentimiento oceánico» que expresara Freud es algo siempre presente y dispuesto a sobrecogernos, angustiarnos, fascinarnos y desarticularnos y, por ello, no es de extrañar que cuando una obra aborda la fragilidad, la inmanencia y la precariedad de la condición humana se suela recurrir a la balsa, al islote, al frágil sustento que nos permite mantenernos a flote (algo así hizo Boccacio en el Decamerón cuando los supervivientes de la peste se refugian en la villa toscana para beber vino y contarse historias sicalípticas, intentando guarecerse del mal que les asola alrededor). Y es en esa isla, o más bien esa balsa que zozobra –en muchas ocasiones– frente a la mismísima realidad, donde quiero comentar esta película, Lucía y el sexo.
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Sinopsis de la película
Cuando Carlos conoce a Lucía en Formentera, se lo indica claramente, más o menos, con estas palabras; «esto no es una isla, es una balsa, está llena de agujeros y no hay nada que la sujete al suelo… por eso cuando hay mar gruesa los habitantes de la isla se marean». Formentera, la isla, el esquife, la balsa, es el refugio de los supervivientes de un naufragio. Un naufragio en el que los náufragos no se saben, hasta el final, víctimas del mismo naufragio. Eso, de manera muy resumida, es lo que nos cuenta Julio Medem en Lucía y el sexo, una película de 2001 que corona una de las mejores pentalogías que haya dado el cine español (Vacas, La ardilla roja, Tierra, Los amantes del círculo polar preceden a Lucía y el sexo). En Lucía y el sexo, la tragedia, que es el naufragio, lleva a los supervivientes a sujetarse sobre el bote, pero lo incomprensible, lo que los desborda y trasciende no es solo lo innombrable de la tragedia; es también el océano insondable, irracional, arrebatador de nuestra condición humana, que es el sexo.
Tráiler de la película
La historia gira en torno a dos relaciones amorosas y carnales. La primera, la de Lorenzo (escritor de un libro de éxito interpretado por un tanto errático y algo tristón Tristán Ulloa) con Elena (Najwa Nimri, posiblemente en el mejor papel que soy capaz de recordarle); un encuentro apasionado y fugaz del que nace una niña, Luna, de la que Lorenzo no tiene noticia hasta años después y que será la causa del naufragio. La segunda, un tiempo después, la de Lorenzo con Lucía (Paz Vega, una joven locamente enamorada del autor, que entregará hasta su último aliento por él). En medio, personajes como la cuidadora de Luna, Belén (una Elena Anaya con una sensualidad que desparrama magistralmente y que es dinamita a punto de prender la mecha), el compañero de la madre de Belén, Carlos (interpretado por un convincente Daniel Freire) o el representante literario de Lorenzo (Javier Cámara).
Las escenas de sexo
El sexo en la película es mucho más explícito (de hecho, tuvo que modificarse en su producción para el estreno en algunos países) en la corporalidad que en las propias interacciones sexuales; desde el hermoso y siempre un poco cándido desnudo de Paz Vega, al voluptuoso, incendiario y trágico de Elena Anaya, pasando por la erección del gigantesco miembro de Daniel Freire cubierto por el lodo, el cuerpo desnudo se hace, en Lucia y el sexo, sincera exposición que, como el oleaje en alta mar, conjuga la belleza con el terror. Pero si quizá hay algo bello, central y bien fotografiado en la propuesta de Medem, es el esquife, la isla de Formentera. Siempre azul, de un azul saturado (contrasta con el filtro grisáceo de Madrid) que enmarca y resalta, como en un inverso tenebrismo barroco, los cuerpos dolientes, amorosos y gozosos que se muestran, los rostros que expresan y contienen el océano que siempre está a punto de desbordar (Elena es la única que parece poder contener, hasta las escenas finales, ese desbordamiento en lágrimas).
La narrativa de Medem, ya a duras penas contenida (se acabará de desbordar deviniendo incomprensible unos años después en su propuesta Caótica Ana) fuerza la temporalidad de manera que esta no resulte lineal, sino que pueda juguetear con el orden de los acontecimiento… El antes y el después y hasta la propia causalidad se ponen en cuestión. «La primera ventaja es que cuando el cuento llega al final no se acaba, sino que se cae por un agujero y el cuento reaparece en mitad del cuento. Esta es la segunda ventaja, y la más grande, que desde aquí se le puede cambiar el rumbo, si tú me dejas, si me das tiempo…», le escribe Lorenzo, de manera anónima, y bajo el apodo de «El farero» a Elena a través de un chat. Y eso mismo parece hacer Medem, valiéndose para ello de un recurso simbólico; el agujero. Los cuerpos atravesados de agujeros, la isla agujereada, el agujero en el relato que Lorenzo le cuenta a su hija Luna, el agujero por el que cae Lucía (como Alicia en el País de las Maravillas), el agujero por el que desaparece finalmente Carlos, el cangrejo que sabe que bajo la isla agujereada, no hay nada que lo sujete al suelo… Y es que la potencia simbólica del «agujero» se presta; es lo que conecta, lo que pare, lo que abre y lo que resta solidez, lo que atrae nuestra atención de forma que queremos meter la mano pero no nos atrevemos a hacerlo, porque sabemos lo que hay aquí, pero desconocemos lo que hay allí, al otro lado del agujero.
Una propuesta ensimismada
Lucía y el sexo no es quizá la propuesta más lograda de esa década de oro (de 1992 a 2001) de Julio Medem, pero no es en absoluto una reflexión superflua, quizá un poco pretenciosa sí, quizá un poco ensimismada y con inquietantes deslizamientos hacia el tópico en la construcción de ciertos personajes (Lorenzo es un cliché manido de lo que se supone es un artista atormentado, y la interpretación aplanada de Tristán Ulloa no le beneficia en nada), pero en conjunto y en ese propósito fundamental del arte y del sexo de intentar comprender qué atraviesa eso que veníamos en llamar la condición humana, es una isla de esperanza en medio del mar de vulgaridad que nos rodea. Una propuesta algo horadada pero en absoluto hueca.